martes, 29 de diciembre de 2009

Gente con la que me gustaría hablar en Madrid



Cuatro caminos. Madrid.
En el Carrefour me detengo a observar a la cajera. Su belleza sobresale como un diamante sobre el resto. Su piel es morena, sus labios perfilados del color de la uva o del higo, el pelo azabache cayéndole sobre los hombros. Sus rasgos amerindios me hacen pensar en una diosa azteca, sobre todo su gesto adusto, sereno. No mira a nadie, concentrada en su trabajo, impasible al mundo y a mis ojos arrobados. Pasa los artículos, uno tras otro, tras un leve clic que sólo la hace más digna, sumergida como está en la tarea monótona.
Mira que mujer tan hermosa, le digo, a M. Su mirada indecisa me hace dudar. De pronto, me doy cuenta, sus manos, su pecho raso. Es un hombre. Sin embargo, esto no reduce su belleza sino aumenta su misterio y su tragedia.
En la calle Reina Victoria hay un vagabundo que vive en el portal de unas oficinas. Debajo del letrero de “se alquila” tiene él su casa, su barco, su nave. Allí permanece cada día bajo el sol, bajo el frío. No pide, como si todo lo que tuviese en esos cuatro cartones le valiesen. Tan sólo permanece allí, sentado, de una forma tan distinguida como he visto a pocos estar sentados. Desde su barco nos mira, impasible, sin mirarnos, como si nada le afectase ya, como si los raros fuésemos nosotros.
En ese pequeño cubículo tiene su cama, su carro de la compra repleto de bolsas, sus estantes de cartones. Miro a este hombre de gorro de ala, de barba blanca y negra de escritor ruso que peina cuidadosamente con un peine pequeño y marrón, lo miro al pasar como una ladrona que roba instantes, absorbida por los pensamientos que no oigo de este hombre de ojos negros intensísimos, que mira sin ver y hace de su vida un escaparate que nos muestra.
Si pudiera, si me atreviera hablaría con la cajera azteca del Carrefour o con el vagabundo de la calle Reina Victoria.
Pero no me atrevo, y ellos permanecen en silencio, cómo sólo lo saben hacer las estatuas y las fieras.
Cada día paso su lado, entro en el supermercado, y apenas puedo levantar la vista de sus manos ágiles como águilas. Sólo los miro, no digo nada. Nunca esperé a que los dioses se detuvieran a hablar con una simple mortal.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Un cuento sin clichés



