La  relación con mi madre nunca había sido buena. Éramos dos mundos opuestos e irreconciliables.  Toda mi vida había sido una lucha constante contra su autoridad. Mi madre había sido una mujer educada en las más estrictas normas y costumbres; mientras que yo siempre fui una rebelde contestataria que me había dejado la piel en luchar contra ellas. Sin embargo, con los años habíamos aprendido a mantener una pacífica guerra fría.
Todo cambió después de mi última visita, cuando descubrí que aquel iba a ser su último cumpleaños. Creo que fue entonces cuando vi  por primera vez a la persona que era mi madre. Comprendí que la mujer inflexible y autoritaria  se iba a morir. En los últimos años de su vida se había ido deshaciendo de todas sus capas de cebolla, para dejar ante mí a una mujer vulnerable que había sido vencida por la vida, pero no derrotada en su rebeldía y crítica brutal contra todo y todos.
Entonces decidí escribir sobre ella: mi madre nunca quiso hablar del pasado, no quería recordar la historia.
“Solo yo sé lo que he vivido”, decía con jactancia y desprecio, con el orgullo de quienes sobreviven a las adversidades y se hacen más fuertes; de esta forma sentenciaba toda posibilidad de conocimiento. Nadie más que ella conocía lo que había vivido.
Ni siquiera yo, su hija.
¿Por qué se había comportado siempre de manera inflexible y distante con sus hijos? ¿De qué manera las circunstancias, el paisaje, conforman nuestra personalidad?  ¿Qué terrible herencia nos deja una mujer insatisfecha con la vida que le tocó vivir?
Nos parecíamos más de lo que estaba dispuesta a admitir. Su fin se acercaba y mi madre había sido una desconocida para mí, acaso como los son todas las madres para sus hijas.