martes, 29 de junio de 2010

El último viaje



Algo no cuadraba. El sol de mediodía y la falta de sueño me impedían pensar con claridad, pero algo no iba bien. Si no, por qué aquel gesto tan serio en el rostro del marido de mi hermana, por qué la urgencia de venirme a buscar en coche hasta allí para decirme que mi padre estaba enfermo. Estos y otros pensamientos daban vuelta en mi cabeza, mientras trataba de poner en orden mis ideas.
¿Pero enfermo de qué? Pregunté desconcertada. Mira, dijo con la voz quebrada, las manos muy sujetas al volante, la vista fija en la carretera. Tu padre murió esta mañana. Entonce vi la imagen de mi padre sentado en el suelo de la azotea, tal como lo había dejado, cosiendo redes, reconcentrado en su trabajo de crear colmenas en el aire con sus dedos abotargados, y ahora de repente ya no estaba, ya no estaría más.
Las montañas rojas y negras desaparecieron, la línea blanca de la carretera se emborra, el horizonte, la tierra cobre a los lados, dejó de tener sustancia sólida para dar paso al líquido y mi cuerpo se convierte en un barco que hace aguas, que se hunde, que se anega en forma de lágrimas que se derramaron por mi cara.
Después, fue todo como un sueño, mi madre vestida de negro que se abraza a mí llorando, ay hija, sin despedirse de ti; las mujeres de negro en el recibidor, el llanto silencioso de mis hermanas y aquella sensación de pérdida con la que todos me miraban. Furtiva, huyendo de las manifestaciones del dolor ajeno, queriendo esconder el mío propio subo hasta mi cuarto para encerrarme, con la sola compañía de mi perro sentada en el borde de la cama, lloro a solas.
Pero los pensamientos se apoderaban de mi mente como una bandada de gaviotas que vienen a picotear los deshechos que dejan la descarga de los barcos. Tenía que haber estado allí, no era justo, por qué tenía que haber dormido esa noche fuera, por qué no me había esperado si yo era su hija, la perdida, la errante, la sin rumbo. Me ahogaba con mi dolor a solas, me deshacía en una batalla sin tregua.
Me dirijo a la azotea donde el sol de mediodía me deslumbra. Sentada sobre la cal blanca del suelo vi a mi padre, concentrado, la cabeza baja, cosiendo aún las enormes redes de pesca. Pero era sólo una imagen retardada, una ilusión de mi memoria, porque mi padre ya no estaba allí, ya no pertenecía a este mundo, ya no volvería más a él. Me pensaría desde donde estuviese como yo lo pienso ahora. Extendida como algas gigantesca, como rojos paneles geométricos, contemplo las redes desmadejadas, abandonadas en ese repentino viaje.
Yo ya estaba creciendo, justo en ese instante, como crecen los huérfanos, hacia atrás, hacia la vuelta al útero que no es más que otra nada más insondable, oscura y pétrea. Crecía de una vez y para siempre, tomando conciencia de que la única verdad existente era ésa, que todo desaparece, que mi padre ya no estaba allí, que los vivos se van y no vuelven y que sólo nos dejan una estela de imágenes inconexas.
Cómo podía haber tanto la luz, tan sol y a la vez, tanto sufrimiento. Un intenso dolor me obliga a replegarme sobre mi misma, por quien lloraba, por mí, huérfana para siempre de caricias o por él que volvió a la mar. Pero había sido tan de repente que, un sentimiento de injusticia, de rabia contra todo me embargaba. Sólo el tiempo me llevaría a mudar ese estado de impotencia y rabia con el de la rememoración de algunos recuerdos. El balanceo de mi cuerpo de niña sobre sus pierna, más, más; su sonrisa diáfana; el día que me levantó a las cinco de la mañana para ir a mariscar bajo las protestas de mi madre, los sacos llenos caracolas marinas que me traía de sus largos viajes porque yo las coleccionaba, y que mi madre tiraría un día porque alguien le había dicho que traía mala suerte.
Sólo recuerdos.
- Ponte una camisa negra- me dice mi hermana mayor asomándose por la puerta- Tiene el gesto constreñido, los ojos hinchados del llanto y un rictus amargo en la boca.
-¡lo mataste tú¡¡Lo mataste tú a disgustos¡- dice con un brillo de odio en los ojos.

