sábado, 11 de febrero de 2012

Voces


En mitad de la noche oyó una voz débil, era como un susurro o tal vez el silbido del viento que provenía del apartamento de al lado. Leía con los pies doblados y el libro sobre el regazo. Agudizó el oído. Se oía ahora de manera más nítida. Se levantó del sofá y apoyó el oído sobre la pared fría. Su extrañeza no era por otra causa más que porque sabía que en el otro lado de su apartamento no vivía nadie. O al menos hasta ahora. Tampoco había tenido constancia de que nadie se hubiese mudado allí. Ni siquiera había oído ningún camión de mudanzas ni siquiera un rodar de muebles.
De nuevo oyó la voz, tenue delgada, era una especie de susurro o quejido, casi imperceptible. La voz provenía de alguien que parecía muy frágil o asustada como la de una niña. Sintió escalofrío cuando oyó claramente las palabras que decían “déjame, déjame” Sólo eso. Pensó que debía reaccionar, hacer algo, pero se detuvo. De pronto las voces cesaron.
Al día siguiente, después de regresar de su paseó diario llamó a la portera que vivía en el piso de bajo. Una señora mayor, con gesto curioso y aire ajetreado, le abrió la puerta. No sabía cómo empezar, por eso mintió sobre un sobre que esperaba urgentemente. Luego, cómo si no fuera nada importante le preguntó acerca de lo que le preocupaba, si por un casual se habían trasladado ya nuevos vecinos al apartamento de al lado. La mujer levantó una ceja extrañada y se estregó la mano en el delantal sucio. Nada de eso, mijita, ese piso está gafado. La mujer le contó la historia por encima, hacía años que allí había vivido una madre con su hija pequeña, luego la madre se volvió a casar con un tal Martín, un carpintero que vivía ahora en el barrio de Rentería. La madre murió a los meses, nadie supo bien de qué, un cáncer fulminante, parece, por lo que la niña se quedó a vivir con el marido de la mujer. La niña no volvió a ser la misma, empezó a adelgazar, se la veía triste y mira que siempre fue una niña muy alegre, de pronto apenas hablaba, pobrecita no me extraña, después de lo de su madre. Fue terrible, terrible, la mujer volvía a secar sus manos en el delantal blanco en un gesto nervioso. Un día se fue al hotel, este cómo se llama, el que está en el centro y es muy alto, bueno, no sé cómo se llama ahora, se subió a la última planta y se tiró desde el último, piso tenía sólo doce años.
La mujer permaneció callada, luego se disculpó alegando que tenía prisa, no le mencionó las voces de la noche anterior. No volvió a oír las en unos días, hasta casi llegó a persuadirse que había sido su imaginación o el ruido del viento que al entrar por alguna rendija de una ventana le había hecho concebir ese sonido. El viento a veces trae sonidos extraños y confusos.
Pero esa misma noche volvió de nuevo la voz, comenzó como un quejido, como un llanto convulso y agitado, pero más opaco aún, como si saliera ahora desde de el fondo un armario. Tuvo que afinar el oído para escucharla. Decidió armarse de valor y salir hasta el rellano. Se detuvo delante de la puerta del apartamento y toco dos veces. Nadie respondió. Se arrodilló en el suelo y pegó el oído en la ranura de la puerta. Escuchó la voz más claramente: déjame, déjame, repetía la voz angustiada.
No fue difícil dar con el carpintero, le había hecho algún arreglo en la casa de la portera y se acordaba perfectamente del nombre de la carpintería donde trabajaba. El local era una especie de serrería y carpintería de las que ya existen pocas en el viejo barrio de Rentería. Un anciano cubierto de serrín se acercó hasta la mujer haciéndole señas para que entraran en el despacho, una pecera cubierta de polvo, carpetas y un viejo ordenador. El ruido de las de las máquinas se aplacaba algo más allí adentro. La mujer no se sentó en el único asiento que había, se presentó y preguntó directamente por Martín; una amiga se lo habían recomendado y quería que le hiciese un arreglo en su casa. El anciano la escuchó mientras limpiaba el serrín de las gafas, la miró entrecerrando los ojos y salió en busca del empleado.
