domingo, 26 de febrero de 2012

árido y desértico

Me gusta, de vez cuando, releer libros que me han dejado huella a lo largo de mi vida, “Pedro Páramo y el llano en llamas” es uno de eso. No sé exactamente a qué se debe esta afición, hay gente una vez lee un libro lo desecha ya para siempre como quien se cansa de una ropa ya usada y pasada de moda.
A mí, sin embargo, me gusta releer, sobre todo, aquellos libros que en un lejano tiempo me impresionaron y crearon en mí ese estado de ánimo y de placer lector. Me gusta también descubrir si, de alguna manera, mi interés no ha decrecido con los años o, si por el contrario ahora lo leo de otra manera. También, para qué negarlo me gusta saber, indagar en los resortes literarios, las cualidades especiales que hicieron que me gustase ese escritor y no otro.
Pedro Páramo y el llano en llamas es uno de ellos. Últimamente lo he vuelto a releer y no ha dejado de defraudarme, todo lo contrario, su melodiosa voz poética vuelve a cautivarme. Pienso ahora, después de tantos años, que de alguna manera, el paisaje de los cuentos me recuerda al de mi isla, árido, seco, pero también el de sus gentes, silenciosas y fuertes; y quizás esto, que nunca anteriormente había visto reflejado en ningún libro fue lo que me llevó a amarlo ya para siempre.
Juan Rulfo no introduce en este mundo mágico, poblado de personajes, marginales, pobres y al borde del abismo, siempre combatiendo contra el hambre y la muerte que nos sobrecogen. La vida y la muerte se entremezclan en estos cuentos donde hasta los muertos hablan bajo la tierra húmeda, mezclando sus voces con los vivos, y nada parece imposible en esta naturaleza desértica pero poblada de lirismo. Es en este entorno rural donde descubrimos las cualidades míticas de algunos de sus protagonistas, pero también, la inocencia y crudeza a la que los somete el propio paisaje y las condiciones extremas sus gentes.
Siempre me pregunté, seguramente como el resto de sus expectantes lectores, cómo pudo estar Juan Rulfo en silencio literario durante 25 años. Bien es cierto que se dedicó a la fotografía, al periodismo, a hacer guiones, a escribir en algunas revistas literarias. ¿Fue el éxito de esta novela lo que le llevó a pensar que nunca podría llegar a superarse a sí mismo? De hecho, en 1980 apareció su última novela “El gallo de oro” que no tuvo, por cierto, muy buena crítica y a la que él mismo se había dedicado a desprestigiar, probablemente sabiendo, de antemano, que sería comparada con Pedro Páramo y el llano en llamas. Esto, claro, son sólo hipótesis de algunos críticos. El autor lo único que decía cuando le preguntaban durante años porqué no volvía a escribir era simplemente que no tenía nada más que decir.
Y seguramente era cierto, después de condensar la brevedad, la belleza, dulzura, el dolor humano de la vida y la muerte, uno debe quedarse exhausto y seco, como el mismo paisaje que relata.
( la fotografía es de Juan Rulfo)


