Julia se despierta en un cuarto de un hotel:
apenas una línea de luz en la persiana, duerme boca boca abajo, el pelo le
cubre media cara, abre un ojo, teme levantarse, sabe que le espera el
vacío. Aún hay olor a sudor en sus sábanas y tiene la boca seca; siente el alcohol
entre los dientes. Otra noche más de volver al hotel acompañada, o sola, sin
saber qué busca en la calle, en los cuerpos, en las copas. Sólo sabe que busca
porque la desazón la corroe, la inquietud sin respuesta como la carcoma cada
día. Escarba y encuentra, pero no lo que quiere: sólo
cuerpo, conversaciones banales, gente tan desesperada como ella. Julia añora un tiempo que no sabe si tuvo. Por eso coge el paquete de tabaco con las
manos como garras, enciende un cigarrillo nada más posar los pies en la
alfombra mullida, y se mira los
muslos antes de volver la vista al cuarto vacío. Recuerda el olor a perfume en las sábanas. Ya olvidó
el nombre de la mujer que estuvo en su cama, o fue un hombre, no recuerda,
quizás fueron los dos, ¡vaya pasada! Julia sonríe por no llorar mientras aspira con rabia, como fuma desde hace
tiempo; fuma y bebe y folla, y no
hace otra cosa desde que acaba la semana en el bar y baja a la ciudad, y luego
vuelve.
Mira al móvil apagado en la mesilla , ningún
testigo de su noche, no le debe a nada nadie, sólo ella y sus consecuencias; por eso apaga con fruición el
primer tabaco y se va a la ducha mientras piensa en que tiene que pasar por
casa de su madre, comer, recoger ropa, dejarle dinero, y volver de nuevo al
pueblo donde la espera su novia, o su amiga o lo que sea, que vive con ella, que no sabe nada ni lo sabrá, porque la
vida es así y ella ya se cansó de fingir que puede ser alguien normal. Es mi sino, me gustan demasiado las
mujeres, le dirá a su amiga a modo de excusa. Pero no es eso, pero tampoco sabe
lo que es lo que la lleva a hacer lo mismo cada semana. No piensa en ella nunca
cuando lo hace, sólo lo hace, no sabe si la quiere, le gusta que esté allí
cuando llega cansada después de horas de borrachos, de conversaciones insulsas,
de pies como agujas, de horas que pasan sin esperanzas. No la quiere, pero
tampoco desea perderla, es bueno abrazarse en la cama, sentirse querida, sin
explicarse nunca del todo cómo la sigue aguantando. Sabe que es cuestión de
tiempo que se entere de lo que todo el mundo sabe: que no va a cambiar, que no
dejará de atravesar la noche como una loba desierta, que acabará en aquel
hotel, o en otro junto a la playa, como ahora, sin recordar el nombre de la
última, o el último… ¡Qué más da! Con el que quiso acompañar su soledad y
acallar las voces en su cabeza.
Fuma otro cigarrillo. Aún mojada se pasea por el
cuarto, pensando si encender el teléfono
o tener unos minutos más de libertad, de estar sola con su culpa y su
desahogo, con su rabia y su despecho. Como aquella vez, recuerda siempre, justo
el día después, como después de que él la obligara en el cuarto de sus padres,
cuando aún no sabía qué era lo que los hombres querían, y le dio dinero y
helado para que no hablara con los padres, y calló para siempre, más por rabia
que por pena; calló porque se le
habían acabado todas las palabras, se le había incendiado la boca, se le habían
caído todos los pilares y todas los columnas. Se había abierto un agujero en la ciudad desierta, y su madre era un títere y su
padre un espantapájaros en medio de un campo de trigo. Por eso salía a la ciudad, desde
que podía, su día libre, a las calles, al trafico, al calor del alcohol y de
los solitarios en la noche. Y el hotel, que fuera planta baja porque odiaba las
altura, el vértigo, la punción siempre del abismo y de ver como una premonición
su cuerpo cayendo, descendiendo como un pájaro herido. Aparta ese pensamiento
como siempre que le acecha. Se viste despacio, enciende el tercer cigarro de la
mañana, o del medio día ya, y sale del hotel donde estaba a salvo, donde ella imponía
las normas. Intenta en vano recordar con quien vino. Enciende el móvil, prepara las excusas, responde a su
madre, a los proveedores, llama a su novia que piensa que está con su madre. Se
siente mal, sucia, incorregible, como siempre que vuelve del hotel, como
siempre que paga las copas a una desconocida, y la cena, y deciden subir a la
habitación, y se sumerge en su cuerpo, y se deja ir aunque sepa que no es eso,
pero ya es tarde cuando lo piensa. Y se ducha, se viste y abandona la
habitación de hotel en penumbras, como aquella vez en el cuarto de sus padres
después de que su hermano la hubiese dejado, manchada de esperma, con el
billete en la mano, con la amenaza
velada, con la mancha en las bragas, con la terrible incertidumbre de que
aquello era eso, lo que todos buscan, lo que ella busca y no encuentra, en todas
las habitaciones oscuras, en todos los cuartos de hotel cada semana.