Érase una vez un hombre. He de confesar que tuve serías dudas acerca de si debía comenzar este cuento con “Érase una vez una mujer” pero, finalmente, desistí al llegar a la firme convicción de que, en primer lugar algunos de mis lectores no seguirían adelante y, lo que es más importante, el cambio de género presupondría en la mente de muchos de ustedes un relato tendente al sentimentalismo y/o a la expresión de sentimientos íntimos que no venían al caso.
Por lo que, desestimé que fuese una mujer la protagonista del mismo, ni tampoco un adolescente o un joven, ambos todavía con preocupaciones propias de la edad y de identidades que preferí, al menos en este relato, sortear.
Así que, lo que tenemos delante es un hombre, de mediana edad, de condición social media-baja. Nada de la clase alta o burguesa, que se me escapa a mi entendimiento y que suele tender fácilmente a la depresión o a la depravación. Un simple hombre, un peón de obra, casado, con dos hijos en edad escolar, una mujer, una hipoteca y un canario.
Un hombre, pues, muy normal, sin grandes sueños ni ambiciones, y lo que es mejor aún, sin grandes preocupaciones. Lo que se podría denominar un hombre práctico, que trabaja, que llega a la casa y besa a los hijos, que toma una cerveza fría frente a la tele y que cada año en su mes de vacaciones viaja invariablemente a la playa, para sentarse en la misma terraza al sol mientras se repite que eso debe ser la felicidad.
Pero un día, ah, siempre tiene que llegar un día, ése día, precisamente el que lo cambiará todo, el que abrirá un brecha, el que nos colocará indefectiblemente en una dirección emborronada con dos caminos o más por tomar, llega.
Y llega cuando el contratista junto con su jefe de obra reúne a todos los trabajadores y les comunica que se va a producirse una regulación de empleo. Todos entienden por el tono que eso implica despidos, ya no pueden pagar a los proveedores, dice el contratista. La crisis les ha llegado a ellos también.
Nuestro hombre, llamémosle, Abel, sueña esa noche con que es él uno de los afectados, y así sucede. Él, junto con cincuenta, más es despedido esa misma semana. Abel entra en un estado de angustia que antes jamás conoció, imagina su futuro en un instante, la cara de su mujer, sus hijos llorando, a sí mismo mendigando o lo que es peor, rogando una prórroga al director del banco. Se siente culpable, miserable, derrotado.
No necesita decir nada cuando llega a la casa, su gesto desenfadado se ha convertido en una máscara pétrea. La mujer, llamémosla Adela no sabe qué decir, jamás ha visto a su marido en tal estado de postración.
Adela, gracias a un carácter resuelto, se sobrepone enseguida. Le anima a que se tome un descanso y que luego busque por otros lados, con el paro y con su trabajo de media jornada irán tirando. Sólo hay que reducir gastos, apretarse el cinturón, ya verás como salimos a delante, le dice.
Pero Abel no se recupera, sale a la calle sin rumbo fijo, el camino a la oficina del desempleo es tortuoso y amargo. De pronto la vida ha dejado de tener sentido, a su mente vienen escenas desgarradas. Se hunde en la tristeza, se avergüenza de sí mismo, ya ni siquiera entra al bar para no consumir. Mide el tiempo en el dinero que se va, en el sueldo que no tiene. Pasa las noches en claro, y los días en oscuro, a veces, piensa en la muerte y no siente nada.
Entonces, siempre hay un entonces que rompe el continuo, que engarza las piezas o desbroza el camino, su hijo enferma gravemente. Los médicos no aciertan a saber qué le ocurre. Abel desespera en la habitación del hospital. Nunca ha rezado pero ahora lo hace, con verdadero ahínco, con las manos muy juntas.
No me quejaré de nada, pero no te lo lleves, le dice con el gesto constreñido de dolor. Prometo no quejarme nunca más de mi suerte. Abel entiende que no hay nada peor que perder a su hijo, todo se vuelve insustancial e indiferente frente a la pérdida de su vástago más querido.
Finalmente, el hijo se recupera, no es cuestión de ser cruel, a fin de cuentas, esto es un cuento de Navidad. Abel debe cumplir su promesa. Ese mismo lunes se apunta en un curso de reciclaje en la oficina de empleo y otro de informática.
Al final de la tarde decide ir a buscar a su mujer a la salida del trabajo. Compra un pastel de chocolate y un ramo de flores, de camino hacia el trabajo de ella se sienta en un banco del parque. Ha salido un rayo de sol entre los árboles. Abel, piensa que, a pesar de todo, la vida vale la pena vivirla. La felicidad, se dice ya no será nunca más la misma que creyó entonces, pero piensa que, ésta que vendrá nueva, será más profunda y verdadera puesto que se la va a ganar a pulso.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Norte y Sur



Dos lecturas: Una de un escritor sueco Henning Mankel “Antes de que hiele “y otra de un escritor suramericano: JC Onetti. ¿Hace el paisaje, el contexto, la escritura? ¿Conforma la idiosincrasia la manera de escribir?
Dos modos de escribir opuesto. El sueco: sencillez, linealidad, historias simples contadas en una prosa reposada que se deja leer. Historia de policías buenos y asesinos malos. Sin sorpresas, conocemos al asesino desde el principio, sin sobresaltos, lectura pausada, como ese paisaje nevado de Suecia.
Onetti “Juntacadáveres” prosa compleja, poética, llena de sutiles ramificaciones, palabras cargadas de significaciones como una nube cargada de lluvia.
Complejidad del relato. Un pueblo Santa María, un prostíbulo, los anónimos empiezan a llegar. ¿Quien los envía? ¿Qué se oculta bajo las amenazas?
La narrativa del norte es sobria como el carácter de sus gentes. La prosa de Menkel es externa, contundente. Los personajes, no dejan de ser esquemas, sin profundidades ni aristas. A veces, los hilos del argumento se deshacen, lo salva una escritura sólida como lo puede ser el pulso de un oficinista.
Sin embargo, la narrativa del sur es barroca, ambivalente, tortuosa. El gran Onetti nos ofrece una obra, interior, caótica, caligrama y calidoscopio de voces, juego de tiempo presente y pasado. No hay personajes planos. El hombre no es blanco o negro. Cada uno lleva un demonio dentro. Su prosa, como su poesía está hecha “digámoslo así, con lo que nos falta, con lo que no tenemos”.
Todo esto es teoría, hipótesis mía, por supuesto, a decir verdad, qué se yo del norte si aquí no bajan las temperaturas de 23 grados aunque llueva.
Últimamente, se impone la novelística del norte. Los editoriales han descubierto el filón de la lectura fácil, sin complicaciones, que no precisa la complicidad del lector, más allá de obsequiar al autor con sostener libro en las manos y dejarse llevar.
La complejidad, sin embargo, no encuentra lectores. Queremos saber a qué nos enfrentamos. Perderse entre las páginas como en un laberinto o en una selva no vende. El norte se impone con la simplicidad como bandera.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Adoro las navidades y todas sus consecuencias