jueves, 23 de febrero de 2012

Hasta luego, che


Viajé a Buenos Aires el año pasado un extraño mes de julio, en el otro lado del charco era ya invierno. Llegué con el corazón astillado y los ánimos, a decir verdad, no muy altos. ¿Por qué Buenos Aires? A veces, uno hace un viaje y no sabe exactamente porqué elige un sitio y no otro, esto lo comprende mucho más tarde, cuando después de pasado el tiempo, descubres que la gente que conociste allí cambió, en cierta manera, tu manera de ver la vida; y que en realidad, ese viaje no es otro que el que hacemos hacia nosotros mismos. Y es por eso por lo que uno conoce a la gente que tiene que conocer y se cruzar con quien se tiene que cruzar.
He de explicarme, para que me entiendan. Cuando mi amiga Lola se enteró de que me iba ese verano a Buenos Aires me rogó, encarecidamente, que no me fuera de allí sin conocer a su amigo Juan Carlos. Es un tipo especial, ya verás.Vaya si lo era. Desde el primer momento conectamos. El con su raciocinio extremo y su dosis de pesimismo y yo con mi idealismo, y, a pesar de todo, vitalismo.
Era un ser singular, tenía un aire triste, cierto nihilismo decadente que escondía a un ser demasiado sensible y transparente que se camuflaba detrás de una fina ironía y el continuo humo del cigarrillo. Tenía ese aspecto a lo Gainsbour, fumaba como si respirara, no vas a vivir mucho si sigues fumando así, le dije, pero se alzaba de hombros y sonreía, como si eso le importara poco.
Nos conocimos una noche, nos vimos directamente en un restaurante para cenar y enseñarme la noche porteña. Quedamos en un Restaurante que él eligió y allí dimos buena cuenta de un excelente bife y de un mejor caldo argentino. Era tímido y reservado, pero el buen vino hizo se soltara, y entre eso y la curiosidad que me caracteriza sobre todo cuando me encuentro con alguien inteligente habló de casi todo, desde la historia las Malvinas hasta las costumbres de cortejo en Argentina. A decir verdad, acabamos semi borrachos a altas horas de la madrugada en un bar de la Plaza de Cortazar discutiendo de filosofía y metafísica, (casualidad, defendía yo, causalidad decías tú) y discutíamos hasta para ir a pagar a la barra, que tú estás en el paro, ché, pero el se escabullía, como si eso ofendiera su orgullo de excelente anfitrión. Recorrimos las calles desiertas como gatos solitarios hasta San Telmo, sabiéndonos en algunas maneras iguales en alguna extraña parte de nosotros mismos. ¿La tristeza?
En ese viaje me sané el corazón y sé que fue gracias a gente buena como Juan Carlos, y aprender de ellos que también es duro ser hombre y latino, sobre todo, si eres sensible, por eso andabas ahí ocultándote como luego tuvimos que hacerlo una calle desierta para fumarnos un pucho y cruzó un gato y yo presentí algo extraño.
Luego caminamos juntos hasta San Telmo donde me quedaba en casa de la Maga, que no hace falta que me acompañes, que sí, que no, pero no se discute con un argentino y nos volvimos a echar otras risas.
Hoy me ha llamado mi amiga para decirme que Juan Carlos había muerto en el accidente de tren ocurrido en Buenos Aires. El estomago se me encogió y el corazón se me hizo más chiquitito.
Esto pucho va por ti, amigo. Le ganaste la partida al cigarro. El otro lado te reclamó antes para que les cuentes, con tu generosidad y tu humor ácido, cómo se las tiene que arreglar uno en Buenos Aires con las mujeres, si encima que es feo, está en paro y vive con sus padres... un orto del culo…Me hiciste reír esa noche, pero también comprender que uno debe reírse del mundo y despreciarlo con una sonrisa victoriosa para ganarle la partida, aún estando triste. Eso sí, sin perder la dignidad, el humor y la elegancia, como una caballero andante que acompaña a una dama imposible como era yo esa noche.


martes, 21 de febrero de 2012

Omnipresente


Lo peor de todo no fue comprobar que su madre estaba siempre en nuestra vidas, ya sé que una madre, incluso como la mía, es para siempre, y por eso entendí que al principio estuviese siempre allí; vigilando nuestros pasos y apareciendo cuando menos se le esperaba. A pesar de eso, resistí con el mejor de los empeños y estoicismo porque entendía que, si alguien era una intrusa en esa casa era yo, que había llegado la última. Es por eso por lo que puse la mejor de las voluntades.

Al principio, pensaba que todo se debía a esa especie de celos o de rivalidad que, ocasionalmente, se produce cuando entra alguien nuevo en la vida de tu hija, y más, si era, como en este caso, otra mujer la rival. Lo racionalicé y acepté todo, incluso que la que luego fuera mi mujer, me mirara con displicencia cuando le contaba la continua presencia de su madre en nuestra casa o que le hubiese dado ahora por manías extrañas como usar mis zapatillas y despertarme, o que desaparecieran de pronto los pares que nunca cuadraban de los calcetines. Nada de lo que ocurría con su madre me asombraba ya, si acaso, el hecho fortuito de que llevaba ya más de diez años muerta.