Entonces me quedo sola con mi pena y la loza que mi hermana me ha dejado en el alma. Permanezco muda, las manos temblorosas, inmóvil como un barco encallado en un arrecife inhóspito. Contemplo las paredes desnudas de mi cuarto y el derrumbe silencioso de de los muros se resquebrajan.
Luego vendrá el mito. Mi hermana pequeña jura y perjurara que ella lo vio el después de su muerte, caminado por el pasillo, mirando el suelo, en el gesto tan suyo de limpiarse las gafas con el borde de su camisa azul americana.
- Lo rodeaba una luz resplandeciente y brillante que lo iluminaba. Te lo juro, no dijo nada, no miraba a nadie, como cualquier día, sólo cruzaba el pasillo de la casa hacia la calle.
Y mi hermana lo decía con tanto fervor que era imposible no creerla, a pesar de que yo hubiese asistido a su entierro y había visto como introducían la caja en un nicho de cemento oscuro y para siempre, sin comprender o quizá ya comprendiendo en ese instante de lucidez, que ya toda mi vida sería pagar mi culpa, luchar con manos y dientes para derribar aquellos muros de cemento que lo aprisionaban, que lo ahogaban, él que nunca pudo estar encerrado en tierra, que nunca supo vivir en ella.
Porque sólo había que verlo, cuando volvió definitivamente de la mar, meditabundo, errante, como un extranjero que vuelve después de mucho tiempo a la patria, perdido en un idioma extraño, sintiendo nostalgia del país que dejó atrás y del que nunca debió volver, derrotado, como un amante entristecido. Que mi padre jamás se adaptó a vivir en tierra, lo confirmó el hecho de que sólo vivió un año más después de jubilarse. Desde los catorce años que se había echado a la mar, a escondidas de su madre, jamás había salido de ella, salvo los pequeños atraques que hacía para abastecer a la familia y crear un hijo nuevo.
No era de extrañar pues que mi padre andara dando tumbos por la casa como si se marease, buscando un rumbo, sin saber qué hacer o cómo comportarse, hasta que se fue sin querer, poco a poco menguando, como lo hacen los hombre de la mar cuando vuelven después de toda una vida a la casa, como un expatriado, como sólo lo hace esa raza errante, viajera y solitaria de la que están hecha los marineros.
Pero un día descubres, en la risa de tu madre aún de luto, que se puede estar triste y alegre, que se puede vivir después de los muertos, aunque en tus oídos aún resuene esa risa demasiado temprana, porque en el fondo, te niegas a saber que no hay nadie imprescindible y, vas comprendiendo el significados de esos pequeños gestos, de esa carcajada que te devuelve de golpe a la vida y descubres el abismo que los separaba, y miras a tu madre con reproche y con lástima, porque recuerdas el temor en sus ojos cuando contó al día siguiente de su muerte que había soñado que él la llamaba para pedirle que fuera con él. Pero ella no fue, fui yo la que me embarque en ese viaje de tinieblas, fui yo la que crucé el océano de tristeza insondable.
A veces, camino hasta el puerto y veo los viejos barcos fondeados, la pintura deshecha, los mástiles caídos como esqueletos de un tiempo que no vendrá. Paseo y respiro ese olor a salitre, a pescado, a sudor de mar, que traía mi padre impregnado en su ropa al volver de la mar. Me detengo en leer los nombres de los barcos, Playa Bermeo, Cruz del Mar, Cabo Blanco, intentando buscar en la memoria si en algunos de ellos estuvo mi padre. La sal, el óxido se van comiendo las letras de estos desvencijados dinosaurios.
Me detengo, en la tentación del abismo, a mirar el agua oscura que hay entre el barco y el dique y, es entonces cuando vuelvo a aquellos días en que íbamos a buscarlo al muelle. Aún puedo ver a los hombres descargando las cajas de pescados, los brazos fuertes y musculosos de los hombres, los marineros saltando del barco al muelle sin escalas, y yo que me detengo bajo el vértigo de ver la distancia tan grande que separa el barco del muelle, más grande según el vaivén de la mar.
-Salta- me grita padre..
Pero no me atrevo, porque sé que hay que esperar a que la mar, en su movimiento acerque el barco al muelle, y tengo miedo de que pueda saltar demasiado tarde o demasiado temprano. Vacilo, mi padre debe ver mi miedo, la indecisión en mis ojos, por eso viene en mi busca, me abraza y me eleva con él en el aire. De un salto estamos ya en el barco, dispuesta, preparada, para dar con él mi último viaje.


Dedicado a los hombres de la mar.

domingo, 27 de junio de 2010

la posesión por pérdida


“ O TOI QUE J’EUSSE AIMÉE”



Y ahora una digresión: consideremos

Esa variante del amor que nunca

Puede llamarse amor.

Son aislados instantes sin futuro.


En la ciudad donde estaré tres días

nos encontramos.

Hablamos cien palabras.


Pero un brillo en los ojos, un silencio

o el roce de las manos que se despiden

prende la luz de la imaginación.


Sin motivo ni causa uno supone

que llegó pronto o tarde y se lamenta

( “No habernos conocido…”).


Y sin quererlo ni saberlo entraste

en un célibe harén de sombra y humo.


Intocable,

Incorruptible al yugo del amor,

Viva en lo que llamó De Rougemont

La posesión por pérdida.



Poema de José Emilio Pacheco


Pintura de Guillaume Seignac.