No. No soy religiosa, ni creyente. Ni creo, ni dejo de creer, simplemente no me interesa. A pesar de esto, me gustan las Navidades, simplemente porque es un motivo más de celebración, como los carnavales (muchos más divertidos éstos, por supuesto, la gente encima se disfraza y se muestra tal cual es)
¡Qué le vamos a hacer tengo un alma fiestera¡
Siempre me asombro cuando oigo a alguien decir: “no me gustan las navidades” es como si alguien me dijera “no me gusta el chocolate” Pero ¿Por qué? Pregunto desarmada intentando saber los extraños motivos de que no les guste comer como un rey, reunirse con los amigos, compañeros y familia, y desear buenos deseos a todo el mundo.
¡Como es alguien capaz de no apreciar una fantástica ocasión para reunirnos toda la familia en la mesa mientras, nos sacamos los ojos después de la segunda copa¡
¡Qué hermosos momentos aquellos donde esperábamos anhelante de ver quienes eran los contrincantes este año, quien soltaba el exabrupto más inesperado entre risas y aguijones, con una dulce maldad familiar que flotaba en el aire.
En mi familia practicábamos mucho este deporte, cada vez menos, la familia se va disgregando en pequeños núcleos donde me pierdo y dudo de que, tan noble atributo familiar, se transmita. Es por esto por lo que últimamente prefiero celebrar la Navidad en Madrid, con mi otra familia. Aunque reconozco que eso de ver la nieve y leer en la chimenea no tiene parangón, echo de menos aquellos antiguos aguijones navideños.
Sin embargo, últimamente, mis suegros y mi cuñada han descubierto el filón que puede resultar mi lengua viperina, y esperan con más placer que llegue para andarme azuzando para que me meta con el cuñado insoportable. Y yo, por supuesto, encantada, de realizar tan encomiable encargo.
Ayer celebramos en el instituto la comida de Navidad. Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien. Cuando acabó la última clase preparamos la gran mesa en la sala de profesores. Tenía un leve dolor de cabeza y sólo quería irme. Me dije, después de la comida y de los regalos del “amigos invisible”,y me voy discretamente. Pero ya se sabe, uno comienza mojando el pico, se entusiasma y acaba bailando sobre la mesa de la sala de profesores con el jefe de estudios.
Creo que finalmente hemos desacralizado el centro y hecho un buen grupo de compañeros. Hemos sacado del ropero (léase, armario, en la península) a algunos compañeros, hemos bailado y bebido hasta echar al director del centro y hemos organizado una murga para los carnavales. Culpables: la de PT (pedagogía terapéutica), el de historia, el de matemáticas, el de alemán, la de tecnología, la de francés, la orientadora y dos de lengua. Pero como todavía hay marcha en el cuerpo, nos llevamos las botellas del centro y continuamos la fiesta en casa de un compañero. A esas horas vamos quedando: dos de lengua, el de historia, uno de matemáticas (el dueño de la casa) la de tecnología y el conserje.
Doce de la noche, la gente se va yendo, sobre todo porque los controles en la carretera se acentúan a partir de esta hora. Quedamos finalmente: el de matemáticas y yo de lengua. Si es que por algo somos las asignaturas instrumentales. Abrazos, risas, confesiones, buen ambiente entre compañeros y quien sabe si futuros amigos.
Eso sí. Hoy no estoy para nadie. No sé ni como puedo escribir esto. Pero aún quedan mucha Navidad y tengo que ir reponiéndome.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Residencia Rojas

La clínica Rojas está situada en lo alto de una cima rodeada de verdes montañas. Antiguamente fue un hotel de reposo o balneario adonde acudían enfermos del pulmón procedentes, en su mayor parte de la península, en busca del calor curativo de la isla. A mediados de S. XX fue a dar a manos del doctor Rojas, quien lo compró después de recibir una importante herencia familiar, pasando a convertirse en lo que es ahora: una clínica de enfermos mentales.

Bien es cierto que, si en aquellos años escaseaban las clínicas de enfermos mentales y disminuidos psíquicos en la isla, peor parte la recibían las residencias de ancianos, casi inexistentes en aquella época, siendo la mayoría de éstos acogidos por alguna institución religiosa hasta el día de su muerte.