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jueves, 16 de febrero de 2012

cuestiones para reflexionar

Trabajo dos días a la semana por la tarde dando apoyo escolar en mi centro. No, no es amor al arte ni vocación, no creo que tenga ninguna de las dos cosas. Simplemente es una cuestión económica que me permite darme mis escapadas a ese territorio lejano llamado “península”. Nos dividimos los alumnos por horas, mi compañero imparte el ámbito científico-matemático y yo el lingüístico.
El otro día se me ocurrió hacerles una encuesta sobre sus hábitos alimenticios. De mis trece alumnos, ese día cuatro reconocieron no habían desayunado absolutamente nada. “No me entra nada, seño a esa hora, no suelo desayunar, a veces, me tomo un Redbull” eran algunas de sus respuestas a mi cara atónita. Les pregunté si a la hora del recreo comían algo en la cafetería. Dos de ellos me respondieron que un paquete de papas fritas o alguna chuchería.
Lo peor fue lo siguiente: de esos mismos trece alumnos, cuatro no comieron nada al mediodía. Explicación de cada uno de ellos: había potaje (plato de verduras y granos, lentejas o garbanzo) y como no le gustaban, una lo tiró directamente al fregadero cuando su madre se dio la vuelta, otra no se lo comió porque había papas y no le gustaban. La madre no insistió. La tercera reconoció alegremente que era anoréxica y la cuarta que nunca tenía hambre.
Después de hablar con la que se reconoció como anoréxica me dijo que llevaba mucho tiempo así, que cuando se miraba en el espejo se daba asco, se veía gorda (¡¡dios mío no estaba absolutamente nada gorda¡¡) y que a veces comía y vomitaba. Evidentemente estas que reconocieron no comer nada eran chicas de no más de 14 años. Les pregunté a los chicos que estaban allí presente si acaso la veían a ella gorda; uno dijo que no y el otro que sí. Si las miradas matasen ese sujeto hubiese sido fulminado al instante.
Después de tratar de convencerla del daño que se hacía, la niña reconoció que el chico con el que salía la llamaba “gorda” y eso le molestaba mucho. La otra, simplemente dijo que nunca tenía hambre. Esas mismas chicas reconocieron a su vez que tampoco cenarían.
Cuestiones pues para reflexionar:
1º No me extraña la desgana con la que vienen algunos alumnos a clase.
2º ¿En qué planeta viven algunos padres?
3º Qué modelos de series juveniles, de programas juveniles con modelos imposibles estamos explotando y cuánto daño hacen a los adolescentes.
4º Cuánto machismo hay todavía hoy entre los jóvenes.

martes, 14 de febrero de 2012

El país más feliz de la tierra

En una ocasión asistí al evento más curioso y extraño de mi vida y al que, por muchos años que viva, jamás podré olvidar. Ocurrió en un entierro. En esa época me encontraba trabajando como adjunto comercial para el departamento el gobierno de Canarias en Senegal, llevaba todo lo referente a las transacciones portuarias de compra y venta que se realizaban entre Senegal y Canarias. Las relaciones comerciales estaban aún en sus comienzos y no existían muchos españoles en Senegal. Por lo que, en no pocas ocasiones me sentía solo en un país totalmente ajeno a mis costumbres.
Un día un colega senegalés me convidó al entierro de un pariente de su mujer. Su esposa, según me explicó en un perfecto inglés, también era extranjera, procedía del reino de Suazilandia, un pequeño país al sur de África; y era su costumbre que cuanta más gente asistiera más y mejor se honraba al difunto. Insistió tanto y me animó de tal manera a que acudiera que no pude negarme. La única condición, me dijo, era ir vestido de blanco y venir con mucha hambre, puesto era común que se comiera abundantemente.
Como es muy común en África, aunque me dio las señas correctas mi guía se perdió durante más de una hora, por lo que recorrimos bajo un sol aplastante un largo trecho hasta llegar al lugar. Cuando llegamos, la fiesta había comenzado ya. Sí, digo bien la fiesta, porque aquello era un auténtico festejo, la gente bebía, comía y cantaba alegremente bajo una música frenética y armoniosa.
Mi amigo acudió hasta mí y me explicó, mientras me ofrecía un magnifico plato de carne que devoré con fruición, que los entierro en el reino de Suazilandia eran todos así. La gente se alegraba de abandonar esta vida de miseria y congojas porque después de muertos entrarían directamente en el paraíso de la abundancia. Luego de hablarme de sus costumbres y de su forma de celebrar el final de la vida me avine a pensar que jamás había conocido pueblo más feliz y más sabio. Al final de la tarde, excesivamente alegre por la abundante comida y bebida, le pregunté a mi colega donde estaba el difunto y si debía mostrarle mis respetos. Parte de él siempre estará en ti, me respondió tranquilamente señalando a mi barriga, ha sido el más abundante y el principal plato.