miércoles, 23 de junio de 2010

El secreto II



La seguí como una autómata, como una sonámbula que se dirige a un destino incierto. En mi caminar fortuito no me dí cuenta de que las zarzas de un rosal me habían rozado la mano haciéndome sangrar. Cuando llegué al baile, algunos hombres se acercaron a mí, pero yo no oía nada, no veía nada. Fue mi primo Víctor quien se dio cuenta de mi inquietud, me aparté con el hacia un rincón, dejando a los demás a la espera de un siguiente baile que no vendría. Entonces la vi, estaba al otro lado del salón, aún ahora creo verla como aquella primera vez, los ojos como dos llamas, negrísimos, la tez brillante, morena, la sonrisa amplia, aquella manera de echar la cabeza hacia atrás cuando se reía, sentí escalofrío, su rostro me pareció de una belleza animal, sentí miedo.
Le pregunté a mi primo por aquella mujer, titubeo, no creo que debas frecuentar su compañía, me dijo, no es una buena mujer, es viuda, creo y forastera, llegó aquí hace unos meses y ya tiene revolucionado a medio pueblo. Preséntamela, le dije sin dudarlo. Mi primo no pudo decir nada porque yo ya iba a su encuentro, con la determinación del despierto que camina entre sueños. Entonce llegué hasta ella, podía tocar la fuerza que transmitía aquella mujer. Cuando mi primo dijo mi nombre me miró fijamente a los ojos con una curiosidad extraña, pensé que no era para menos, debía tener cara de loca, aún así, noté que le inspiraba simpatía. Nos rodeaban varios pretendientes, éramos el centro de atención del baile, todos hablaban a la vez, pero yo ya no oía nada, porque todos se iban difuminando hasta casi desaparecer, las caras de los demás, las voces, la música. Siempre sucede así, cuando alguien le habla a tu corazón, todo desaparece y queda sólo el objeto amado y tú.
Agradecí cuando nos dejaron a solas, no recuerdo de qué hablamos, de cosas de mujeres supongo, hubiese estado toda la noche allí, conociendo a aquella mujer que presentía que no me era tan extraña. Fue ella la que se dio cuenta de la rasgadura del rosal, cogió un instante mi mano para indicármelo, sentí el tacto de su piel ardiente, nunca he vuelto a sentir tanto calor en unas manos, mi cuerpo reaccionó al instante, primero una convulsión silenciosa, luego una fuente de lava ardiendo que se derramaba.
Duro sólo un instante, porque enseguida vino mi marido a buscarme, estaba cansado me dijo, teníamos que irnos. Fue entonces cuando noté que Fernanda, así era como se llamaba, miraba con una especie de reto a mi marido. Antes de marchar le dije si quería que nos viéramos al día siguiente en mi casa a las cinco. Acepto sin dudarlo.
Camino de casa mi marido me recriminó aquella excesiva confianza con una desconocida, con una mujer de afuera, de la que no sabía nada de su vida. Fue la primera vez que lo veí enfurecido, con una rabia sorda que desconocía. Le hablé de intereses comunes, de prestarnos novelas, de mi necesidad de ver a gente que hablara como yo, que fuera como yo. Como tú, me dijo exasperado, no sé parece en nada a ti, ella es el otro extremo. Le recriminé que hablase así de alguien al que no conocía, me sentí ofendida, no tanto por lo que quiso decir sino por descubrir lo poco que mi marido me conocía.
Me costó dormir, en mi cabeza seguía resonando las palabras de Fernanda, su rostro encendido me quemaba. Al día siguiente, esperé con impaciencia su llegada. Llegó puntual a la cita, estaba aún más bella que la noche anterior. Jamás había tenido un sentimiento de ese tipo, no sabría qué nombre darle a aquello.
Mi tía abuela se incorporó, le alcancé un poco de agua, me lo agradeció con la mirada. Antes no era como ahora, antes no sabíamos nada, me dijo. Sólo sé que sentía una necesidad desmedida de conocerla, de que me conociese, de que supiese de mí, contarle toda mi vida y conocer la suya. Le dije que había oído su conversación en el parque. Entonces se sobresaltó, un rayo de temor pasó por sus ojos. Me asusté, con qué rapidez había aprehendido todos los matices de su rostro que podía incluso leer la mínima expresión de su rostro y conocer su significado.
¿Por eso me ha llamado me preguntó? Sí y no, respondí decidida. No sabía qué responder, de pronto se había convertido en una mujer fría que me miraba desde una distancia inalcanzable. Cuando estaba a punto de explicarle que había sentido que sus palabras hablaban a directamente a mi corazón, que nunca antes había conocido a nadie que hablara así, que nunca había pensado en querer así, pero que había descubierto que era como realmente deseaba amar, apareció mi marido.
Al principio no entendí nada, normalmente a esa hora él estaba aún trabajando. Sin embargo, mi extrañeza, mi sobresalto, no fue tanto por esa hora temprana en que llegaba sino por sentir cómo el rostro de mi amiga se demudaba. De pronto, había adquirido la dulzura de una gacela, y sus ojos brillaron con más intensidad si cabe. Mi marido, en cambio, me miraba con aprensión, pálido, quizás estaba enfermo, buscaba sin consuelo mi mirada, pero yo sólo tenía ojos para ella.
Entonces lo entendí todo. Aquella mujer estaba enamorada de mi marido, estaba escrito en su rostro, en el brillo de sus ojos. Noté en los ojos de mi marido que me buscaban como un naufrago perdido, tuve que sentarme de nuevo, ahora comprendía sus palabras, si fuera de otra lo robaría.
Fernanda me miró fijamente, expectante, sabiendo que había conocido su secreto. Creí perder en un instante la cordura porque comprendí con horror que, a pesar de saber que ella amaba a mi marido nada de aquello me importaba, tan sólo lo engrandecía a mis ojos, si cabe, pero lo peor de todo era reconocer que, si ella me lo hubiese pedido se lo habría cedido sin dudarlo. Cómo podía explicar aquel caudal de sensaciones que me invadía. Envidié a mi marido por suscitar en aquella mujer ese tipo de sentimientos que quería para mí.
Estaba a punto de desmayarme, asimilar, comprender todo lo que me sucedía me llevó un instante de lucidez y de terror inusitado. Todo se volvió claro y oscuro en mi mente, había nacido al amor a través de aquella mujer, a un amor implacable, tumultuoso, capaz de romper barreras, de saltarse todas las leyes, un amor fiero y certero, y ella, amaba a mi marido.