El Dr. Rojas, joven idealista de mirada franca y sonrisa abierta y psiquiatra de profesión, convencido de la utilidad de una clínica para enfermos mentales en aquél lugar, no dudó en invertir toda su herencia en la compra de dicho balneario. Sin embargo, lo que el doctor Rojas no imaginó nunca fue que la clínica de reposo se convirtiría por necesidad sus moradores y la conmiseración de su bondadosa persona en el paradero de enfermos y pobres sin sustento. En realidad, y para desquicie de la mujer del Dr. Rojas, clientes que de verdad pagaran su estancia habían pocos y, en su mayoría, eran procedentes de familias acomodadas de la península, por lo que su estancia era relativamente breve.

Así pues, la mayoría de los clientes eran recogidos por el mismo doctor Rojas de las calles o procedentes de algunas familias sin recursos.

Olguita era una de éstos. Llevaba tantos años en la residencia que había pasado a formar parte esencial de la misma. El doctor la había recogido siendo una niña y había permanecido en la clínica mucho tiempo después de morir sus padres y únicos familiares, quedándose ya a vivir en la residencia.

Fue ella quien vino a recibirme con su bata blanca de enfermera y su dilatada sonrisa el primer día que entré allí,y fue el doctor Rojas quien me puso al corriente de que, Olguita, como todos la llamaban, había sido una antigua paciente. Padece el síndrome de down, me dijo mientras paseaba por el jardín, pero no te preocupes porque no es una enfermedad como algunos creen, sino un simple trastorno genético. Es, a pesar de todo, la mejor de mis enfermeras, la más devota y eficiente. Y era cierto, durante las largas noches de insomne era a ella a quien veía en la sombra cogiendo mis manos con su manita rugosa y blanda.

Olguita, llevada por el amor que profesaba al doctor Rojas había aprendido el oficio para estar de esta forma al lado de su idolatrado. Junto con ella, Julio, era de los más veteranos en la residencia. Julio,vivía y compartía parte de la torre , en lo alto de la Residencia. Fue él mismo quien me explicó que, no teniendo ningún sitio adonde volver después de su recuperación, el propio Rojas le había ofrecido quedarse a trabajar allí. También estaba Pancho el sordomudo que había pasado a ser bedel a tiempo completo.

Ni que decir tiene, que ninguno de ellos cobraba más que su sustento y la estancia en la Residencia del doctor Rojas. Los demás, eran jóvenes eventuales que entraban y salían tan pronto se daban cuenta de que el sueldo era poco y los enfermos muchos.

A éstos se unía la familia del doctor Rojas, quien acudía de manera habitual a pasar el fin de semana en aquella apacible residencia. Eran los niños quienes más disfrutaban de las ya descarnadas pistas de tenis o de las eternas horas al sol en la piscina, bajo la mirada apacible y alegre de los enfermos.

Por mi parte, ingresé en la Residencia del doctor Rojas en la Navidad del 86. El hombre con el que me iba a casar había muerto dos meses atrás y había entrado una profunda depresión. Me negaba a hablar, dormía todo el tiempo que podía y pasaba el resto del día como un alma en pena, esperando que la muerte me llevara con ella. Fue mi madre quien, sin ninguna resistencia por mi parte, me llevó hasta aquella residencia de desahuciados. El doctor, un hombre de baja estatura, mirada franca y una abundante barba, me recetó lo siguiente: un cuaderno de tapas duras de color rojo y amarillentas hojas blancas al que le faltaban las primeras hojas, además de, la obligación de salir a tomar paseos por el jardín y los alrededores acompañada de mi enfermera.

Poco a poco me fui acostumbrado a aquel extraño tratamiento; cortos paseos con Olguita de la mano y de vuelta a mi hotel a escribir, en ocasiones tan sólo una palabra o un color. Una tarde mi especial enferma y yo dimos un paseo más largo de lo habitual, desacostumbrada como estaba a caminar tanto, me senté al borde de un camino sobre un gran montículo.