sábado, 11 de febrero de 2012

Voces


En mitad de la noche oyó una voz débil, era como un susurro o tal vez el silbido del viento que provenía del apartamento de al lado. Leía con los pies doblados y el libro sobre el regazo. Agudizó el oído. Se oía ahora de manera más nítida. Se levantó del sofá y apoyó el oído sobre la pared fría. Su extrañeza no era por otra causa más que porque sabía que en el otro lado de su apartamento no vivía nadie. O al menos hasta ahora. Tampoco había tenido constancia de que nadie se hubiese mudado allí. Ni siquiera había oído ningún camión de mudanzas ni siquiera un rodar de muebles.
De nuevo oyó la voz, tenue delgada, era una especie de susurro o quejido, casi imperceptible. La voz provenía de alguien que parecía muy frágil o asustada como la de una niña. Sintió escalofrío cuando oyó claramente las palabras que decían “déjame, déjame” Sólo eso. Pensó que debía reaccionar, hacer algo, pero se detuvo. De pronto las voces cesaron.
Al día siguiente, después de regresar de su paseó diario llamó a la portera que vivía en el piso de bajo. Una señora mayor, con gesto curioso y aire ajetreado, le abrió la puerta. No sabía cómo empezar, por eso mintió sobre un sobre que esperaba urgentemente. Luego, cómo si no fuera nada importante le preguntó acerca de lo que le preocupaba, si por un casual se habían trasladado ya nuevos vecinos al apartamento de al lado. La mujer levantó una ceja extrañada y se estregó la mano en el delantal sucio. Nada de eso, mijita, ese piso está gafado. La mujer le contó la historia por encima, hacía años que allí había vivido una madre con su hija pequeña, luego la madre se volvió a casar con un tal Martín, un carpintero que vivía ahora en el barrio de Rentería. La madre murió a los meses, nadie supo bien de qué, un cáncer fulminante, parece, por lo que la niña se quedó a vivir con el marido de la mujer. La niña no volvió a ser la misma, empezó a adelgazar, se la veía triste y mira que siempre fue una niña muy alegre, de pronto apenas hablaba, pobrecita no me extraña, después de lo de su madre. Fue terrible, terrible, la mujer volvía a secar sus manos en el delantal blanco en un gesto nervioso. Un día se fue al hotel, este cómo se llama, el que está en el centro y es muy alto, bueno, no sé cómo se llama ahora, se subió a la última planta y se tiró desde el último, piso tenía sólo doce años.
La mujer permaneció callada, luego se disculpó alegando que tenía prisa, no le mencionó las voces de la noche anterior. No volvió a oír las en unos días, hasta casi llegó a persuadirse que había sido su imaginación o el ruido del viento que al entrar por alguna rendija de una ventana le había hecho concebir ese sonido. El viento a veces trae sonidos extraños y confusos.
Pero esa misma noche volvió de nuevo la voz, comenzó como un quejido, como un llanto convulso y agitado, pero más opaco aún, como si saliera ahora desde de el fondo un armario. Tuvo que afinar el oído para escucharla. Decidió armarse de valor y salir hasta el rellano. Se detuvo delante de la puerta del apartamento y toco dos veces. Nadie respondió. Se arrodilló en el suelo y pegó el oído en la ranura de la puerta. Escuchó la voz más claramente: déjame, déjame, repetía la voz angustiada.
No fue difícil dar con el carpintero, le había hecho algún arreglo en la casa de la portera y se acordaba perfectamente del nombre de la carpintería donde trabajaba. El local era una especie de serrería y carpintería de las que ya existen pocas en el viejo barrio de Rentería. Un anciano cubierto de serrín se acercó hasta la mujer haciéndole señas para que entraran en el despacho, una pecera cubierta de polvo, carpetas y un viejo ordenador. El ruido de las de las máquinas se aplacaba algo más allí adentro. La mujer no se sentó en el único asiento que había, se presentó y preguntó directamente por Martín; una amiga se lo habían recomendado y quería que le hiciese un arreglo en su casa. El anciano la escuchó mientras limpiaba el serrín de las gafas, la miró entrecerrando los ojos y salió en busca del empleado.