Pintura: Mujer delante de la pecera de H. Matisse.

lunes, 21 de junio de 2010

El secreto

Mi tía abuela murió anoche. Mi hermana me llamó desde buena mañana para contármelo. Mientras hablaba me di cuenta que en el jardín ya habían florecido las adelfas y que un jilguero revoloteaba de rama en rama. No atendí muy bien a lo último que me dijo, algo sobre la fecha del entierro, creo, la volveré a llamar más tarde. Luego he desayunado recordando la última vez que la vi en la cama de un hospital. Estaba triste y abstraída, como sólo ella sabía estarlo. Pienso si era su forma de ser tan delicada y sin querer molestar a nadie lo que le impedía decirnos a todos que nos la llevásemos a casa a morir tranquila. Recordé con exactitud lo último que me dijo y pensé si aquello no había cambiado en cierta manera mi concepción de la vida. Mientras desayunaba en el jardín y oía débilmente el cantar del jilguero entre las ramas pensé que si no había querido, en cierta manera, que yo fuera la depositaria de su secreto.

Mirando sus manos rugosas, sus venas recorriendo la piel tan pálida le dije espantado la sombra de la muerte de sus ojos que me casaba y me iba a vivir fuera. Entonces me miró fijamente a los ojos, conocía aquella mirada que me indagaba, que buscaba más allá de mis palabras. No dijo nada, permaneció un instante en silencio como si reflexionase o buscase en el pozo profundo de los recuerdos. ¿Te habla al corazón? Me dijo al fin.

Sonreí, me alcé de hombros, qué quieres decir, claro que lo quiero, respondí. No dijo nada, su rostro brillante, pétreo, la piel ya convertida en cera o en cuero definitivamente como una máscara antigua, hacía tiempo que había dejado de desear o querer nada.. No te pregunto si lo quieres o no, me dijo al fin, apoyando su blanca y arrugada mano sobre la mía, sólo si te habla al corazón. Esto es muy diferente. Entonce le pedí que me explicase la diferencia al iguall que le pedía un cuento de pequeña.

Asintió, le costaba respirar entrecerró los ojos y comenzó.

Me casé con mi difunto marido enamorada, al menos eso creía, era un buen hombre, atento, discreto, inteligente, cariñoso, y sobre todo, me quería con locura. Con él nunca supe lo que era la preocupación, ni tuve motivo de queja nunca. Me creía una mujer feliz, satisfecha con mi suerte, la vida no me había dado hijos pero, afortunadamente mi hermana tuvo tantos, que siempre tuve el cariño de sus hijos y especialmente, de sus nietos.Sin embargo, después de unos años de casada sentí que algo me faltaba, de alguna manera pensaba en mi fuero interno que la vida no era todo eso, o que, al menos para mí no podía ser sólo eso. Algo se me escapaba, no sabia qué ni donde, pero algo estaba esperando fuera y no atinaba a saber qué.

Lo descubrí una noche en un baile. Había estado toda la noche bailando, que si mi marido me dejaba, claro, eran otros tiempos, yo bailaba con quien me lo pedía, además a él no le gustaba bailar. Estaba radiante, por un momento me sentí algo mareada, y salí fuera al jardín dejándolo con el resto de los hombres. Caminé un trecho entre las flores del jardín, olía a rosas y lilas, nunca lo olvidaré. La noche era cálida y serena, me fui alejando del ruido, podía oír la música a lo lejos. Es extraño como algunos recuerdos son tan nítidos, podría decirte hasta la música que sonaba entonces; casi había llegado hasta el final del jardín, ya podía oír las olas de la playa más cercana al otro lado de la verja, cuando oí una voz, primero muy débil pero que, luego acabó imponiéndose a todos los demás sonidos. Me quedé allí sin moverme, sin saber qué hacer, no podía avanzar e interrumpir lo que parecía una conversación apasionada de dos amantes, pero tampoco quería irme, así que me quedé quieta, oyendo lo que la mujer decía y sintiéndome una intrusa.

El hombre que ame, decía, deberá quererme por encima de todo, con arrojo de cuerpo y mente, porque sólo así yo quiero y respeto, debe quererme más que a nada ni nadie, más que a los propios hijos, más que a sí mismo, que con su mirada me posea, que me haga sentir suya, porque yo sólo quiero sentirme suya, ser poseída desde la distancia, desde la cercanía, que me haga sentir la fuerza de sus lazos a cada paso, y pueda gritar que es mío, mio, como yo seré suya y de nadie más. No quiero ser decente ni buena, no quiero ser lo que se espera, porque yo no espero, yo arrebato, yo robo, y si es de otra y siento que él me habla al corazón ,no tendré ningún reparo en llevármelo porque sólo a mi me pertenece como yo a él.

