Isabel Frutos se enamoró del hombre equivocado. Esto al menos creía la familia, visto las reiteradas ocasiones en que, ya sea con severas advertencias ya con continuos sollozos, manifestaban su aireada repulsa. No en menor medida ni tamaño eran los requiebros y llantos de las amigas más cercanas, quienes creyendo que su queridísima amiga había entrado en un estado de locura transitoria acudían en tropel a visitarla, ansiosas y temerosas a la vez de de contemplar los maravillosos efectos del amor e imaginando secretamente cómo sería sentirlo en sus propias carnes.
Pero Isabel no entraba en razones, la mirada ardiente y lejana, el gesto demudado a causa de la tristeza y un constante lagrimeo era la única manifestación visible de aquel pesar que la embargaba. De nada le valía los argumentos esgrimidos por todos acerca de que una muchacha de su posición no pueden andar saliendo con un peón comunero y menos dando muestras de tamaña pasión, más siendo como era de una clase privilegiada y casadera.
El olor de las magnolias impregnaba el cuarto en donde se había recluido y yo acaba de obtener la extraña sensación de que el vigilante de la casa museo o no entendía lo que yo le preguntaba o omitía por completo hablar del asunto. Mientras observaba los objetos de la casa, el gramófono, los vestidos antiguos de época, el retrato de la niña Isabel, muerta de amor en aquél cuarto, me preguntaba si acaso no había hecho aquel disparatado viaje para encontrarme como ahora, haciendo preguntas en el aire y que nadie me respondiera.
El vigilante, un indígena con voz aflautada, como si yo no estuviese presente o peor aún y más probable, cómo si no pudiese salirse del guión largamente aprendido y repetido, continuaba dando una descripción detallada de cada uno de los objetos del cuarto. Mientras que, mis preguntas sobre Isabel, como formando una parte más del decorado, se quedaban flotando en el aire.
De vuelta a Jujuy, la calle solitaria casi dos siglos después volvía sin respuesta alguna sobre mi vida sospechando que el que hubiese llegado a mis manos aquel billete, el que hubiese sido esta la parada de Gualeguaichú y no otra, no era menos una coincidencia que una respuesta cuyas claves aún no descifraba.
En un café de la plaza de San Martín repasé de nuevo las fotos, el baño en las aguas termales, el paseo por el río, la comida en el restaurante. Apenas algunas fotos valían la pena, las de la casa estaban mal encuadradas en su mayoría y desde luego, en ninguna salía el fantasma de la niña muerta como hubiese esperado un espíritu romántico y aventurero como el mío.
Bueno, pensé, a pesar de todo no sería mala idea escribir un cuento sobre aquella joven de Gualeyguaichú que murió encerrada de amor en aquella casa, y que no concibió la vida sino era para vivirla con aquel peón de Corrientes del que nunca nadie recordaría su nombre.
Reflexioné un instante viendo a la gente embozada caminar por la acera en aquello que llevó a Isable Frutos a tal desazón, qué motivos hicieron a aquél muchacho único, a aquella pasión atroz y funesta hasta llevarla aquél estado permanente de melancolía del que nunca pudo sobreponerse. Acaso, me dije, era la inocencia de la juventud o el anhelo de dos cuerpos que se extrañan porque se han amado.
En esas reflexiones estaba de vuelta al hotel pensando si no era ella yo misma veinte años, dos siglos después casi, volviendo a sentir la misma desesperación, el mismo dolor traspasado en una angustia única e inexplicable.
El piso de madera crujió a mis pasos, la habitación de hotel me pareció la misma y repetida habitación de todas las soledades, la misma quietud mortuoria, tan sólo el dolor, como un animal moribundo rugía tropezando con todas las cosas.
Por la mañana cogí el autobús de vuelta. A través de las ventanas miraba el despertar del día, limpié el vaho de la ventana y dibujé un corazón vacío en el cristal. Me quedé adormilada durante el viaje y desperté al escuchar una voz que canturreaba detrás de mi asiento. La miré, una muchacha con los auriculares puesto, ajena a todos, cantaba con una voz desafinada pero intensa, voy a morir de amor por vos.
En la estación de Retiro se acababa el viaje, las voces de los vendedores, el pulular de la gente entrando y saliendo de la estación me obligó a caminar más ágilmente. Esta vez, a buen seguro, no iba a morir de amor, ni quizás tampoco, la siguiente.