Cuando entró en la oficina con el mono azul y la mirada atravesada supo que era él. Como si intuyera su espanto el hombre le preguntó si la conocía de algo. Ella negó, Era un hombre alto, de hombros encorvados y mirada turbia y penetrante, la boca desflecada en una sonrisa nerviosa, vanidosa. Me han hablado muy bien de ti, comenzó, de que haces un trabajo muy fino con las cocinas y me apetece cambiar la mía, está muy vieja ya, quiero hacerla a mi gusto. Podrías. El hombre pareció dudar, la miró de lado como si la estudiase para decirle que sí lentamente y casi sin pensarlo. Pero tendría que ser sólo los fines de semana, no podía dejar su trabajo. Quedaron en que empezaría la próxima semana.
Martin se convirtió en una especie de obsesión para ella. Estudios sus hábitos, seguía sus movimientos, se sentaba en la cafetería en frente de su portal y lo veía salir, lo seguía a cierta distancia. Conocía ya su rutina, los bares que asistían, los parques infantiles donde se detenía durante horas. Supo que salía con una mujer de su misma edad, que ésta tenía una hija de unos cinco años. Una tarde le dio el un vuelco el corazón cuando comprobó cómo el hombre asía la mano de la niña al pasear.
Cuando el carpintero entró por primera vez en la casa no mostró ningún signo de turbación. Comenzó por medir las paredes de la cocina mientra escuchaba atento las instrucciones que la mujer le daba y que luego apuntaba en sus cuaderno arrugado con unos dedos finos y huesudos. Ella le ofreció una cerveza fría, el sol del mediodía daba a aquella hora justo en su rostro. Tenía una barba oscura y espesa, una nariz afilada, pudo percibir el sudor metalizado de su cuerpo. Ella le sonrió de forma cautivadora.
Cuando hubo acabado su jornada le invitó de nuevo a otra cerveza, se sentaron en la mesa de la cocina y charlaron de forma distendida, como si ambos supieran lo que querían. Después de una hora, como si el hombre se hubiese dado cuenta de para qué estaba allí se levantó de repente y se despidió con brusquedad.
Esa noche la voz fue más intensa que nunca, se tapó bajo las mantas para no seguir oyéndola, aunque hacía un calor atroz, no podía soportarlo. Ese llanto desconsolado la atormentaba.
El hombre volvía cada fin de semana, religiosamente, siempre se quedaba hablando con ella después de su trabajo. El lápiz detrás de la oreja era el signo de que había acabado su jornada. El último día lo invitó a comer, abrió una botella de vino, y fue ella quien lo arrastró hasta el dormitorio. Cuando acabó le dijo simplemente que se fuera. Luego se duchó, se sentó en sofá, visionó con una media sonrisa la cinta que le había grabado.
Al día siguiente apareció con un sobre bajo la mano en el supermercado donde trabajaba la novia del carpintero. Creo que le interesaría saber algo más de su novio, le dijo y salió sin esperar respuesta.
La portera reconoció la cara de Martín nada más verlo, no se sorprendió porque había soñado con él hacía unos días, venía hecho una furia, quería ver a la inquilina del 5ºD. La mujer carraspeó limpiándose las manos nerviosas en el delantal. Te has equivocado Martin, ahí no vive nadie. Cómo dice, gritó aireado el hombre de ojos turbios. La anciana que había vivido ya muchas vidas y muchas muertes le respondió mirándole tristemente a los ojos, si quieres subimos para que veas que está vacío, pero le aseguro que ahí no vive nadie Don Martín, para qué la iba a engañar yo a usted.
El hombre, sin comprender, convirtió su furia en desconcierto. Una mujer me fue a buscar a la serrería, me encargó que le arreglara la cocina. Se lo aseguro, era una mujer rubia, con unos pechos grandes, tenía un lunar debajo del labio, era muy guapa.
Por lo que me cuenta me hace pensar usted en la última inquilina, se llamaba Marta, no debía de andar bien esa chica, tan triste siempre, se suicidio allí mismo, creo hace justo ahora un año.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Más dinero