Puedes escribir en el cuaderno si quieres, me dijo. Inconscientemente debí ir tocándome todo el tiempo el bolsillo donde guardaba el cuaderno. No sé porqué me lo había llevado conmigo. Habitualmente si escribía algo, lo hacía al volver a mi cuarto. La miré, no sabía que ella conociera la existencia de mi cuaderno. Miré sus ojos y supe que esperaba que lo sacara. Así lo hice. Abrí las primeras páginas y posé mis dedos por el interior del cuaderno. Allí estaba mi letra menuda e irregular como cruces o árboles quemados. Me detuve a mirar con interés aquellos restos de hojas,como migas de pan en el camino que alguien había escrito una vez y que luego, había arrancado para siempre. Alguien, antes que yo, a quien había pertenecido el cuaderno rojo. Me quedé pensando un momento en quién sería. Mientras, una fina brisa del mar me hizo recordar que el otoño se avecinaba.


martes, 15 de diciembre de 2009

El fin y los medios


Entre las execrables ocupaciones de un profesor de lengua está la tarea de leer libros juveniles. De esta manera comprobamos si, a su vez, los alumnos los leen. Por lo que, a esta indigesta tarea se añade la de ser policía de lectura. Todo ello con un elogiable propósito: motivar e incentivar la lectura en los estudiantes. La piedra filosofal de la enseñanza. Esto me lleva a pensar si de verdad el fin justifica los medios.
No es extraño pues, que a estas alturas del curso, padezca una pesada indigestión de libros de literatura juvenil, donde, mayoritariamente, la calidad literaria es inexistente. Y es que, tanto los autores como los editores tienen el erróneo concepto de que por ser sus destinatarios adolescente (siempre se olvidan de los sufridos profesores) la calidad es lo de menos.
A esta gran abundancia de libros juveniles infumables se une la necesidad de las editoriales de editar libros juveniles a mansalva, como quien hace rosquillas, ayudados por nosotros, docentes, quienes comulgando con ruedas de molino, exigimos a los alumnos, es decir a los padres, la compra de estos libros .
En derribar este molino me empeñé con mis compañeros de departamento e insistí en la necesidad de lectura de libros de clásicos o juveniles con algún rasgo de poseer el tan noble título de literatura. Pero mis compañeros, más versados en la materia y con mayor experiencia que yo, me rebatían esta idea con un argumento infalible: los alumnos no los leen y, lo importante es fomentar la lectura. De nuevo, el fin justifica los medios.
Intenté cambiar la perspectiva, no sería que no los leen porque no comprenden lo que leen, no será el problema más básico aún. Recordé mis lecturas juveniles, empecé por los tebeos, continué por Emilio Salgari, los cinco, y luego me atiborré de Corín Tellado. Sin embargo, recuerdo con admiración y cariño a ese profesor que me enseñó a amar a Juan Ramón Jiménez y Platero, a la Celestina o al Árbol de la Ciencia de Baroja. Y reconozco que si este profesor, (José Luís, gomero, estés donde estés, mil gracias) no me hubiese conducido hasta la buena literatura, hoy seguramente seguiría leyendo la saga de novelas románticas y best sellers.
Así que, harta de Los armanios negros de Gisber, El príncipe de la niebla de Zafón, todos los Jordi y Fabra del mundo, y toda la caterva de literatura juvenil que he debido leerme en este trimestre, estoy por la labor de hacer huelga de lectura.
Porque, no es que salgan de esta experiencia pidiéndome a gritos que les entregue más lectura, sino, salvo Crepúsculo de Meyer, que merece atención aparte, casi todos ellos me transmiten el aburrimiento que les produce dichas lecturas. No es de extrañar que me sienta en la disidencia cuando les cuelo un cuento de Cortazar o un poema de Gamoneda o Panero.

