domingo, 20 de septiembre de 2015

Cenizas




-       ¡Tu libros¡- exclamó riendo sin  pudor.  
Me aparte de su cuerpo para poder mirarla mejor. Quizás no había oído bien la pregunta. Sabía que me arrepentiría de haberla hecho, pero ya era demasiado tarde y ahora quería saber la respuesta
-       ¿Qué que es lo que menos te gusta de mí? – insistí.
-       ¡Tus libros¡ – respondió de nuevo abriendo muchos los ojos.
Evidentemente no eran los que había escrito yo. No había mostrado el mínimo interés por ninguno de los poemas que le escribí en arrebatados momentos de pasión.
Le molestaban los otros. Los libros que reposaban en mi biblioteca o vivían esparcidos por toda  la casa.
-       ¿Por qué? - Pregunté perpleja.
-       Porque tienen mucho polvo.
La miré, era hermosa y primitiva como un animal. Nuestra relación se basaba en espaciados encuentros ocasionales, fogosos y  explosivo que despertaban en mí un  deseo furibundo por desentrañar su esencia.
Me sumergí de nuevo en su cuerpo como quien se lanza al mar en llamas,  tratando de borrar la respuesta que flotaba en el aire, levitando sobre los cuerpos acompasados, revoloteando sobre los estertores de un orgasmo triste.
Por otro lado, tenía razón.  Era una joven práctica e iletrada que trabaja muchas horas limpiando y los libros eran un cúmulo de polvo. Sin embargo, todo aquello me entristeció como si la distancia que nos separaba se hubiese agrandado aún más.
Cuando se fue, me quedé en silencio tendida en el sofá, desnuda, fumando un  cigarrillo. Esa noche le escribí el último poema. Trataba sobre la belleza de la inocencia y el origen del deseo o algo así. Lo llamé cenizas. Sabía que ella nunca lo leería. Luego los encuentros se fueron espaciando. Eran demasiada tristes los después.

El invierno regresó antes de lo previsto. Encendí la chimenea. Las cenizas habían vuelto a depositarse  sobre las cubiertas y lomos de los libros.


Fotografía de Teresa Alemán