La voz del hombre sonaba apagada, el viento la arrastraba y no podía oír sus quejas. Pero la voz de la mujer era clara y fuerte como las olas. Me quedé allí un rato más, luego sentí que se iban, me dí cuenta de que temblaba, mis piernas temblaban y no era de frío, sentí que mi corazón palpitaba.

Vi la sombra de una mujer de mi edad alejarse hacia la fiesta, caminaba presurosa, decidida. La seguí con la mirada, sus palabras aún retumbaban en mi cerebro, era como si naciese y viese mi propio nacimiento, como si alguien me hubiese dicho, de pronto, que el cielo era rojo y las flores azules, y yo lo creyese a ciencia cierta, porque la vida tomaba sentido para mí en esos colores y en esa forma. Aquella era mi voz en otra voz, eran esas mis palabras que podía haber dicho yo si hubiera sabido decirlas. Las palabras de aquella mujer me habían trastornado sin remedio, sentí que me hablaba de algo que hasta entonces, apenas había atisbado, pero que, sin embargo, no había vivido nunca y ahora se me desvelaba de repente. Me sentí asustada, frágil, pero con una determinación fija, mis piernas empezaron a caminar detrás de la desconocida. ( continurá)


Pintura: La habitación roja de H. Matisse.

jueves, 17 de junio de 2010

Vuelta a los clásicos

Harta, vacía, me quedo a veces de leer novelas, superfluas, aunque traten de una vida, vanas, aunque traten de una época. No acabé “El día de Watusi” del catalán Francisco Casavella. Podría decir porque no recomiendo esta novela, seiscientas páginas auto referenciadas, es decir, hablando de sí mismo, desde su infancia en la Barcelona de la democracia, ni porque no me gusta ese estilo de héroe marginal y provocador mezclado con un lenguaje machista, ni siquiera la perspectiva de crónica social que utiliza o la utilización continuada de frases simples, podría decir todo esto y más, pero sólo diré que lo abandono por tocho y aburrido, al parecer es la saga de dos libros más. Así que cansada de modernos, llámese a esto novelas premios Nadal, o premios los que sean de este siglo, y vuelvo a los clásicos que nunca fallan.

Para mi recuperación las buenas amigas me traen libros. Uno de ellos fue el de “Carta de una desconocida” un delicioso cuento, o novela corta del escritor Stefan Sweig, y “Mendel el de los libros” también del mismo autor.

La primera, como su nombre indica, es una carta de amor, de amor imposible que se expresa en la voz de una mujer que está a punto de morir y que decide enviársela al hombre que siempre quiso en secreto. En ella se narra con sencillez y desgarro la calidad de ese amor silencioso y nunca inalterado. El autor, describe con fina psicología el alma de una mujer enamorada, sus temores, con un halo de inocencia y entrega en esa heroína más del siglo XIX que del XX. La obra, que se lee de un tirón, sin perder ni un ápice de intensidad, el autor desgrana la esencia del amor sin espera. La segunda, relata la vida de un amante de los libros, ausente del mundo hasta que la barbarie y el absurdo de la guerra interrumpen en su vida.

Realmente cuidada la edición de Acantilado, el formato, el papel, el diseño; aún así no estaría mal que se revisase en la traducción algunos expresiones propias del catalán como el” Realmente ¿te sabes mal? En lugar del apropiado “¿ te importa?



martes, 15 de junio de 2010

La extranjera XV



Reconstrucción

Manos.
Proceso contra mí misma
Asesinar a la niña
Dentro de mí.
Ojos que me lapidaron.

Veredicto: recordar.
Sólo una duda:
¿me perdonaré?
Esa niña que me mira
que me cubre con las sábanas
acecha.
Y tú que no supiste salvarme
Me preguntarás:
¿qué hiciste y por qué?
y yo no sabré qué responderte
como si le hubiese pasado a otra.
Pero fue a mí.
Esas manos, esa boca
Viciada, sigue viniendo hacía mí.


Pintura : niña entrando en el baño de Sorolla

sábado, 12 de junio de 2010

Relaciones líquidas


El otro día vi una película que me gustó mucho “Tocar el cielo” al principio pensé que iba a ser la típica película argentina-española, sentimental y psicológica con tendencia a ser soporífera, pero era ya muy tarde, estaba muy cansada y decidí darle una oportunidad, de la cual no me arrepentí, porque, poco a poco me fui introduciéndome en la trama; acabando, finalmente, no sin lágrimas en los ojos, por alabar la consideración que el autor daba a las relaciones entre los personajes.

La historia ambientada entre Madrid y Buenos Aires trata sobre las distintos tipos de relaciones que se establecen entre las personas y que, muchas veces, son más amplias de lo que normalmente están codificadas. Así, aparecen hijos sin padres, mujeres que quieren ser madres por encima de todo, hombres que buscan padres, amigos que se quieren como amantes, maridos que son como amigos, mujeres que buscan amantes, relaciones fluidas y entrañables entre cada uno de los personajes.

Esta película, que recomiendo, me ha hecho pensar, (después de leer algunos post de Alson, yo misma, donde toca el tema, abiertamente una y de manera soslayada la otra,) si no son excesivamente inflexibles, las maneras en que, a veces, mantenemos relaciones con el resto. Si estamos de acuerdo, en que la amistad y el amor es líquido y fluido, sin límites ni medidas, por qué nos empeñamos en acotarlo en espacio y límites formales que nada tienen que ver con su naturaleza.

