jueves, 8 de mayo de 2014

Vidas truncadas

De qué escribes cuando escribes, me pregunta él. Y no sé bien qué responderle ni por qué lo hago. Acaso para curarme o para sacar fuera los fantasma que rondan por mi casa. Es inútil. Siempre están aquí, conmigo, acompañándome. No sé cuando empezó. Mis recuerdos son dispersos y torpes, como los de un naufrago en medio de una isla. Quizás, fue cuando empecé a  trabajar para el gobierno como técnico de medidas judiciales. Mi trabajo consistía en visitar y tutorizar a jóvenes descarriados que habían comenzado a delinquir. Tenía que ir de un lado a otro de la isla, acudir a sus casas y comprobar que cumplían la medida de libertad vigilada que le había impuesto el juez. La mayoría de las veces, mi labor era meramente disuasoria, convercerlos de que, un error más, sólo uno, y acabarían con sus huesos en una cárcel. La mayoría de ellos, aceptaban sin problemas matricularse en algún ciclo formativo o en las listas del desempleo, aunque sólo fuera para cubrir el expediente.
Era, a fin de cuentas, un trabajo tan inútil como cualquier otro, Y yo, era apenas el eslabón  de una cadena de lo que vendría, inevitablemente, después. La mayoría de ellos no hacía más que seguir la tradición familiar: delinquir era sólo una alternativa para ayudar en la maltrecha economía familiar. ¿Quién los podía juzgar?  Yo, no. En su gran mayoría eran chicos que procedían de los polígonos y barrios marginales de la ciudad, o de los últimos rincones olvidados de la isla. No era un mal trabajo, si se miraba bien, me permitía organizarme como quería y pasar muchas horas en la carretera conduciendo, de una casa a otra, de un  lugar a otro de la isla.
No era un mal trabajo para cualquiera, excepto para mí, que había llegado a la peligrosa convicción de que yo hubiese podido ser cualquiera de ellos. Cuestión de suerte. Y no es porque yo fuese más amiga de lo ajeno que ninguno, no, sino porque, como ellos mismos, sé que habría hecho lo que fuera para sobrevivir o alimentar a los míos. 
De eso ha pasado ya muchos años, pero a veces vuelven a mi memoria esos chicos perdidos como el dolor de un brazo amputado, que sigue ahí, doliéndote, aunque no ya no esté. Duélele tu a él, me decía mi padre cuando le iba con un golpe. Pero cómo podía dolerle a esto. Ese era mi problema. Me dolía demasiado la vida.
Poco después, entré a trabajar en un centro de menores y fue aún peor. Allí estaban de nuevo los mismos, y otros, y muchos más. Y todos, y cada uno de ellos, me dolían. Me acuerdo de Marian, pecosa, menuda, pelirroja como el fuego. Tenía casi nueve meses de embarazo y no llegaba aún a los catorce. Siempre me pedía que la acompáñese un poco más en su celda hasta que se quedara dormida. Como podía negarme sin saltarme las normas. Agarraba su manita mientra se iba quedando dormida, la veía respirar y su vientre abultado subía y bajaba. Me preguntaba que sería de aquel niño, si acabaría igual que su madre durmiendo en una celda anónima. Algunos meses después supe que el bebé había muerto al poco de nacer. Marian, seguramente adormecida por el exceso de porros, se había quedado dormida sobre él  y el bebé  había muerto asfixiado.
Darío sigue acudiendo a mí en algunas noche de insomnio. Se que nunca podré olvidarlo. Era diabético, pequeño, feo, listo y astuto como él solo. Un superviviente. Su historia de abandono y fracaso ocupaba un grueso volumen que ya nadie leía. Recuerdo la noche que lo acompañé en su celda de aislamiento en el duro trance que es estar sin más compañía que un colchón frío y cuatros paredes pintadas con sangre. Me saltaba de nuevos las normas. Darío, era duro el cabrón, había aprendido a escurrirse como una anguila. Si estaba en el centro era sólo porque él quería estarlo y porque aquellos muros y sus colegas de oficio era lo más parecido que había conocido a un hogar. Me caía bien aquel chico. Me senté en el borde de la cama de hierro y le hice compañía mientras cenaba en una bandeja de plástico, en un plato de plástico, con cubiertos de plástico. Por su enfermedad, debía pincharse cada día dos y tres veces, tal vez, por eso, resultaba más pequeño aún. Allí, encogido sobre la cama en cuclillas, abrazándose las piernas y rodeándola, me contaba. El segurita nos había cerrado la celda detrás de él. Yo estaba sentada en la cama, pues no había otro sitio en la celda donde apoyarse, y con la espalda pegada a aquella sucia pared escrita por cientos de chicos anteriores, lo escuchaba. Allí  me contó, de la forma más natural de mundo, cómo había matado a un hombre

4 comentarios:

mjromero dijo...

Duro y a la vez con una mirada y una voz llenas de ternura.

TORO SALVAJE dijo...

Trabajé varios años en temas de menores.
Tanto de protección como de reforma.
De todos los que pasaron por centros de reforma creo que no se salvó nadie de llegar a la cárcel en el futuro.
De los que pasaron por centros de protección hay de todo. Algunos tuvieron suerte y fueron adoptados por familias más o menos equilibradas, otros no tuvieron tanta suerte y cuando fueron mayores de edad les esperaba la puta calle o con suerte algún piso donde buscar una tregua con la vida durante un tiempo.
Niños rotos en todos los casos.

Besos.

LaCuarent dijo...

Es que hay trabajos que desgarran almas sensibles incapaces de hacer que no duela la vida

Como siempre fantástico relato cielo
besitos

Anónimo dijo...

Otra vez muy bien narrado y más punzante de lo que parece.