El libro comienza con la carta de un antihéroe anunciándonos que se va a suicidar una vez acabe de contarnos su desnortada vida. El tipo es un desecho humano, un Torrente a la inglesa, borracho, machista, amante de la pornografía, sin más juicio ni interés que su amor al dinero, el cual sólo derrocha en alcohol y prostitutas. Su trabajo, director de películas porno, le da sustanciosos beneficios por lo que, siempre tiene más dinero del que puede gastar. Sin embargo siempre lo hace en lo mismo, en alcohol y prostitutas, en medio de esto, viaja constantemente entre Nueva York e Inglaterra. Hasta ahí la novela va bien, el problema comienza cuando acabamos pensando que el tipo tarda demasiado en suicidarse. Lo que podría ser la novela de ser un personaje asocial, amoral e irreverente se acaba convirtiendo en un sucesión repetida de escenas similares: visitas al bar, peleas, conversaciones con actrices pornos y actores decantes y onanismo, todo ello contado en primera persona.
Quizá está novela tenga un transfondo que no acabo de entender, que el dinero envilece y corrompe ya lo han dicho otros muchos y mejores:

“el dinero es del mundo el gran agitador,
hace señor al siervo y siervo hace al señor;
toda cosa del siglo se hace por su amor”
(Arciprestre de Hita)

Sinceramente, lo que me empezó entusiasmando me acabó aburriendo y la dejé a la mitad, cansada de las mismas anécdotas huecas. Debe ser que no entiendo el humor inglés y acabé harta de las peripecias de un patético borracho que entre resaca y visitas a la barra se empeña en conciliar el guión con las demandas de los actores de su película. A mi juicio a “Dinero” de Martin Amis le sobró la mitad de las páginas para no caer en la misma vacuidad de la que parece lamentarse