domingo, 13 de diciembre de 2009

El hombre y la noche



Don Casimiro metió las manos en el abrigo y observó la plaza. Detenido en la acera observaba como la gente deambulaba de un lugar a otro sabiendo exactamente a donde dirigir sus pasos. No así él, quien de pronto había olvidado por qué había salido del bar y a dónde podía ir a esas horas. Don Casimiro se había tomado una copa de vino en la taberna del gato, había hablado dos palabras con el camarero de siempre, que andaba más ocupado que de costumbre y había permanecido durante toda la hora mudo ante una copa de vino de Ribera. Luego, se había despidió del camarero con un saludo sonoro y había salido al gélido frío de la plaza.
En ese instante estaba ahora. En medio de la acera viendo a la gente marchar con un firme propósito. Salvo él. que lo miraba todo y nada, sin saber bien qué hacer a continuación. D. Casimiro andaba desde hacía ya seis meses como perdido, se le olvidaba con frecuencia lo que iba a hacer o el propósito del siguiente paso. Su mujer siempre había estado allí para saber con exactitud qué es lo que se tenía que hacer a cada momento.
Don Casimiro nunca pensó que la muerte de su mujer lo dejaría en aquél estado inimaginable de inconsistencia y vacuidad en que se desenvolvían las horas. Todo había sido tan de repente, de pronto aquella extraña enfermedad que siempre le tocaba a los otros menos a él y, en menos de nada, completamente solo.
Habían pasado ya seis meses de aquello pero nada había parecía mejorar. Aún había noches en que todavía podía sentirla después de la cena, cuando se sentaba delante del televisor y caía adormilado en los anuncios. Entonces, un sonido lo sobresaltaba y por un instante, creía pensar que su mujer andaba por allí, trasteando en la cocina, como hacía a aquellas horas. Se hundía en esos momentos en un estado de bienestar ligero y trémulo como un sueño de mediodía, luego, caía en la cuenta de que Doña Gema, mi gemita, como él la llamaba, nunca más volvería.
Ahora, delante del elegante bar del gato viendo la multitud pasear en un rumbo que se le antojaba apresurado se preguntaba qué es lo que sugeriría su señora estando en vida. Tomaría alguna cena ligera en el gallego o continuarían el paseo hasta la plaza Mayor. En este pensamiento vacilante estaba cuando se detuvo a observar a la mujer que miraba a las alturas en medio del torbellino de gente.
El hombre en un gesto de amabilidad y aburrimiento se acercó a la desconocida. Perdone, comenzó, la he visto a usted algo despistada, busca alguna dirección. La mujer lo miró sorprendida. Sí, respondió, no estoy segura de si esta es la plaza de Santa Ana.
- Ésta misma es- respondió el hombre saliendo por un instante del estado de apatía.
- ¿Y el café del gato?- dijo la voz cantarina de la mujer.
- Aquí delante lo tiene usted- sonrió el anciano. ¿Ha quedado usted con alguien?- Se atrevió a decir. El hombre quedó sorprendido de su propia audacia. De dónde salía aquella osadía, era acaso aburrimiento, los ojos pícaros y sonrientes de la mujer que lo miraba, o su propia desesperación. La mujer alzó los hombros.
- Si y no- respondió.
- Pues, si usted quisiera, sin compromiso, la puedo invitar a una copa. Sin ninguna intención, por supuesto.
Por qué decía aquello. Él era un hombre decente. Jamás había conocido a otra mujer que no fuera su difunta Gema. Y no es porque no le hubiesen faltado proposiciones, que un hombre, ingeniero de caminos como él, y no mal parecido más de una ocasión en la vida se le había presentado.
La mujer de abrigo negro le sonreía con aire divertido. Me llamo Teresa, se presentó la mujer. De pronto, el hombre sintió que era extraño y dulce el acento de aquella desconocida.
Entraron en el bar, el hombre retiró la silla donde ella se sentó. Don Casimiro ya era otro hombre, ufano y contento. Levantó la mano para pedir al camarero de siempre dos vinos. En el calor del bar el hombre y la mujer conversaron de todo un poco. Sobre todo, Don Casimiro, le habló de su mujer, de los hijos y los nietos, de la época pasada, de política, yluego, inevitablemente, de soledad, de la vida que se acaba y de la amistad que se va con la muerte, de los largos días de no hacer nada, o de no saber a donde ir, ni de qué sentido darle a todo.
La mujer reía y le animaba, alababa su gusto y su caballerosidad, ya no hay hombres como los de antes, le decía. Todavía si quiere puede dar mucho de sí, le dijo enigmática. Salieron a cenar a un restaurante cercano, el gallego, donde habitualmente iba a cenar con su mujer.
Don Casimiro estaba feliz, aquella mujer era maravillosa, sonreía como los ángeles, parecía tan interesada por su vida. Al anciano le parecía cada minuto más jovial y atractiva. Cuando la mujer se deshizo del abrigo en el restaurante, el hombre pensó que tenía un cuerpo de diosa, un pecho hecho para el amor. Sintió un irrefrenable impulso de decirle palabras hermosas y de besarla, pero sólo le dijo que era hermosa, en un osado atrevimiento que le hizo enrojecer. La mujer soltó una carcajada que flotó en el restaurante unos instante, luego apretó su mano dulcemente. Qué pensaría su señora esposa de aquello, le preguntó maliciosa la mujer. Don Casimiro sonrió satisfecho. Al finalizar la cena y en medio del licor se atrevió a decirle.
- Sólo con un beso de usted me conformaría.
- Y ¿Por qué sólo?
Don Casimiro abrió mucho los ojos. Cuanto más miraba a la desconocida más atractiva la encontraba. Definitivamente la vida era hermosa, la vida, ahora lo sabía valía la pena, aunque sólo fuera por esos momentos. Se sentía el hombre más feliz de la tierra. Acaso no lo miraba el camarero con envidia.
- Si le dijera- comenzó la mujer sonriendo- que su vida depende de la decisión que usted tome. esta noche. Si le preguntase si a cambio de pasar una noche conmigo usted me daría su vida ¿Lo haría?
- Sí, por supuesto. – Se apresuró a decir D. Casimiro, sin reflexionar.
- Piénselo, es una especie de trato. Su vida por una noche conmigo.
- Sí.- volvió a responder el hombre inflamado de amor y deseo por aquella desconocida.
La noche había caído de pronto en la gran ciudad. No nevaba pero iba a hacerlo de un momento a otro. Unos jóvenes ruidosos entraron en el restaurante cuando ellos salieron. La mujer se agarro al brazo del hombre. Ella era apenas un poco más alta que él. Los vendedores ambulantes exponían sus mercancías en la plaza. Todos iban y venían siguiendo una dirección fija. Nadie se fijó en aquella extraña pareja que atravesaba silenciosa la plaza y se introducía en la boca del metro.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Las hormigas