Pienso, si no es el miedo a la libertad, (considerando que éstas finaliza donde empieza el respeto y el daño a la otra persona) lo que nos lleva, muchas veces, a aceptar vínculos afectivos demasiado estrechos para nuestras miras.

Y si, nos basamos en que la historia de la relación familiar prexistente, al menos desde la época moderna, ha estado auspiciada por el poder como elemento de producción económica, es decir, una madre que se encargaría de criar a los hijos y un padre encargado de trabajar para el resto, debemos convenir que esta relación económica ha variado sensiblemente, ahora ambos salen a trabajar, apenas se crian hijos o la escuela son las nuevas guarderías por muchas horas. Pero, si esto ha cambiado, no lo ha hecho en igual medida, las relaciones familiares que han continuado en esencia con los mismos principios de: monogamia, exclusivismo y propiedad, produciéndose sólo cambios a nivel formal; es decir, (familias monoparental, homosexuales). Pero no en su verdadera esencia.

Esto me lleva a pensar si han sido las relaciones sexuales y no amatorias las que nos ha llevan a crear vínculos de unión. Sino pensemos en las muchas parejas que se separan cuando ya no hay enamoramiento o deseo sexual, pero si amor, ternura, respeto y buena convivencia. ¿Por qué deben separarse si el resto funciona bien? ¿No estamos sobrevalorando el sexo como fundamento de una relación? ¿Por qué no se puede amar a dos o tres personas a la vez o establecer otro tipo de convivencia? ¿Por qué escondemos nuestra necesidad de amar fuera del matrimonio? ¿Por qué no convivir tres personas que se aman?¿ Por qué tanto miedo a establecer vínculos de amor separado del sexo? ¿Por qué esa condena a quien goza de buena salud y tiene varios amantes? ¿No estaremos llamando amor cuando queremos decir sexo?


Pintura: Alegría de vivir de Matisse

jueves, 10 de junio de 2010

Llorar por un melocotón





Una semana y dos días de la operación. Salí bien, incluso contenta, me han puesto una corbata, decía a la gente. Siempre me gustaron las corbatas en las mujeres. Así lo llamó el médico, cogeremos de aquí yde aquí y le haremos una corbata a tu estómago para que no pasen más los ácidos al esófago y lo quemen. Cinco incisiones en el tórax cinco pequeñas cruces, según lenteja una especie de letra escarlata por pecadora, irreverente, atea, bruja, perdularia, iconoclasta y algunos adjetivos más que la Santa moral institucional me quiera aplicar.
Los primeros días fueron los peores, el dolor de cabeza de la anestesia fue lo que pieor llevé , luego, fue siendo llevadero: zumos, purés, batidos, purés, zumos, batidos, zumos, batidos, puré. Por ese orden monótono y cansino
Mujer si te vas a poner ahora en forma para el veranito.
Cara mía de asco, yo ya estoy en forma. Pero más. ¿Por qué no lo pruebas tú?
Y la vida sin el sabor de un solomillo, de una paella, de un sancocho, de un simple bocadillo, de una cervecita, fue perdiendo color, y calor, y se ha ido poniendo gris como este cielo que amaneció hoy.
Pero, a mal tiempo buena cara y como soy una entusiasta y enseguida me creo restablecida, me voy de paseo yo y mis quince grapas, al mercado a por verduras para mis pures. En los los estantes, rojas, llamativas la fruta del verano, fresas, cerezas, melocotones, sandía. Los compro todos, podré hacerme batidos con ellas al menos, cruje mi estómago. Cuando llego a casa y deshago las bolsas no puedo resistir comerme un delicioso y suave melocotón.
Y me ahogo, me estrangula la corbata, el esófago se cierra y me impide tomar aire, no puedo respirar, tomo agua, siento un bolo entre mi traquea y el esófago, bebo, creo que voy a ahogarme, bebo, abro la puerta de la calle, no sé qué hacer, a quién pedir ayuda. Un gato de mil colores me mira. ¿Será la última mirada que vea?
Poco a poco voy recobrando el aliento, la corbata se va aflojando lentamente. Me duele al tragar el agua.
Una vez que me he repuesto llamo al doctor, se pone la secretaria. Un momento, por favor. No, no puede comer fruta hasta pasado un mes. Le doy las gracias, cuelgo el teléfono y comienzo a llorar en silencio.


Pintura: la mujer que llora de Picasso.

martes, 8 de junio de 2010

La mujer manos pata sale de caza

En época de caza la mujer manos patas sale de su letargo. Es entonces cuando su naturaleza animal despierta a todo su esplendor.

Esta condición animal a la que la mujer manos pata llega frecuentemente, hace que ame fieramente, lobeznamente, cerrilmente, caballerosamente. Por ello, es consideradas por la especie humana como lobas, zorras, perras, panteras, lengua viperina y demás hembras activas de la especie.

A ella nada de esto le importa, los principios naturales por los que se rige nada tienen que ver con la moral casera que anda suelta.

Infiel como una escorpión y dulce como la gacela, anda la mujer manos patas gritando desde una roca en lo alto de la montaña, mientras, va tomando forma de bestia; dice que, aquél que abandona a su lado animal está condenado a herirse, y grita que todos somos huéspedes eventuales, en el mismo rango que los animales, en la tierra. Pero sólo escuchan las bestias que se saben de su misma naturaleza.

