jueves, 29 de mayo de 2014

La promesa




Yo no creí merecerte
eras tan brutalmente inocente
Con ese pudor infantil
que me desarmaba
 Y me hacía quererte
más desesperadamente
Y tu,
 pequeña,
apenas nacida para el amor
 ofreciéndote a mí
como un fruto prohibido
 Y jugoso.
Si hubieses sido, tú,
 hace veinte años
Tú,
antes de que tuviese tanto miedo
a sentir
no sería lo que soy
y tal vez 
me quisieras  como yo a ti
porque sabes que  yo te esperaría
hasta  que volvieras y crecieras
y  vivieras mil batallas y derrotas
 Y la vida te devolviera el gesto amargo
que acompaña
a tantos años vividos
Si tú me quisieras
como yo a ti
 me quedaría  aquí
 en el mismo sitio
Sabiendo ya que no habría podido
 hacer nada por salvarte
Del rictus amargo de la vida
ahora
que  el miedo te detiene
al verte  frente a mi
con  tantos años
No vividos
Vengo a decirte que me voy
Me voy como el que huye del dolor o
de su  propio miedo
En realidad,
ya me fui hace mucho tiempo
sólo por saber si alguien  

esperaba mi regreso.

sábado, 24 de mayo de 2014

diálogo con la escultura

 La mujer, en ropa interior y alzada sobre unos tacones rojos que resaltan frente al color de la piedra blanca, sostiene un cubo en la cabeza donde están escritas, como fosas lapidarias, las palabras “Estabilidad rectitud equilibrio detención solidez”.
La mujer, parece soportar el peso de este ideario impuesto que debe cargar sobre su cabeza. La manos abiertas en el momento en que, quizás, su cuerpo oscila en el espacio sosteniéndolo. Su rostro infantil de labios rojos, apenas muestra más detalle que un lazo. Los ojos, semicerrados y ausente parecen reconcentrados en sostener la carga  y no perder el equilibrio. Debajo de sus pies, hay otro cubo donde reza: “El cubo es el símbolo de la estabilidad completa pero también de la materialidad”
La mujer púber, no está totalmente desnuda sino que cubre su cuerpo núbil de pechos pequeños y el sexo infantil, con una casta ropa interior como si debiera ocultar su inocencia. La contención, frente al violento deseo sexual,  representado por los zapatos rojos de tacón sobre los que se sostiene.
La escultura nos refleja así, el ideario masculino y al
mercantilismo en que se ha convertido la imagen impuesta a la mujer, obligada por los cánones actuales, a sobrellevar la carga de una moral anclada en lo visual y estético.
 La materia con la que construye la escultora y sobre la que reposa su pensamiento es el barro, lo acaricia, amasa,  talla, cincela, bruñe, como una piel hasta modelar y dar forma a la idea: La niña puta sosteniendo el peso de una sociedad ajena y alienante.

La artista nos muestra así como, el arte, la escultura, en este caso, puede denunciar la opresiva situación de la mujer actual sometida a cánones patriarcales y consumistas.

Escultura de Ana Lilia Martín
http://www.analiliamartin.com
https://m.facebook.com/story.php?story_fbid=10203158172508730&id=1639974349

lunes, 19 de mayo de 2014

Inabarcable deseo



Te deseo
Nado entre tus aguas
Bajo el peso de este deseo violento
Inabarcable, infinito.
Los contornos de mi cuerpo como espuma
desgranada en la arena.
Y el mar reventando en la orilla.
Te busco
Con los pies,
con los manos
 con los besos
Porque el deseo es una ola
 enredándose en sí misma.

Peces azules que anidan en cuevas marinas
 agua viva
incandescencia de tus formas
incontenibles
El flujo y reflujo
de tu voz
Adentrándose en el mar

Y los ojos
y las bocas
y los brazos
Que  buscan y no saben qué buscan
Porque mi deseo
Como el mar
no puede ser abarcado nunca
Ni por tus brazos
Ni por tu sexo
Ni por tu boca

Mi cuerpo, naufrago de ti
Te busca
Y no sabe cómo
Y se hunde y se ahoga
Anegada en ti
sin rumbo

barca errante que te surca.

