domingo, 27 de marzo de 2011

Tras el cristal

Desde el cuarto piso de mi estudio el sol no entra. En el edificio de enfrente, en el ático, una muchacha coge el sol en la terraza. En una de las ventanas, otra mujer con el pelo color calabaza me mira antes de colocar un puñado de papeles sobre la mesa.

Me cuesta respirar como sino pudiera coger todo el aire en mi pecho, me ahogo en la angustia de no saber qué es lo que hago aquí, esperando a una llamada. Desde aquí la isla está tan lejos como Alemania, y el aire me sigue faltando.

La mujer de enfrente se ha encontrado con mis ojos fijos en ella y no ha vuelta a aparecer por la ventana. Decido salir y dar una vuelta, camino por las calles estrechas de Montmartre atestada de turistas, cojo el metro Jaurés y voy hasta Danube. Me dejo llevar por el recuerdo de la última vez para llegar hasta donde están los chicos que venden hachis.

La calle está extrañamente vacía, pregunto a dos chicos árabes que están apostados en un muro del parque. Nada, me responden, el día anterior había estado la policía allí. Habían disparado y le habían dado a uno en la pierna, por eso hoy no hay nadie.

Les conté lo que quería, y nos fuimos juntos hasta el metro Stalingrado. Llegamos a un bar lleno de árabes, nos recibieron de forma tan calurosa que me sentí como si estuviese en casa, en aquellos calurosos bares nocturnos de la isla.

En la mitad del bar hay un enorme billar y los jugadores miran al tapete y a mí alternativamente. La camarera, una rubia ceñida se presentó. María me dijo, Neige respondí. Nos sirvió aceituna blancas y negras con la bebida.

Uno de los chicos que me acompañaba desapareció. A los pocos minutos volvió con la cara sonriente y negando con la cabeza. Nos despedimos de la camarera y volvimos de nuevo al barrio.

La noche caía lentamente. Pensé que si me gastaba los últimos cien francos no podría comprar la carta de teléfono y llamar a Constance. Mientras caminábamos por el barrio, hablamos de todo un poco, de la diferencia de vida en la ciudad, de los franceses, de los árabes, del racismo. Me siento bien con ellos, no tengo miedo, por qué habría de tenerlo, qué es lo que podrían conseguir de mí.

Finalmente conseguimos fumar, el cansancio se apodera de mis piernas y me apresuro para no perder el último metro. Me acompañan hasta la estación. Nos despedimos sin un beso, prometiendo volver a vernos.

En Bastille acaba el último tren, la plaza esté está poblada de jóvenes. Me doy cuenta de que es sábado y de que la gente normal elige ese día para “faire la fête”. Camino a paso firme. Unos muchachos me siguen. Tienes bonitas piernas, dice uno de ellos. Ven a tomar una copa conmigo.

No puedo evitar sonreír. Sigo caminando. El rastro de su perfume queda aún en el aire. En la Rue la Roquette, un muchacho negro con un fuerte acento africano, me aborda en la acera. Quieres tomar una copa, me dice. Sonrío ante mi propio éxito, pero tú que edad crees que tengo yo, le digo, no parece comprender la pregunta.

Desolé, diecinueve, responde. Pues yo tengo veinte siete, vete a ligar con chicas de tu edad, le digo sin parar de andar. Pero el hace caso omiso de mis palabras y continúa a mi lado.

Es que hay tantas chicas bonitas en Paris, continúa con su fuerte acentro, que me rompo la cabeza diciéndome que no es posible, pero tú eres de verdad bonita.

Entro en el Escándalo y le despido, cuando salgo sigue ahí. No sé cómo voy a poder quitármelo de encima. Me enseña su carnet de identidad y su billetera.

No hace falta que me enseñes nada, le digo.

Cuánto quieres, me pregunta.

Tú te equivocas, respondo.

Pero yo sé, las mujeres, si tú necesitas dinero podrías ayudarte.

Podrías entrarle a las chicas de otra manera, le digo furiosa, no diciéndole cuánto quieres, podrías decir me gustas, podemos tomar algo.

Me mira sin entender, sonrío al darme cuente de que es eso, precisamente, lo que lleva haciendo conmigo todo el rato y que, a pesar de eso, no le ha valido de nada, éste ha sido su último intento. Diecinueve años y ya sabía comprar el objeto de su deseo.

Tú me gustas, insiste.