Indómita, la mujer manos pata le da por aullar a la luna por las noche o por a andar en la montaña a cuatro patas por puro gusto mientras se va de caza.

Cuando duerme, sujeta como está a su naturaleza animal, a veces se despierta en mitad de la noche poblada de pesadillas de animales presos en los zoológicos o aplastados en la carretera. Por lo que, si encontrase alguno de ellos a punto de ser ajusticiado o perdido en la carretera se lo llevará inmediatamente a casa sin mediar palabra, pues ella es la guardiana de las bestias

domingo, 6 de junio de 2010

La extranjera XIV

Navidad. La tarde cae y estás aquí sentada frente a la ventana abierta. Oigo las voces de mis hermanas y de mi madre abajo preparando la cena. A veces quisiera ir y mezclarme en su conversaciones banales, cercanas, pero algo se quiebra en mí.

Mi hermana se asoma al cuarto y me ve escribiendo.

- No eres feliz- me dice- te hace falta una así- dice separando sus manos.

Ahí queda reducida su filosofía, su percepción de mi, una “así” haría cambiar mi actitud y mi forma de pensar.

-Tú que sabes si tengo una- he dicho a bocajarro sin pensarlo.

-Será artificial. No es lo mismo.

Luego se ha ido, sin cerrar la puerta. Hoy no he llorado. He pasado el tiempo escribiendo y mirando el techo del cuarto. Mi madre me ha llamado para que baje a cenar. Nada más ver el banquete sobre la mesa me di cuenta de que no tenía hambre. Intenté evitar la mueca de desagrado ante los trozos de cabrito que me sirvió mi hermana mayor en el plato y que siempre me recordaban al primer animal que perdí, y que, horas después estaría sobre la mesa. Siempre ante la carne de cabrito vuelve la imagen de mí, corriendo por los sillones del recibidor, gritando desgarrada con el animal en brazos sin comprender por qué debía sacrificarse para la cena.

Aparté el plato y sentí de nuevo las miradas cayendo intermitente sobre mí, por turnos. La de mi madre desde el fondo de la mesa, la de mi padre, mis hermanos, mis cuñados formando todos ellos un cuadro jugadores de barajas, impertérritos

En el centro de la cocina hay aún otra mesa pequeña, la de los sobrinos adolescentes y la hermana pequeña con su amigo, retraído. Uno de ellos se acerca y me pregunta.

- tú cuando me regalas en Papá Noel o en Reyes.

- En Reyes- contesto.

Al otro lado de la cocina se oyen a los pequeños entrando y desapareciendo en las habitaciones.

- Prefiero comer otra cosa, ¿no hay gambas?- digo finalmente.

- Ponte de pie - me dice mi hermana mayor, no tienes buen aspecto, estás demacrada.

Me levanto con desgana, no digo nada.

- No me gusta esa malla, pareces un paje o un arlequín.

Vuelvo a sentarme sin decir nada. Pelo las gambas sin levantar la vista del plato. Un perro la husmea bajo de la mesa.

- ¿A dónde vas a ir luego?

- Al parque será. – respondo

- ¿A dónde va a ir ella si no? Responde rápida la madre- a los sitios donde ella se mete.

