Ayer fui a visitar a mi viejo profesor de literatura. Hacía más de veinte
años que no lo veía. Y es que de vuelta a la isla, después de todo este tiempo,
si de algo estaba segura, era de querer volver a verlo.
José Luis, mi viejo profesor de literatura es una de esas personas, estoy
segura de ello, que dejan huella en los demás porque, de alguna manera, dejan
su impronta con lo que hicieron o dijeron en un momento determinado. Este viejo
maestro, retirado ya, fue siempre para mí un referente de lo que debía ser un
buen profesor. Si he intentado emular alguien en mi práctica docente ha sido a
este viejo profesor de literatura que se apasionaba con los textos clásicos,
nos hacía dramatizar y representar las escena, desentrañar el significado
oculto de los poemas hasta el infinito.
Pero su labor no se quedó ahí, sino que supo ser también un educador
cercano a los alumnos. Por aquel entonces,
yo era una Lolita perdida en un mar de dudas y él fue el consejero justo, la mano amiga a la que me pude
agarrar para no caerme.
Como no sentirme en deuda con él, cómo agradecer a toda esa gente que un día
se cruza en nuestro camino y nos muestra que no estamos solos, que pese a todo,
siempre hay una luz al fondo del camino.
Haciéndolo. Y ayer tuve esa oportunidad.
Ayer le di las gracias a mi viejo
profesor por todo lo que me había dado en esos años de instituto, por haber
introducido en mí el veneno de la literatura, por haber apreciado mis escritos,
y sobre todo, porque gracias a la
literatura, podía decirlo ahora, seguía viva.
Se lo dije sentado en el sofá junto
a su mujer y sentí que sus ojos se humedecían de emoción. Estábamos de nuevo
juntos, después de tantos años, yo convertida
en una mujer madura y él en el mismo de siempre. Hablamos de nuestras vidas y sobre todo de
educación, de la necesidad de estar siempre en la avanzadilla, innovando, de transmitir
el espíritu crítico, de los cambios que
se habían producido. Hablaba con la pasión del enamorado de su trabajo. Me gustó
reconocer que su coquetería indeleble con los años, su chaleco negro de dandi,
su pañuelo de seda al cuello.
Me gustó comprobar cómo el tiempo acorta las distancias que nunca
existieron entre dos espíritus que se asemejan. Sin embargo, el seguirá siendo
siempre el maestro y yo la estudiante aventajada.