No es el suceso en sí, atroz y lacerante: la muerte de una mujer en manos de
su pareja; ni aún la
tristeza desolada del instante atrapado por el ojo de la cámara. La aberrante
desazón del nombre es lo que nos golpea.
El callejero, a la derecha de la fotografía, que observa
impávido cómo bajan el cuerpo de la mujer ya sin vida, se convierte así en la paradoja de un destino brutal.
La calle Felicidad se vuelve entonces en el anuncio perturbador de una invención
cotidiana, de unos peldaños que subimos cada día hasta que el último bajamos en
silencio.
La felicidad, construida sobre escalones falsos, nos devuelve al
horror de lo cotidiano. Las palabras,
como símbolos truncados de sonrisa maléfica, nos golpean porque nos desmienten;
desarticulan nuestro mundo, contradicen
el entendimiento y nos dejan cabalgando en el vacío.
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