Pintura: Sol ardiente de junio de Frederic Leighton,

martes, 1 de junio de 2010

Último deseo


Días antes de morir decidí que iba a vivir intensamente. Por lo que ideé un plan sofisticado de placeres a mi medida. Mi defunción se iba a producir a mitad de mi vida por lo que tampoco podía quejarme. Había vivido intensamente, había viajado, había amado, habías sido amada, y había hecho la mayoría de las cosas, que una persona de mi edad, tan sólo desea pero y yo sin embargo, las había llevado a cabo. No podía quejarme. Eso fue lo que les dije a mis asombrados compañeros de trabajo cuando el viernes por la tarde me despedí de ellos. Algunos me abrazaron sorprendidos, otros me desearon suerte, tan sólo yo sabía que la suerte estaba ya echada. Lo curioso de todo aquello era que no veía mi muerte como una desgracia ni como una tragedia sino como algo tan natural como el día después de la noche o el arco iris después de la lluvia.
Además contaba con todo un puente, justo hasta el martes por la tarde, fecha exacta de mi defunción en la mesa de operación de un hospital, para despedirme por todo lo alto. Para ello había organizado un plan de vivencias febriles, en torno al goce de los sentidos. Había dispuesto, no sin cierta meticulosidad, poco propia de mi carácter un elaborado propósito.
Lo primero que hice al presentir mi muerte inminente fue preguntarme a mi misma cuál era mi último deseo y, no pude más que decirme, que lo único que deseaba era tener un romance. Uhm, me dije, difícil, a cierta edad, cuarenta y cinco recién cumplidos, no se encontraba uno a alguien en disposición a ser objeto de romance tan fácilmente. Aún así, aquél era mi último deseo y debía facilitármelo. Probé en algunos lugares de ambiente, pero la rapidez de la entrega y el poco esfuerzo que requería me llevaron a una rápida decepción. Necesitaba mayores escollos, necesita el placer de la conquista, el deleite de la zozobra, la cadencia de las palabras. Una buena amiga me recomendó utilizar Internet, todo el mundo lo hacía ya, me dijo, es más fácil y tiene su morbo.
Me puse a ello, mi amiga me ayudó en estas tareas en las que me sentía muy ajena. Exigí ser sincera, nadie lo era, me respondió. Yo sí, no quiero hacer creer a nadie lo que no es. En el fondo no quería que nadie me quisiese, para qué, si me iba a morir. Me sorprendió ver que algunas mujeres acudían solícitas a mi llamada de un romance para un fin de semana. Elegí a tres de ellas. La primera, a la que llamaremos la indecisa, era dulce y pasional, la segunda independiente y decidida, y la tercera, lejana y misteriosa. Sucedía todo tal como lo imaginé y cuanto más se acercaba el día de nuestro único encuentro, más se acercaba el día de mi muerte.
Los días pasaron deprisa, me sentía fuera de mí, en ese estado de arrobamiento y suspensión que da todos los síntomas del enamoramiento, aún el ficticio, el intercambio de fotos, las llamadas a media noche, la impaciencia del encuentro. Pero sobre todo, el dulce placer de la demora, los subterfugios, las elipsis, encubriendo una soterrada carga de pasión y deseo. No obstante, con cada una de ellas fui sincera, y así lo manifesté, todo debía ser eventual y transitorio, ésa era la condición, no debían existir ni compromisos ni ataduras. La cita se llevaría a cabo en un terreno intermedio, en un restaurante, conversaríamos y si, por ambas partes surgía la llama del deseo nada nos detendría a culminar el encuentro.
Dicen que uno sólo se lleva puesto lo que vive, y juro que, esa emoción del primer encuentro vale para el resto. Pero como dice bien el refrán, el hombre propone y dios dispone. La dulce indecisa, haciendo honor a su nombre, no apareció. Entre ayes y perdones me explicó que no estaba sola, lo sentía, pero se había dado cuenta de que aquel encuentro le podría suponer más de lo que quería. En efecto, ya me lo había dicho mi amiga, todas mienten.
Afortunadamente, la independiente y segura apareció al siguiente día, tan nerviosa como yo misma, era afable y sabía que estaba dispuesta, sin embargo, tan sólo charlamos distendidamente, como viejas amigas que se reencuentran. Pero, ¡yo no quería una amiga¡ Quería romance, por lo que es fácil deducir que la llama de la pasión no surgió, al menos en mi. Después de comer, nos despedimos y nos encaminamos cada una hacia su casa.
Es misma tarde, mi hermana me llamó para recordarme que debía quedarme con mis sobrinas. Mierda, me había olvidado de aquello, tan absorta estaba en mis propósitos. Era mi penúltimo día de vida. Me resigné a aquél contratiempo, mi hermana trabajaba hasta el día siguiente. Me dirigí a buscarlas a su casa, las voces de las niñas gritaron desde el telefonillo, nos vamos a la playa, les dije. Te quiero me dice la pequeña niña perro, llamada así por su afán de imitar el comportamiento de los perros, nada más llegar. La miro desconfiada, porqué le pregunto, porque sí, responde. Dime porqué le obligo a darme una respuesta, olvidándome de sus cuatro años. Porque eres guapa responde. Uhmm, ella sí que sabe conquistarme.
Me sumergí en el agua por última vez agradeciéndole al mar tan buenos momentos. En el camino nos detuvimos en una gasolinera a comprar golosinas. Cuando vi aquella paleta roja, dulce pensé que hacia días que estaba deseando una de ésas, compré tres, extremadamente dulces, nos tiramos unas fotos lamiendo la paleta roja de azúcar, pensé que finalmente todo se desenvolvía como tenía que ser. La tarde se fue entre risas, cantamos canciones, hicimos el tiburón y el barco en la bañera, me acordé de mis hermanas mayores, en si yo había hecho lo mismo con ellas, en lo que se parecía la niña perro a mi; y pensé, finalmente, que el destino me había preparado esa inocente tarde de lunes festivo porque en algún lugar, si existe ese lugar para los muertos, quizás, me hubiese remordido la conciencia por no haber pasado mi penúltimo día con ellas.
A las diez de la noche, el ruido de sus respiraciones dormidas inundaba la casa. En absoluto silencio llegué a la conclusión de que morirse debía ser algo así, algo tranquilo y sin grandes cambios. El teléfono sonó, sólo una vez, la esperaba, era la tercera mujer. Hablamos en voz baja, como si estuviésemos en la antesala o entrando en una iglesia. Mientras la oía, supe que con ella todo hubiese sido distinto, su voz invitaba a un romance dulce y cálido, sus palabras inteligentes a una solidez de años. Ella hubiese sido, pero yo ya no tenía tiempo y ella estaba demasiado lejos.
Mañana después de la operación te llamó me dijo antes de despedirse, sin saber que ya no oiría más su voz, sin imaginar que a partir de ahora nada sería ya posible. Me fui a la cama, serena y cansada, apagué la luz, sabía que en breves minutos me dormiría, mañana martes, ni te cases, pero me embarcaba, a un viaje desconocido. Sentí los párpados pesados y el sueño que me invadía, me gustaban los martes guerreros, a fin de cuentas me dije, la muerte era sólo eso.

Pintura: crepúsculo de Maunet