Berta Monforte entró en su despacho de Ciencias Físicas de la Universidad Pontifica de Navarra en un estado de ansiedad incontrolado. En ese momento agradeció que su compañero de departamento no estuviese allí para poder hacer lo que hizo, desplomarse en su sillón de cuero y devorar uno a uno cada uno de los bombones que tenía guardado dentro del cajón de su escritorio. Los dedos le tiemblan nerviosamente, mientras los devora con fruición, suspira lánguidamente y mira tras los cristales del gran ventanal el campus universitario ,vacío y frío después de los últimos copos de nieve caídos en la noche pasada.
Berta roza ya los cincuenta. De pequeña había sido una niña escuálida, retraída y estudiosa pero poco agraciada físicamente. Hija única de una familia acomodada de tres hermanos y un padre ausente, encontró en los estudios el refugio y acicate para atraer la atención de una madre distante y fría.
Por su parte, la madre pensaba que su hija por ser la más lista de los tres no la necesitaba, volcándose en ternezas y atenciones hacia los otros dos hermanos menores. Además, le dijo un día la madre en un arrebato de sinceridad, siempre había preferido a los varones, pero a ti te salva tu inteligencia.
Berta consideró aquello no tanto como un consuelo sino como una especie de premio o designio proveniente de su madre. Por lo que, en el tiempo que los niños se dedicaban a jugar o a rebelarse contra los padres, Berta se dedicaba no sólo a estudiar, sino a sobresalir por encima de las compañeras de su clase. Hecho, por otro lado, que no le causaba gran esfuerzo, pues tenía una mente analítica y con tendencia a la abstracción que le sirvió, posteriormente y ya en la universidad, para granjearse buenos compañeros de clase que supieron sacar un buen uso de este hecho. Ayudar a sus compañeros de clase no fue tanto una vocación como una necesidad de relación, de este modo, suplía su gran necesidad de ser aceptada por el resto. Pero, Berta obviaba la parte de interés que había en esto, se sentía admirada, imprescindible y diferente, sólo en momentos de grandes altibajos era consciente de que no había dejado de ser la misma compañera empollona y fea del colegio.
En su momentos de lúcidez pensaba que había sido su inteligencia y no su orgullo, la que le había llevado a no dejarse caer en una depresión profunda cuando recordaba, aún con el sabor ácido en la comisura de los labios, las fiestas de la universidad y la sensación perenne de ser invisible para el resto, o la espera ardiente mientras miraba al chico de sus sueños escondida entre las columnas de los ponche. Solía refugiarse en los baños pero también allí llegaban las voces de las demás comentando las aventuras amorosas y de las que ella se sentía extranjera. Porque si alguna vez había intentado imitar los gestos coquetos o seductores de sus compañeras le salía antinaturales, impostados, ridículos. Entonces pensaba que tan sólo era diferente, más cerebral, más romántica, más tierna. Aún así, nunca fue excluida del cruel mundo de las adolescentes, gracias a sus dotes para el cálculo numérico y diferenciales, se convertía en imprescindible.
Berta, sin embargo, con la seguridad que da los pequeños logros y éxitos escolares, no perdía la esperanza. Aficionada a los libros románticos, sabía que el amor verdadero estaba esperando por ella, y que una vez llegara, ella estaría dispuesta, con toda la artillería preparada. Sólo había que esperar y ocuparse, como mujer práctica que era, de lo demás. Así se fraguó un futuro brillante en la universidad.
El primer amor le llegó justo en el último año de carrera, fue un compañero al que había preparado para el último examen de ciencia de los materiales el que la sedujo, más preocupada en su examen final que en contribuir con su dosis a la ciencia sabiendo lo que era acostarse con una virgen. Cuando finalizó el curso la dejó sin una llamada. Berta pasó todo el verano llorando, ah de nuevo la ingratitud de los hombres,. Pero, pronto se recobra y vuelve de nuevo a ser ella, sin perder ni un ápice de esperanza en la idea de que el amor verdadero estaba esperando por ella.
Fue la primera en su promoción, cómo no, la universidad, los estudios, había sido toda su vida. El cielo se le abrió cuando fue propuesta para una beca de investigación trabajando como profesora adjunta. Así pasaron los años, llevando un una vida, reglada, ordenada, pasaba la mayor parte del tiempo dedicada a la investigación, la tarde y la noche sin embargo, eran dedicadas al cine en compañía de su madre o a las novelas románticas.
Cuando por fin obtuvo plaza en el departamento de Departamento de Física y Matemática Aplicada Universidad de Navarra se enamoró perdidamente de su compañero de departamento. Berta había pasado tantos años abstraía en formulaciones y algoritmos que había olvidado todo arte o forma de hacer que un hombre se fijara en ella, por lo que tomó como base las estrategias y maniobras que leía en sus libros románticos. Sin embargo, lo que podía ser el requiebro natural de un corazón enamorado en ella resultaba chirriante como un tornillo mal engrasado. Así, con una torpeza inusitada, una mañana derramó su café sobre los zapatos de su compañero de despacho. El hombre la miró sin dar crédito, ella se empeñó en ayudarle a limpiarlos, ambos se bajaron a la vez, tropezaron las cabezas. Berta quería llorar, pero el profesor soltó una risa franca. Al día siguiente apareció en su despacho con un par de zapatos. Al hombre le hizo gracia el gesto y se acostó con ella un par de semanas, justo para descubrir a la mujer carente de encanto y dejarla con la disculpa de que su mujer se había enterado del incidente.