jueves, 2 de febrero de 2012

Tierra de nadie



La pantalla anunció por tercera vez el retraso del vuelo. Nuestra protagonista, mujer, edad media, aire desgarbado, gestos rápidos e inseguros permanecía sentada mirando el tránsito de pasajeros que se movían a un lado y otro del pasillo. De su bolso de mano, una bandolera de color piel sacó el móvil. Marcó un número, espero unos segundos y colgó. Nada. Aún le esperaban algunas horas de aeropuerto.
La compañía anunció que bonificarían a los pasajeros con un bono comida mientras esperaban. Algunos se precipitaron hasta el mostrador y luego a las cafeterías. Pero ella no tenía hambre, sólo ganas de llegar. Se detuvo a mirar a una pareja de jóvenes mochileros que jugaban a las cartas en el suelo. A sus pies, un gato en una cesta no paraba de maullar. Buscó en todas las direcciones intentando adivinar quién de todos aquellos pasajeros sería su dueño. Una curiosa anciana con gruesas media y un traje demasiado grande para ella discutía con una empleada de la compañía aérea.Escuchó parte de la conversación y siguió deambulando, no tenía ganas de quejarse ni de escuchar los mimos argumentos que el resto del pasaje, lo mejor era esperar. No le quedaba otra, andar de un lado a otro por el aeropuerto mirando escaparates, entrar en las tiendas para pasar el rato o sentarse y esperar. Optó, finalmente, por tomar un asiento apartado frente a lo cristales que dan al hangar. Comenzó a leer.
"Hace 13700 millones de años todo era materia, espacio tiempo y energía, todo era compacto. El 28 % era energía en el universo, 24% energía oscura, y tan sólo el 4% partículas estables de las que luego se formaría la tierra. Esto nos puede dar una idea de lo poderoso que es esa energía oscura que recubre el universo.
Si consideramos que la tierra tiene 46 millones de años. Y la luna 45. 300, surgida como el resultado de la colisión de un planeta con la tierra, nos podremos hacer brevemente una idea sobre el ínfimo espacio de tiempo que llevamos en ella como especie. Tal como dijo U.S Marques no nacemos sólo como especie y aún menos podemos sobrevivir solos. Si no sabemos preservar la naturaleza, ése árbol del orden, un día sólo quedará la humanidad desierta, y al día siguiente sólo el desierto”
Dejó el libro en el asiento de al lado. Una mujer rubia se paseaba de un lado a otro con una bebé en brazos que no paraba de llorar. Qué caos, y yo con esta mierda milenarista.
La mujer se levantó de su asiento arrastrando una pequeña maleta de mano. Contempló la arquitectura del aeropuerto. Era una estructura moderna, no existían paredes, sólo grandes ventanales que unían un sala con otra. Recorrió hasta donde le llegaba la vista la disposición de las inmediaciones. Se detuvo en la inmensa claraboya octogonal del techo. Se encontraba en el último nivel, desde allí, apoyada en la barandilla de acero de la planta superior podía ver los niveles inferiores y perderse en la contemplación de los pasajeros que bajaban y subían las escaleras metálicas. Luego deambuló un poco más y se entretuvo ojeando las novedades de los estantes de la librería.
Cuando se cansó y quiso volver a su puerta de embarque se dio cuenta de que no recordaba el camino de vuelta. Comenzó por retroceder lo andado intentando recordar algunas señales que le ayudaran a situarse, miraba los paneles que había dejado atrás. Todos les parecían iguales. No era difícil sentirse un ser insignificante en aquella inmensidad, pensó. Observó por la cristalera un avión que despegaba. Afuera llueve pero aquí estoy al abrigo de la vida misma, detenida en este espacio aséptico, invertebrado.
Una voz anunció estar atento a las pantallas. No se avisaba para el embarque. Londres. París, Berlín. Lisboa. Las Palmas. Copenhague. Reconoció el vestido de la anciana de lejos y se alegró de haber dado con su puerta de embarque, pero aún no embarcaban.
Unos franceses insistían en pedir la hoja de reclamaciones a una auxiliar de vuelo desbordada por las circunstancias. Aquí no existen nacionalidades, solo extranjeros. Todos somos extranjeros en tránsito, se dijo.
Odiaba las esperas en el aeropuerto, le sobrevenía una sensación de claustrofobia que nunca había sentido en ningún otro lugar. Detestaba sentirse encerrada en ese espacio frío, tierra de nadie. Y luego, aquella sensación sobrevenida de no saber si iba o volvía.
Regreso a donde ya estuve, sin embargo, no recuerdo nada de aquél tiempo, como si hubiese existido en un sueño. Como si Lisboa perteneciese a otra dimensión, a otro tiempo en donde fui y existí. A donde volveré atravesando este espacio de nadie.
Miró de nuevo el reloj, llegaría, con suerte, a media noche. En aquel espacio limitado y desierto, la realidad pierde consistencia, se deshace. Paseó por algunas tiendas, se probó algunos perfumes con la esperanza de que aquella sensación oblicua, extraña de estar en una pecera, en un mundo ficticio o prefabricado desapareciese, de que el tiempo avanzara. Pero el tiempo no existe, ni se detiene ni avanza en ese espacio intemporal de espera. Se sentó en un asiento cualquiera y miró a una mujer que la miraba a su vez sonriente. Tenía una cara interesante, una sensualidad atrayente que la obligó a mirarla cuando la mujer no miraba. Por un instante se dejó llevar por su fantasía, la esperaría alguien a su vuelta o estaba tan perdida como ella misma. Se imaginó siendo la amante de aquella mujer. Teniendo una larga correspondencia con ella, compartiendo los mismos intereses. Quizás, se dijo, ambas amásemos los cielos de los atardeceres, los silencios del campo, la cerveza con aceitunas al mediodía, estar tiradas en el sofá mirando una película de la mano. Esas pequeñas cosas que nos hacen creer que estamos hechas la una para la otra, en conexión duradera. Sin vernos ya nos querríamos o al menos, creeríamos que así debía ser el amor romántico, el sublime, el soñado, el que se nutre de sueño y de similitudes encontradas en los otros. Como un espejo, a veces cóncavo y a veces convexo.
Se sonrió de su propia estupidez. A veces le embargaban esos sueños. Sin embargo, en algunas tardes el recuerdo de la una desconocida era tan vívido como si en realidad la hubiese amado ya largas noche bajo la lumbre de la estación invernal.
Cuando alzó la vista la mujer había desaparecido. Se levantó bruscamente y se dirigió hacia los baños, se lavó las manos, se miró en el espejo y se empapó la nuca con el agua fría para derribar la nostalgia, para olvidar la cuchilla que separa a los que van de los que vienen, a los que están de los que se quedan, a los sueños de la realidad.
Ahora, en este ahora, sólo estoy aquí, frente a mi rostro reflejado en el espejo, en un espacio de nadie. Cuando salió observó que una auxiliar de vuelo se había situado tras el mostrador y se había comenzado a formar una fila para el embarque. Mientras esperaba observó a los aviones aparcados en las pistas como pájaros prehistóricos. De nuevo siente esa extraña sensación de estar en una pecera, disecada, como un animal muerto, aislada de la vida en una ciudad sitiada, o en la habitación de hotel escuchando de fondo una tele encendida a la que no presta atención.