Una vez soñé con un hormiguero de donde salían una multitud de hormigas. Al principio parecían menudas e inofensivas pero, según se me acercaban, iban adquiriendo proporciones considerables llegando a convertirse en grandes tarántulas. Se aproximaban en cadenas, uniformadas, persistentes. Mientras tanto mi cuerpo permanecía anclado a la tierra, paralizado e inmóvil .

Las hormigas, por el contrario, no paraban un segundo, venían a mí con la firme predisposición de devorarme. Esta pesadilla me persiguió durante días. Años después, se convirtió en real.

La alarma suena y yo debo atravesar la selva llena de animales, hacerme paso entre la jungla. Sé que no puedo utilizar el machete. Mientras simulo avanzar con paso firme, extraigo la llave de la guarida. La marabunta me espera acechante. Algunas emiten sonidos ensordecedores, frotan sus patas con un chirrido estridente, mordiéndose y golpeándose entre sí. Yo intento no oír nada u oír todo a la vez.

Abro la puerta, después de probar con varias llaves y me dirijo a mi trono de barro. Las hormigas se esparcen tumultuosas y enfebrecidas en sus asientos. Algunas permanecen adheridas a mí y me arañan con sus patitas.

- seño ¿yo voy a aprobar?

- No lo sé.

- Pero necesito saberlo.

- ¿Seño, le puedo dar el trabajo de grupo mañana?

- No.

- Señor, si le doy en pen usted lo ve en su casa que en este ordenador no se ve.

- Siéntense, por favor. Ahora hablamos.

- Pero señor, ¿Puedo aprobar?

Las hormigas parecen revolucionarse al olor de la guarida. Se pelean por su puesto y emiten un murmullo estertóreo y agudo que retumba en mi cerebro. Siempre hay una reina que chilla más que otra.

- Laura, por favor- le digo a la hormiga reina.

- Pero que no soy yo.

- ¿Seño, va decir las notas ahora?

- No.

- La tiene cogida conmigo.

- Profe, tenemos que hablar. – me dice la hormiga negra.

- Ahora no Alan.

- Es verdad, ella no fue.

- ¿Pero qué nota puedo tener?

- Sienténsen por favor. Hasta que no estén todos sentados no reparto los exámenes.

- Seño, ¿Va a repartir los exámenes?

- Seño, ¿puedo aprobar?.

La marabunta comienza a sentarse. Grito agudo de una hormiga enana.

- Alonso- la próxima vez te vas al castillo iluminado.

Risas.

- Seño, por qué llama “castillo iluminado” al cuarto de penados.

- Porque allí se les deberían iluminar las ideas.

Las hormigas en batallón no escuchan, son insistentes, inquietas y excitables como ante un terrón de azúcar. En grupo pueden ser mortíferas.

- Seño, yo no puedo tener esta nota.

- Pues la tienes.

- Seño, pero no me puede regalar un puntito.

- Yo no soy papá Noel. Se quieren callar, de una vez.

¡Ay cuándo las hormigas conozcan el poder de la organización¡

Hay que ser jilgueros, le digo, hay que alzarse por encima del suelo y volar alto. Hay que despegarse de la tierra y mirar lejos.

- Pero yo estudié, seño.

- Sí, pero no todo es estudiar.

La liebre viene a mí.

- soy la que mejor escribe, la que menos faltas tengo.

- Y la más lista seguramente, pero la que menos trabajas.

