Andrea tiene miedo, piensa que quizás se ha acostumbrado tanto a tener miedo que no puede dejar de sentirlo. Tiene miedo cuando coge el avión y va a su encuentro, imagina que algún percance va a impedir que coja a última hora el avión y que no pueda llegar a tiempo, que haya equivocado la hora del vuelo o que la compra del billete, siempre por Internet, no se haya realizado correctamente. Debería estar más tranquila pues ya se suceden estos encuentros con la regularidad de los días, cada doce días a veces, cada cinco con más suerte. Por eso sólo está medianamente tranquila cuando en el mostrador tiene en su poder la tarjeta de embarque, cuando pasa por el detector de metales, cuando se deshace del cinturón, de las botas, de la chaqueta, del bolso y deposita todo en la cinta corredera que la llevará a su encuentro. Al deshacerse de las prendas piensa que es una especie de ritual, ya ni siquiera le molesta, que debe hacer para pasar al otro lado. Y sólo respira cuando está en el aire. Pero eso no le impide seguir teniendo miedo, por eso se enfrasca en la lectura como un sortilegio, porque a veces en el aire el avión exhala como un exabrupto y todo se mueve y piensa que tal vez esta vez tampoco llegará a tiempo.
Pero llega, y sólo respira cuando se encuentra frente a ella. Entonces se acercan con los ojos, se huelen, se palpan, se rozan con la piel y los labios y siente que todo está bien cuando le da su mano y caminan juntas por el aeropuerto, siguiendo los juegos del niño, mirándose aún con la timidez de los amantes primerizos, demorando el placer que saben a de venir. Es sólo en este instante cuando se abraza a ella y roza su piel; labios contra piel, piel contra hueco, cuando piensa que todo va bien, que ha llegado, que todo ha valido la pena, que atravesar el atlántico, que haber vivido y sufrido sólo eran escalones hasta llegar a ella. Piensa esto con una especie de ternura líquida que podría hacerla llorar pero no lo hace porque teme que ella no entienda su llanto y calla. Intenta obviar el miedo ya en tierra y habla y le dice, como cada vez que se ven, que este el mejor momento, cuando van a casa en el coche y tienen toda la carretera por delante y todo el fin de semana por vivir. En el trayecto Andrea sostiene su mano y siente un vaho de ternura y deseo que asciende lentamente por cada dedo hasta su pecho y siente, justo en el mismo instante que ella la mira y se vuelve, cómo el sólo roce de sus manos puede hablarle en silencio.
Por eso tiene miedo. Andrea siente miedo de su deseo, aunque este lenguaje sea el que mejor conoce, el lenguaje de la piel. Y siente tanto que no sabe cómo expresarlo, pero su carne se adelanta voluptuosa o sedienta, los cuerpos se enredan como hierba fresca, los besos, y las manos recorren torpes los valles y andanadas, la piel se desliza en el calor de seda, en el fragor de la danza se reconocen, se besan, y es entonces cuando su boca se inunda de ella cuando siente que no tiene miedo.