Desolé. Ahora soy yo quien utiliza su palabra. Estoy cansada y no me apetece más que dormir. Pero no puede ser. Insiste. Su insistencia me fastidia pero me da gracia también. Me llevo las manos a los bolsillos, mierda, las llaves del apartamento, las he perdido. Pienso rápido dónde, en el metro, en la calle. Es la una y media. No puedo despertar a estas horas a la portera. Pienso en la única persona a la que puedo recurrir, mi amiga María.

¿Tienes una carta de teléfono? Le digo al chico que sigue a mi lado. Sí, me responde el muchacho alegre de poder al fin ayudarme. Inserto la tarjeta pero está finalizada. Si esta no funciona es esta, me dice tendiéndome otra. Vuelvo a introducirla y no funciona. Lo miro a través del cristal de la cabina con acara asesina. Pero tú qué haces, coleccionas tarjetas agotadas.

Es el teléfono que está mal, me dice. No le creo nada. Las compre ayer no puede estar agotada, insiste.

Cruzamos la calle para ir a la cabina que hay situada en el otro extremo. Un viejo con unas bolsas desgastadas está de pie con el teléfono en la mano, sin hablar, nos hace señas hacia la acera de donde venimos.

No funciona, le digo al anciano, por favor, puedo llamar un momento. El anciano se retira amablemente justificándose, está ocupada la línea, se justifica.

Le importaría dejarnos su tarjeta telefónica para hacer una llamada, le digo tendiéndole unas monedas, pero el chico se adelante y le pone veinte francos en la mano del viejo.

Muy amable, no dice el anciano mirando el billete sin creérselo, pero sin tendernos ninguna tarjeta.

- la tarjeta – le digo.

-Ah, no tengo tarjeta. Lo miro bien, lleva ropas de vagabundo. Entonces caigo en la cuenta de que no estaba llamando, que nunca había llamado ni iba a llamar, y que la cabina iba a ser su cama esa noche.

-Pues sino tiene tarjeta devuélvame el dinero, le dice el chico.

-Ah no, yo no tengo tarjeta- responde.

Duda un instante, porque luego con una finita calma, como si le costase desprenderse de aquel ansiado tesoro, deja despacio el billete sobre las manos negras del muchacho.


Fotografía de Brassaï "Prostituta de noche"

13 comentarios:

mjromero dijo...

Me ha encantado.
Al tercer piso de mi casa el sol no llega tampoco hoy.
He cambiado la frase pero me gusta cómo empieza, y se va deslizando por las calles la ausencia del sol hasta llegar a la angustia del teléfono.
un beso.

TORO SALVAJE dijo...

Me parecen tan reales tus personajes...
Los veo.
Tienes una habilidad extraordinaria para darles la vida.
Es como si hubiera estado ahí con ellos.

Besos.

Mayela Bou dijo...

Leerte es como ver pasar toda la escena frente a mis ojos, se hace realidad en el pensamiento.
Me gustan mucho tus historias.
Un beso guapa.

El Navegante dijo...

Ole Ico:
Coincido plenamente con los anteriores comentarios, sobre la naturalidad que luces, para pintar como cuadros en movimiento, cada tramo de tu relato, cada sitio o persona que describes, cada momento vivido.
Te felicito !!

almena dijo...

¡Magnífico!

Besos!

maslama dijo...

un relato entretenido, me gustó leerlo :)

besos,

Anónimo dijo...

Un muchacho de color de 19 años que no se anima con las blancas de su edad, su unica solucion para su problema es proponer un pago por momentos de pasion a la de las hermosas piernas que no tiene dinero ni para una tarjeta de telefono.

¡¡Ahhh!! ¡cuan necesario es el dinero!


besos

Belén dijo...

Lo mejor de viajar es conocer (bien) a la gente...

Besicos

alejandra dijo...

Es fantástico...pero... qué paso después????... ;)

Anca Balaj dijo...

Qué ambiente más cargado de... todo lo que no queremos ver.

LaCuarent dijo...

Me gusta, es contemplar la escena sentada comiendo palomitas, si se que no es nada cold, pero es que escribes tan bien que a mi me gusta leerte así
Un besote

Kika Fumero dijo...

Comparto la opinión de aminuscula: el ambiente está cargado de todo cuanto no queremos ver y, sin embargo, parece implícito. O no. Me ha gustado. Saludos

Anónimo dijo...

¡Tan fácil y sencillo!

Veinte francos igual a tres Croque-monsieur.


En compañía, amanece antes...


Concha