jueves, 8 de mayo de 2014

Vidas truncadas

De qué escribes cuando escribes, me pregunta él. Y no sé bien qué responderle ni por qué lo hago. Acaso para curarme o para sacar fuera los fantasma que rondan por mi casa. Es inútil. Siempre están aquí, conmigo, acompañándome. No sé cuando empezó. Mis recuerdos son dispersos y torpes, como los de un naufrago en medio de una isla. Quizás, fue cuando empecé a  trabajar para el gobierno como técnico de medidas judiciales. Mi trabajo consistía en visitar y tutorizar a jóvenes descarriados que habían comenzado a delinquir. Tenía que ir de un lado a otro de la isla, acudir a sus casas y comprobar que cumplían la medida de libertad vigilada que le había impuesto el juez. La mayoría de las veces, mi labor era meramente disuasoria, convercerlos de que, un error más, sólo uno, y acabarían con sus huesos en una cárcel. La mayoría de ellos, aceptaban sin problemas matricularse en algún ciclo formativo o en las listas del desempleo, aunque sólo fuera para cubrir el expediente.
Era, a fin de cuentas, un trabajo tan inútil como cualquier otro, Y yo, era apenas el eslabón  de una cadena de lo que vendría, inevitablemente, después. La mayoría de ellos no hacía más que seguir la tradición familiar: delinquir era sólo una alternativa para ayudar en la maltrecha economía familiar. ¿Quién los podía juzgar?  Yo, no. En su gran mayoría eran chicos que procedían de los polígonos y barrios marginales de la ciudad, o de los últimos rincones olvidados de la isla. No era un mal trabajo, si se miraba bien, me permitía organizarme como quería y pasar muchas horas en la carretera conduciendo, de una casa a otra, de un  lugar a otro de la isla.
No era un mal trabajo para cualquiera, excepto para mí, que había llegado a la peligrosa convicción de que yo hubiese podido ser cualquiera de ellos. Cuestión de suerte. Y no es porque yo fuese más amiga de lo ajeno que ninguno, no, sino porque, como ellos mismos, sé que habría hecho lo que fuera para sobrevivir o alimentar a los míos. 
De eso ha pasado ya muchos años, pero a veces vuelven a mi memoria esos chicos perdidos como el dolor de un brazo amputado, que sigue ahí, doliéndote, aunque no ya no esté. Duélele tu a él, me decía mi padre cuando le iba con un golpe. Pero cómo podía dolerle a esto. Ese era mi problema. Me dolía demasiado la vida.
Poco después, entré a trabajar en un centro de menores y fue aún peor. Allí estaban de nuevo los mismos, y otros, y muchos más. Y todos, y cada uno de ellos, me dolían. Me acuerdo de Marian, pecosa, menuda, pelirroja como el fuego. Tenía casi nueve meses de embarazo y no llegaba aún a los catorce. Siempre me pedía que la acompáñese un poco más en su celda hasta que se quedara dormida. Como podía negarme sin saltarme las normas. Agarraba su manita mientra se iba quedando dormida, la veía respirar y su vientre abultado subía y bajaba. Me preguntaba que sería de aquel niño, si acabaría igual que su madre durmiendo en una celda anónima. Algunos meses después supe que el bebé había muerto al poco de nacer. Marian, seguramente adormecida por el exceso de porros, se había quedado dormida sobre él  y el bebé  había muerto asfixiado.
Darío sigue acudiendo a mí en algunas noche de insomnio. Se que nunca podré olvidarlo. Era diabético, pequeño, feo, listo y astuto como él solo. Un superviviente. Su historia de abandono y fracaso ocupaba un grueso volumen que ya nadie leía. Recuerdo la noche que lo acompañé en su celda de aislamiento en el duro trance que es estar sin más compañía que un colchón frío y cuatros paredes pintadas con sangre. Me saltaba de nuevos las normas. Darío, era duro el cabrón, había aprendido a escurrirse como una anguila. Si estaba en el centro era sólo porque él quería estarlo y porque aquellos muros y sus colegas de oficio era lo más parecido que había conocido a un hogar. Me caía bien aquel chico. Me senté en el borde de la cama de hierro y le hice compañía mientras cenaba en una bandeja de plástico, en un plato de plástico, con cubiertos de plástico. Por su enfermedad, debía pincharse cada día dos y tres veces, tal vez, por eso, resultaba más pequeño aún. Allí, encogido sobre la cama en cuclillas, abrazándose las piernas y rodeándola, me contaba. El segurita nos había cerrado la celda detrás de él. Yo estaba sentada en la cama, pues no había otro sitio en la celda donde apoyarse, y con la espalda pegada a aquella sucia pared escrita por cientos de chicos anteriores, lo escuchaba. Allí  me contó, de la forma más natural de mundo, cómo había matado a un hombre