Cuando entró en la oficina con el mono azul y la mirada atravesada supo que era él. Como si intuyera su espanto el hombre le preguntó si la conocía de algo. Ella negó, Era un hombre alto, de hombros encorvados y mirada turbia y penetrante, la boca desflecada en una sonrisa nerviosa, vanidosa. Me han hablado muy bien de ti, comenzó, de que haces un trabajo muy fino con las cocinas y me apetece cambiar la mía, está muy vieja ya, quiero hacerla a mi gusto. Podrías. El hombre pareció dudar, la miró de lado como si la estudiase para decirle que sí lentamente y casi sin pensarlo. Pero tendría que ser sólo los fines de semana, no podía dejar su trabajo. Quedaron en que empezaría la próxima semana.
Martin se convirtió en una especie de obsesión para ella. Estudios sus hábitos, seguía sus movimientos, se sentaba en la cafetería en frente de su portal y lo veía salir, lo seguía a cierta distancia. Conocía ya su rutina, los bares que asistían, los parques infantiles donde se detenía durante horas. Supo que salía con una mujer de su misma edad, que ésta tenía una hija de unos cinco años. Una tarde le dio el un vuelco el corazón cuando comprobó cómo el hombre asía la mano de la niña al pasear.
Cuando el carpintero entró por primera vez en la casa no mostró ningún signo de turbación. Comenzó por medir las paredes de la cocina mientra escuchaba atento las instrucciones que la mujer le daba y que luego apuntaba en sus cuaderno arrugado con unos dedos finos y huesudos. Ella le ofreció una cerveza fría, el sol del mediodía daba a aquella hora justo en su rostro. Tenía una barba oscura y espesa, una nariz afilada, pudo percibir el sudor metalizado de su cuerpo. Ella le sonrió de forma cautivadora.
Cuando hubo acabado su jornada le invitó de nuevo a otra cerveza, se sentaron en la mesa de la cocina y charlaron de forma distendida, como si ambos supieran lo que querían. Después de una hora, como si el hombre se hubiese dado cuenta de para qué estaba allí se levantó de repente y se despidió con brusquedad.
Esa noche la voz fue más intensa que nunca, se tapó bajo las mantas para no seguir oyéndola, aunque hacía un calor atroz, no podía soportarlo. Ese llanto desconsolado la atormentaba.
El hombre volvía cada fin de semana, religiosamente, siempre se quedaba hablando con ella después de su trabajo. El lápiz detrás de la oreja era el signo de que había acabado su jornada. El último día lo invitó a comer, abrió una botella de vino, y fue ella quien lo arrastró hasta el dormitorio. Cuando acabó le dijo simplemente que se fuera. Luego se duchó, se sentó en sofá, visionó con una media sonrisa la cinta que le había grabado.
Al día siguiente apareció con un sobre bajo la mano en el supermercado donde trabajaba la novia del carpintero. Creo que le interesaría saber algo más de su novio, le dijo y salió sin esperar respuesta.
La portera reconoció la cara de Martín nada más verlo, no se sorprendió porque había soñado con él hacía unos días, venía hecho una furia, quería ver a la inquilina del 5ºD. La mujer carraspeó limpiándose las manos nerviosas en el delantal. Te has equivocado Martin, ahí no vive nadie. Cómo dice, gritó aireado el hombre de ojos turbios. La anciana que había vivido ya muchas vidas y muchas muertes le respondió mirándole tristemente a los ojos, si quieres subimos para que veas que está vacío, pero le aseguro que ahí no vive nadie Don Martín, para qué la iba a engañar yo a usted.
El hombre, sin comprender, convirtió su furia en desconcierto. Una mujer me fue a buscar a la serrería, me encargó que le arreglara la cocina. Se lo aseguro, era una mujer rubia, con unos pechos grandes, tenía un lunar debajo del labio, era muy guapa.
Por lo que me cuenta me hace pensar usted en la última inquilina, se llamaba Marta, no debía de andar bien esa chica, tan triste siempre, se suicidio allí mismo, creo hace justo ahora un año.

4 comentarios:

BO dijo...

... pues qué decirte, que me gusta más la foto de tu cabecera que la de la mía y tu entrada más que la mía. ;0) Saludos desde el desierto¡

chalyvera@gmail.com dijo...

Una historia muy buena, muy buena.


Besos

emejota dijo...

Cómo me gusta leer tus historias; y pensar que luego hay lo que hay en las librerías. Ay....qué mundo.... menos mal que no me durará mucho. Bs.

Estela Rengel dijo...

No sé por qué me esperaba un final inesperado y no me ha defraudado. Esto lo desarrollas más y puede salir algo muy interesante, Ico... :)