lunes, 30 de abril de 2018

HABITACIÓN 505

Julia se despierta en un cuarto de un hotel: apenas una línea de luz en la persiana, duerme boca boca abajo, el pelo le cubre media cara, abre un ojo, teme levantarse, sabe  que le espera  el vacío. Aún hay olor a sudor en sus sábanas y tiene la boca seca; siente el alcohol entre los dientes. Otra noche más de volver al hotel acompañada, o sola, sin saber qué busca en la calle, en los cuerpos, en las copas. Sólo sabe que busca porque la desazón la corroe, la inquietud sin respuesta como la carcoma cada día. Escarba y encuentra, pero no lo que quiere: sólo cuerpo, conversaciones banales, gente tan   desesperada como  ella. Julia añora un tiempo que no sabe si tuvo. Por  eso coge el paquete de tabaco con las manos como garras, enciende un cigarrillo nada más posar los pies en la alfombra mullida,  y se mira los muslos antes de volver la vista al cuarto vacío. Recuerda  el olor a perfume en las sábanas. Ya olvidó el nombre de la mujer que estuvo en su cama, o fue un hombre, no recuerda, quizás fueron los dos, ¡vaya pasada! Julia sonríe  por no llorar mientras aspira con rabia, como fuma desde hace tiempo;  fuma y bebe y folla, y no hace otra cosa desde que acaba la semana en el bar y baja a la ciudad, y luego vuelve.  
Mira al móvil apagado en la mesilla , ningún testigo de su noche, no le debe a nada nadie,  sólo ella y sus consecuencias; por eso apaga con fruición el primer tabaco y se va a la ducha mientras piensa en que tiene que pasar por casa de su madre, comer, recoger ropa, dejarle dinero, y volver de nuevo al pueblo donde la espera su novia, o su amiga o lo que sea,  que vive con ella,  que no sabe nada ni lo sabrá, porque la vida es así y ella ya se cansó de fingir que puede ser alguien normal.  Es mi sino, me gustan demasiado las mujeres, le dirá a su amiga a modo de excusa. Pero no es eso, pero tampoco sabe lo que es lo que la lleva a hacer lo mismo cada semana. No piensa en ella nunca cuando lo hace, sólo lo hace, no sabe si la quiere, le gusta que esté allí cuando llega cansada después de horas de borrachos, de conversaciones insulsas, de pies como agujas, de horas que pasan sin esperanzas. No la quiere, pero tampoco desea perderla, es bueno abrazarse en la cama, sentirse querida, sin explicarse nunca del todo cómo la sigue aguantando. Sabe que es cuestión de tiempo que se entere de lo que todo el mundo sabe: que no va a cambiar, que no dejará de atravesar la noche como una loba desierta, que acabará en aquel hotel, o en otro junto a la playa, como ahora, sin recordar el nombre de la última, o el último… ¡Qué más da! Con el que quiso acompañar su soledad y acallar las voces en su cabeza.

Fuma otro cigarrillo. Aún mojada se pasea por el cuarto, pensando si encender el teléfono  o tener unos minutos más de libertad, de estar sola con su culpa y su desahogo, con su rabia y su despecho. Como aquella vez, recuerda siempre, justo el día después, como después de que él la obligara en el cuarto de sus padres, cuando aún no sabía qué era lo que los hombres querían, y le dio dinero y helado para que no hablara con los padres, y calló para siempre, más por rabia que por pena;  calló porque se le habían acabado todas las palabras, se le había incendiado la boca, se le habían caído todos los pilares y todas los columnas. Se  había abierto un agujero en la ciudad  desierta, y su madre era un títere y su padre un espantapájaros en medio de un campo de trigo.   Por eso salía a la ciudad, desde que podía, su día libre, a las calles, al trafico, al calor del alcohol y de los solitarios en la noche. Y el hotel, que fuera planta baja porque odiaba las altura, el vértigo, la punción siempre del abismo y de ver como una premonición su cuerpo cayendo, descendiendo como un pájaro herido. Aparta ese pensamiento como siempre que le acecha. Se viste despacio, enciende el tercer cigarro de la mañana, o del medio día ya, y sale del hotel donde estaba a salvo, donde ella imponía las normas. Intenta en vano recordar con quien vino. Enciende el móvil,  prepara las excusas, responde a su madre, a los proveedores, llama a su novia que piensa que está con su madre. Se siente mal, sucia, incorregible, como siempre que vuelve del hotel, como siempre que paga las copas a una desconocida, y la cena, y deciden subir a la habitación, y se sumerge en su cuerpo, y se deja ir aunque sepa que no es eso, pero ya es tarde cuando lo piensa. Y se ducha, se viste y abandona la habitación de hotel en penumbras, como aquella vez en el cuarto de sus padres después de que su hermano la hubiese dejado, manchada de esperma, con el billete en la mano,  con la amenaza velada, con la mancha en las bragas, con la terrible incertidumbre de que aquello era eso, lo que todos buscan, lo que ella busca y no encuentra, en todas las habitaciones oscuras, en todos los cuartos de hotel cada semana.