Odio volar. Aún así vuelo una media de seis a ocho veces al mes, lo cual no es poco para alguien que se define como esencialmente terrestre. Porque, veamos, si dios o quien fuese hubiese querido que volásemos, nos habría dotado de alas, y esto no es así. Por lo tanto volar, en cierto sentido, es ir contra natura, contra las leyes humanas, contra el sentido común: por lo tanto, es lógico que mi cuerpo y mis sentidos se rebelen contra esto. Es antinatural.
Odio además toda la parafernalia previa que conlleva, las esperas en esa especie de burbuja apátrida y sin nombre, deshacerme de la chaqueta, del cinturón, del reloj, de los zapatos. Bolsa para los pies. No gracias. Pasar por el escáner. Seguro da cáncer. Mostrar por tercera vez mi DNI. Buen viaje. Recorrer andando el trayecto hasta el avión, mirar por la ventanilla del piloto, lo escudriño, lo taladro con ojos fieros, como si mi sola mirada pudiera disuadirlo de no sé qué peligros o amenazas, y me siento como puede sentirse un cerdo cuando va al matadero, directo a la boca de este pajarraco metálico que me engulle, y de nuevo la voz autómata de las azafatas, las mismas repetidas consignas que nadie escucha, mantengan apagado los aparatos electrónicos. El copiloto que anuncia que la cabina está preparada para el despegue. Ellos lo están. No yo. No yo.
Odio sobre todo los trayectos cortos en aviones pequeños, aviones de reacción como los que vuelan entre las islas. Estos viejos aparatos se mueven como cafeteras a punto de estallar a la menor turbulencia. Mi cuerpo se pone en tensión y no hay lectura ni pensamiento que me aleje de mi muerte inminente.
Debería estar agradecida, este es el único momento de mi vida en que creo en dios. Elevo los ojos al techo del avión, agarro con mis manos en formas de garra el reposabrazos de mi asiento y me encomiendo a un dios cualquiera y protector. Como comprenderán no me gusta que me vea nadie de esta guisa, aterrada y creyente, una mezcla patética a mi edad. Así que ocupo el asiento contiguo al mío con bolsos, libros, teléfonos y demás artilugios que llevo siempre conmigo para que no lo ocupe nadie (Afortunadamente los vuelos no son numerados en estos trayectos).
Y es que todo empieza mal desde el principio, nada más empezar, el despegue; mi cuerpo se resistiese a dejar la tierra, a elevarse por eso, siento mi espalda como se adhiere, se incrusta al respaldar de mi asiento. Y entonces el avión se propulsa y, despego. Contracorriente, contra mi misma.
Lo peor son las turbulencias, la cafetera se mueve como una jodida peonza y todo parece a punto de estallar. Compruebo por la cara de los pasajeros que están delante a mi izquierda que no soy la única que en ese momento clama un dios invisible. El estómago se me encoge, la imaginación se precipita al vaivén de los ramalazos que da el aparato. Contemplo sin ver, un cielo gris y opaco tras la ventana.
Nada vale nada en ese instante, estoy a merced de un piloto y el viento. Y es que ocurriese lo que ocurriese no podría hacer nada. La percepción terrible de que en ese instante nada está de mi mano me paraliza. Miro hacia atrás en busca de ayuda o de respuesta. En mi asiento posterior un pasajero duerme con la boca abierta, puedo verle hasta el último empaste. Siempre suele haber gente así, capaces de dormirse en las catástrofes, de permanecer dormidos cuando los demás sufren, inmunes al dolor ajeno o a lo que pase alrededor, benditos becerros felices.
Debe pasar algo porque las azafatas continúan temerosamente sentadas en sus asientos desplegables al fondo del pasillo y aún no han repartido los caramelos. Abro la chocolatina que nos ha regalado nada más entrar, muere con algo dulce en la boca, mastico con ansiedad tratando de despegar con mi lengua la galleta del paladar. Es el chocolate más amargo de mi vida. Lo dejo a la mitad.
Espero, rezo sin rezar, los minutos son eternos, siento entonces un estruendo de motores, de chatarra que se descalabra contra el suelo, el pájaro ha metido ya el pico en la tierra. Por fin, aterrizo, cojo mi bolso, salgo precipitadamente como el último preso de una prisión futurista y respiro. Hondo, libre y atea de nuevo, justo hasta el próximo vuelo.