Esta relación le costó a Berta, siete noches de insomnio y algunos años más en olvidarla. Sin embargo, no se rindió, sabía que el amor verdadero estaba en algún lugar, sólo que no había tenido suerte. Por lo que siguió enfrascada en sus estudios como única escapatoria, investigando materias tales como la “Estructura de capas y subcapas iónicas en nanocontactos metálicos” y cosas por el estilo.
Cercana ya a los cuarenta, pensó que ya era hora de vivir independiente de su madre y alquiló un coqueto piso en el centro de la ciudad, mientras lo decoraba imaginaba en quién sería el hombre que lo habitara. Cada día comía con su madre, a la que, por un extraño y cruel destino, encontraba o le parecía más joven mientras ella sentía que la juventud se le iba por las manos sin palparla.
A veces la madre, preocupada, le decía que no era bueno que estuviera sola tanto tiempo, que tenía que salir y encontrar a alguien. Entonces Berta hacía un gesto de hastío y se volvía a su casa, más sola que nunca para enfrascarse en el mundo del celuloide o de las novelas románticas.
Le dolía mirarse el espejo, uno surcos profundos le orilleaban los ojos apagados, se le había empezado a caer los párpados y las mejillas se le descolgaban. Había notado que cogía kilos proporcionalmente a los años y que la carne se volvía flácida, mientras su corazón virginal seguía oscilando entre el ardor romántico y la contención de la espera.
Por otro lado, sus alumnos la adoraban. Era una profesora entregada y justa, en el aula se hallaba como pez en el agua, podía ser elocuente y divertida y siempre salía de las clases inflamada. Berta, detestaba los fines de semana cuando el vacío de su existencia se hacía más patente y la presencia de su madre insoportable. Odiaba las comidas familiares donde sus hermanos menos listos y más felices, exhibían conjuntamente a sus retoños y a sus amplias sonrisas.
Fue el año justo antes de cumplir los cincuenta cuando pensó que había que darle una ayuda al amor y salir en su búsqueda. Como no tenía amigas, salvo compañeras de trabajo, pensó que Internet podía ser un buen medio para buscar lo que en tantos años se le había estado escapando. Entonces comenzó una búsqueda desenfrenada de hombres a los que amar, en los que depositaba su idea de amor absoluto y sus esperanzas, no obstante, pese a su empeño, éstos sólo le daban un sexo escueto y rápido.
Berta se hundía, una y otra vez, sin poder despejar la ecuación, sin encontrar la fórmula que la llevase a amar y ser amada sin media, no comprendía por qué ya nadie creía en el amor verdadero, en la entrega absoluta y sin contemplaciones. Por qué, se repetía en las noches en blancos, no era posible que todo aquél caudal de sentimientos que deseaba irrumpir como una presa no encontraba destino.
Justo el día de San Valentín conoció por Internet a Pedro, era un tipo listo, pero trabajaba en un taller como mecánico, eso la refrenó en un comienzo, pero luego, después de algunas conversaciones via Internet encontró esa idea hasta romántica. De nuevo volvió a resurgir de la nada, hablaba horas enteras de su ideal de vida, de lo que significaba el verdadero amor. Pedro, en cambio, le hablaba de sus dos hijos, de lo poco que los veía a causa de la separación, de los problemas en el taller. Berta justificaba su rudeza, le encontraba varonil, sexy, con cierto aire de malo de película que lo hacía aún más deseable.
Se encontraron en un bar en la primera cita. El mecánico bebió bastante, sentía curiosidad por aquella mujer madura que hablaba como una niña y que no dejaba de tocarse el pelo en una mezcla de timidez y nerviosismo. Berta se enamoró perdidamente del mecánico, le llamaba treinta veces cada día, le enviaba veinte mensajes, le escribía apasionadas cartas de amor donde le decía que lo había esperado toda su vida, que era su amor verdadero.
Pero hoy Pedro la ha llamado y le ha dicho que no anda para relaciones, pero se calla y no le dice que se siente asfixiado, que le agobia con tanta llamada, que no soporta que hable ella sola de cosas que no le interesan, que no le gusta su olor, su cara flácida, su tic nervioso, que le exasperan sus tonterías de colegiala. Se calla todo esto para no hacerle aún más daño. En cambio le dice que lo siente mucho, que como experiencia estuvo bien, pero que no quiere profundizar más. Por eso, porque la vida es injusta y el amor se le niega, hoy está Berta en el departamento de la Universidad de Navarra, atiborrándose a bombones, queriendo llorar mientras mira por la ventana.
Pintura de Edward Hopper