El aire se ha
vuelto denso, como si pesara y una capa de arena amarilla puebla la ciudad. Sara
piensa en una ciudad fantasma. Los
contornos de las montañas, de las casas parecen diluidos e imprecisos. Desde lo
alto de la colina, observa la ciudad sumergida en una niebla fantasmagórica que
la aísla de todos. El mar ha desaparecido baja la nube inmensa de arena que ha
cruzado el el desierto y se confunde con la tierra, con un campo sin
labrar, abandonado en medio de la nada.
El cielo ha tomado la forma de un hongo
canelo y sucio que envuelve de presagios inciertos a la ciudad y convierte a
sus habitantes en personajes de las mil y una noches.
Su abuelo, un viejo
marinero le había contado que en un día como aquel había divisado por primera y
última vez la isla de San Borondón. El Cruz del Mar, como se llamaba aquel
viejo barco de pesca había dirigido su marcha rumbo a la isla desconocida en
medio de una fuerte tormenta.Tras la espesa neblina avistaron una playa
de arenas amarillas, rodeada de una frondosa vegetación que se extendía por
todos los contornos de la isla. Esta no parecía de gran tamaño y su forma era
redondeada, encontrándose deshabitada, al menos, en aquella parte donde
desembarcaron lo marineros. Esa noche descansaron
en medio de una arboleda poblada de magníficos árboles frutales y de
cristalinos manantiales. Por la mañana, embarcaron de nuevo rumbo a Lanzarote,
prometiéndose volver y conocerla a
fondo.
Pero nunca regresarían, ni
él ni todos los tripulantes del Cruz del mar. Aunque lo intentaron más de una
vez. Pero cada vez que atravesaban el lugar donde él juraba y perjuraba que
habían divisado la isla, sólo hallaban la inmensidad del mar. Entonces, los
marineros oyeron hablar de una isla que aparecía y
desaparecía a los navegantes, San Borondón, la isla invisible, la desconocida,
la non trubada y supieron que habían estado en ella.
Mientras vivió, el
viejo marinero cuenta a quien quiera oírlo que los tripulantes del Cruz del Mar
estuvieron allí, bebieron de sus manantiales y comieron de sus frutos. Cuando Sara mira hacia el horizonte
ve lejana una isla que no conoce, que aparece y desaparece. Y piensa si no será
la misma donde su abuelo estuvo un día. Recuerda sus palabras repetidas que
ahora entiende: San Borondon,
existe, aunque no la veas, existe porque yo la ví, y otros, antes que yo
la vieron también.