- Pero no es justo.

- ¿Quién dijo que la vida es justa? Esta evaluación te tocó ser tortuga. A lo mejor en la próxima serás liebre.

La alarma me salva de ser deglutida por las hormigas. Pienso en mi delirio mientras espero a la próxima marabunta. ¿Es que quizá me he convertido en un oso hormiguero y por eso cada vez vienen más hormigas a mí? Sin duda es esto. Pero ¿Dios mío, en qué animal debo convertirme?

martes, 8 de diciembre de 2009

Perdida




Me he perdido en la última perla del atlántico. Donde las calles son aún de arena. Donde las únicas ocupaciones son mirar las gaviotas pescar y oír el ruído del silencio. La gente es amable y primitiva. No hay coches, sólo algunos jeep para cargar la mercancia del barco o hacer alguna excursión a una playa aún más desierta. Nada que no sea básico, sólo la inmensidad del cielo y del mar.¿Sabrías decirme dónde estoy?





martes, 1 de diciembre de 2009

Innovar o morir



La profesión del docente exige entre otras capacidades la de ser innovador, esto requiere hacer un esfuerzo diario por estar al día sobre las nuevas propuestas educativas. Si nuestra sociedad avanza cada día a grandes zancadas el sistema educativo no puede ni debe quedarse en la retaguardia. Somos nosotros, los docentes, los encargados de conocer y llevar a la práctica nuevas propuestas que se adapten a los nuevos alumnos. No podemos seguir anclado en el pasado ni aferrarnos a antiguas prácticas que dan escasos resultados. El elevado número de fracaso escolar en nuestro país y el gran volumen de abandono escolar, el 29,9 por ciento frente a Europa, un 15 por ciento, nos debe llevar a reflexionar sobre lo que sucede e innovar para el cambio.

Dejando de lado las actúales políticas educativas, ocupadas en reducir los presupuestos en educación como remedio contra la crisis, centrémonos en lo que podemos hacer nosotros como agentes preocupados por arreglar esta situación.

Primera consideración a tener en cuenta: Nuestros alumnos, nativos digitales, según la definición de F.Garcia, han nacido en una cultura digital, visual e interactiva, esto les ha condicionado y configurado un modelo de pensamiento distinto al nuestro, migrantes digitales. Los profesores aún, los más interesados y avanzados en el uso de la tecnología, sin embargo, hemos nacido en un entorno libresco por lo que nuestra forma de adquirir los conocimientos difiere radicalmente de éstos.

Nuestros discentes por pertenecer a esta cultura digital y tecnológica posee unos rasgos completamente distintos a los estudiantes de hace 30 años. Alguna de las ventajas de estos nuevos alumnos son: poseen una atención más diversificada, pueden realizar varias tareas de forma simultánea, tienen la inteligencia visual muy desarrollada. Sin embargo, no son pocas las desventajas: no disciernen la opinión de la información aparecida en Internet dando a ambas el mismo valor, poseen escasa capacidad de reflexión y crítica a la hora de reflexionar sobre sus propias actitudes y conductas.

Segunda consideración: La información que reciben está organizada de una manera distinta a la convencional por ende no podemos seguir utilizando los mismos medios para transmitir los conocimientos, se hace pues necesario un cambio de metodología y de contenidos.

Desde esta perspectiva, los medios tecnológicos son una herramienta importantísima para llevar a cabo el cambio, pero debemos saber que el hecho de utilizar las TICs en el aula no supone un cambio de modelo, hará falta un cambio de metodología y de estrategia educativa. Los medios tecnológicos no innovan son las personas quienes lo hacen.

En el Congreso de Educared celebrado los días 26, 27 y 28 de noviembre en Madrid se ahondaron en éstas y otras premisas, exponiéndose algunas experiencias educativas que demuestra todo lo que se está haciendo y se puede llegar hacer en el entorno 2.0.

Algunos países, como Brasil, país invitado, demostró como mediante los medios tecnológicos implementados en la escuela se están consiguiendo altas cuotas de adhesión del alumnado. Allí se habló de la necesaria flexibilidad de currículum o currículo web para adaptarlos a la nueva era, de las redes sociales como recurso para comunicarnos con los alumnos, etc Conocí a la creadora de un juegos de realidad alternativa con fines educativos que ha obtenido gran éxito, wordwithoutoil.com

En resumen, altamente satisfactoria la experiencia y muy enriquecedora no sólo por lo el interés suscitado por los temas en discusión sino por la curiosidad y el entusiasmo mostrado por los docentes que allí estábamos.