Le costaba respirar. Había días peores que otros. Días donde al aire le costaba entrar en los pulmones y la sensación de asfixia le cortaba la respiración. Esta impresión de ahogo permanecía sólo unos minutos, pero era muy intensa. Cuando creía estar a punto de no poder aguantar más, pequeños estertores de aire salían por su boca, a trompicones, como los gases de un tubo de escape roto. Esto le sucedía desde siempre, al menos desque que Elisa tenía noción y recordaba.
Con el tiempo había aprendido a recurrir a algún torpe ardid para sobrellevar tan desagradable episodio. Abría los brazos en cruz, los pasaba por encima de su cabeza como cuando se atoraba por alguna comida y los movía de arriba abajo repitiendo en alto: San Blas, San Blas, como le había enseñado su madre, y el aire entraba de nuevo a empujones, entrecortado, ayudando al fuelle desgastado y sin presión que eran sus pulmones.
En esa posición estaba, subiendo y bajando los brazos como un pájaro antiguo, con las alas demasiado gastadas o el cuerpo demasiado pesado para volar, cuando entró su compañero de despacho.
- ¿Qué haces? – le preguntó sin cerrar todavía la puerta.
- Nada, ejercicios de hombros- respondió.
- ¿Quieres que te de un masaje? - La sonrisa ladeada, el gesto pícaro.
Marc, su compañero de despacho, no eludía ninguna ocasión para incitarla al contacto físico. No obstante, era un hombre atractivo, casado, pero educado, confortablemente insinuante, sin llegar nunca al extremo de propasarse. Elisa lo apreciaba, era discreto y un buen compañero, aunque no comprendía porqué, pese a lo inteligente que resultaba ser en su trabajo se dejaba llevar tan fácilmente por la carga diaria de tener que mostrarse incitante y atrevido, como si el hecho de compartir despacho con una mujer soltera y de buen ver, le obligase de alguna manera a ello.
- No gracias - respondió sentándose frente al ordenador.
- En un momento pensé que te ibas a echar a volar.
Elisa recordó, mientras rellenaba cartas de pedidos aquella época en que volaba a diario en sueños. Qué edad tendría, siete, ocho, quizá más. Se preguntó porqué razón y cuándo había dejado de hacerlo.
El arrullo de la lluvia en los cristales la hizo ensimismarse en la infancia, como el país del que nunca salió pero del cual, sin embargo nunca podría volver. Mientras teclea se ve con apenas diez años subiendo a la azotea. El cielo azul se desplegaba surcado de un mar de vagas nubes, trazadas tan sólo por algunas líneas de luz. Se subía al muro que rodeaba la azotea con agilidad y caminaba por él como una equilibrista, levantando los brazos en cruz hasta llegar al final y agitar los brazos antes de lanzarse al vacío.
En ese universo dormido era libre para ascender y desprenderse de su cuerpo y mirar desde lo alto la ciudad dormida desde muy lejos, alejada de todos, como un ave solitaria y errática.
Volaba durante horas, planeando la ciudad con los brazos en aspas, aterrizando en nuevas azoteas y volviendo a saltar, sorteando los cables de la luz o del teléfono que atravesaban la ciudad si bajaba muy bajo del cielo. Otras se dejaban llevar intrépida y lo hacía cada vez más alto, más alto, casi rozando el sol.
El repiqueteo de los dedos de su compañero en el ordenador la apartó de esa ensoñación repentina y se acordó, con desagrado del email que le había provocado el ahogo. Abrió el correo y leyó de nuevo la frase en la pantalla “¿De verdad que eres aún virgen?” Un sentimiento de vergüenza y de ira comenzó a ascenderle desde el vientre hasta la boca del estómago.
Hacía sólo unos meses que había comenzado a intercambiarse correos con un desconocido que había conocido en un foro de cine. Comenzaron divergiendo frenéticamente sobre el cine expresionista alemán y acabaron por conciliarse durante largos conversaciones de Messenger e íntimas conversaciones a media noche. Pablo era lo más cercana que había estado nunca a una relación formal, había confiado en él, incluso para decirle su más oscuro secreto y ahora se sentía terriblemente decepcionada. En su enfado podía imaginar hasta el tono de su sonrisa, el descreimiento regocijado en palabras del email. Pero acaso alguien podría mentir sobre algo tan íntimo, se dijo. En la misma pregunta interpretó un halago repentino que le asqueaba.
Aspiró de nuevo el aire con dificultad. Sin lugar a dudas había ido demasiado lejos con aquella relación. La rabia le encendió las mejillas. Debía de estar esperando su correo de vuelta, pero Elisa había decidido que no lo enviaría, no después de aquello. Se sentía herida, insultada.
De pronto las consecuencias de aquellos meses de correspondencia y de llamadas se le encarnó de pronto en toda su viveza, había sido una ingenua. Aquello no era más que la consecuencia de que se encontrase de nuevo en ese estado, despojada, y al arbitrio de alguien al que apenas conocía.
Se acarició el lóbulo de la oreja como hacía siempre que algo le inquietaba. Pensó en un momento omitir el mensaje, como si nunca lo hubiese recibido. Desechó la idea, él sabía que lo había mandado y ella no podía olvidar lo que había dicho. Pero porqué la había dejado en aquella situación tan embarazosa. Sintió vergüenza de sí misma y una ira incipiente a partes iguales.
El aire comenzó a llegarle de nuevo con dificultas, aquella sensación de ahogo no venía nunca sola. Estaba también la mano, esa mano huesuda que era como el anuncio de la falta de aire. ¿O era la falta de aire lo que atraía a la mano? Era una mano lúbrica, blanda, húmeda, como la de un anciano y que, nunca desaparecería de su memoria. Una mano que se colaba entre sus sábana de niña mientras dormía y soñaba que volaba, que se escurría debajo de sus bragas, que apretaba su boca para que no hablase, que la silenciaba para que su madre no la oyese en la habitación al lado, una mano que le apresaba la boca para robarle un beso húmedo, viscoso, que le asqueaba.
- voy a desayunar- dijo levantándose.
Afuera hacía un día extraño, se había levantado viento pero el sol lucía imponente bajo un cielo matizado de azul claro y nubes grises. Caminaba despacio, aspirando y expirando con fuerza, deshaciéndose de la imagen que le perseguía. Una gota caliente le cayó en la frente. Miró al cielo, que de pronto se había vuelto gris y oscuro.
Eso fue el comienzo de la tormenta. Había abierto el paraguas y ahora corría hasta la parada de guagua. Diminutas gotas de lluvia fueron tomando fuerza y formando pequeños charcos en los socavones de las aceras.
Una mujer y un hombre se habían refugiado también debajo de la marquesina. Los coches aminoraban la velocidad y las ruedas en el asfalto mojado emitían un extraño chasquido en la tarde tranquila. No hacía frío, pero el agua caía cada vez más fuerte, formando pequeños surcos en la carretera que se perdían calle abajo.
Título cedido por
Tara.
Imagen: desconocida.
Dedicado a tod@s los que sufrieron abusos sexuales de niños, y cuyas consecuencias y dimensión, ya de adultos, nadie ha sabido aún precisar.