miércoles, 30 de marzo de 2011

Parábola de las incompatibilidades

Una mujer sin corazón encontró por un hecho casual y extraordinariamente natural a una mujer con exceso de corazón. Así, mientras la mujer sin corazón era incapaz de amar y temía, por este hecho, ser amada, la mujer con exceso de corazón temía no ser amada por nadie.

Como ocurre en no pocas ocasiones, la mujer sin corazón se sintió atraída por la mujer con exceso de corazón, por lo que conocedora de su mal le advirtió.

- No esperes que te quiera, no puedo quererte, no tengo corazón.

A lo que la mujer con exceso de corazón le respondió.

- No me importa, yo tengo demasiado.

Y de esta forma iniciaron una curiosa y atribulada relación. La mujer con exceso de corazón, no obstante, no perdía, llevada por el gran optimismo que la embargaba, la esperanza de que la mujer sin corazón pudiera quererla un día.

Por su parte, la mujer sin corazón adoraba en ella todas las cualidades que le son propias a la gente con exceso de corazón y, la admiraba como se deleita uno en el pelaje de un hermoso y exótico animal prehistórico ya extinguido.

Pero llegó el día en que la mujer con exceso de corazón se cansó de esperar por el amor de la mujer sin corazón y, arrastrada por el impulso de la pasión que consumen a estos seres, se arrancó el corazón entregándoselo en bandeja a su amada.

- Tómalo- le dijo entre lágrimas- No quiero amar más si tú no me amas. Aquí te entrego mi corazón, ahora soy como tú.

La mujer sin corazón, acostumbrada a aquellos excesos de dramatismo por parte de la mujer con exceso de corazón, no tomó en cuenta tales palabras.

Sin embargo, ya fuera por la ausencia de corazón, cada día se producía una transformación paulatina y contante en la mujer con exceso de corazón, pasando a convertirse en una mujer segura de sí misma, y poco dada a las cuestiones amorosas, por lo que, pronto se cansó de los continuos desplantes de la mujer sin corazón.

Cuando la mujer con exceso de corazón salió un día cerrando tras de sí la puerta de la vivienda que había compartido con la mujer sin corazón para no para no volver jamás, dicen que aquella derramó por primera vez una lágrima furtiva. Pues de igual forma y en sentido contrario se había producido la transformación inversa en la mujer sin corazón.

domingo, 27 de marzo de 2011

Tras el cristal

Desde el cuarto piso de mi estudio el sol no entra. En el edificio de enfrente, en el ático, una muchacha coge el sol en la terraza. En una de las ventanas, otra mujer con el pelo color calabaza me mira antes de colocar un puñado de papeles sobre la mesa.

Me cuesta respirar como sino pudiera coger todo el aire en mi pecho, me ahogo en la angustia de no saber qué es lo que hago aquí, esperando a una llamada. Desde aquí la isla está tan lejos como Alemania, y el aire me sigue faltando.

La mujer de enfrente se ha encontrado con mis ojos fijos en ella y no ha vuelta a aparecer por la ventana. Decido salir y dar una vuelta, camino por las calles estrechas de Montmartre atestada de turistas, cojo el metro Jaurés y voy hasta Danube. Me dejo llevar por el recuerdo de la última vez para llegar hasta donde están los chicos que venden hachis.

La calle está extrañamente vacía, pregunto a dos chicos árabes que están apostados en un muro del parque. Nada, me responden, el día anterior había estado la policía allí. Habían disparado y le habían dado a uno en la pierna, por eso hoy no hay nadie.

Les conté lo que quería, y nos fuimos juntos hasta el metro Stalingrado. Llegamos a un bar lleno de árabes, nos recibieron de forma tan calurosa que me sentí como si estuviese en casa, en aquellos calurosos bares nocturnos de la isla.

En la mitad del bar hay un enorme billar y los jugadores miran al tapete y a mí alternativamente. La camarera, una rubia ceñida se presentó. María me dijo, Neige respondí. Nos sirvió aceituna blancas y negras con la bebida.

Uno de los chicos que me acompañaba desapareció. A los pocos minutos volvió con la cara sonriente y negando con la cabeza. Nos despedimos de la camarera y volvimos de nuevo al barrio.

La noche caía lentamente. Pensé que si me gastaba los últimos cien francos no podría comprar la carta de teléfono y llamar a Constance. Mientras caminábamos por el barrio, hablamos de todo un poco, de la diferencia de vida en la ciudad, de los franceses, de los árabes, del racismo. Me siento bien con ellos, no tengo miedo, por qué habría de tenerlo, qué es lo que podrían conseguir de mí.

Finalmente conseguimos fumar, el cansancio se apodera de mis piernas y me apresuro para no perder el último metro. Me acompañan hasta la estación. Nos despedimos sin un beso, prometiendo volver a vernos.

En Bastille acaba el último tren, la plaza esté está poblada de jóvenes. Me doy cuenta de que es sábado y de que la gente normal elige ese día para “faire la fête”. Camino a paso firme. Unos muchachos me siguen. Tienes bonitas piernas, dice uno de ellos. Ven a tomar una copa conmigo.

No puedo evitar sonreír. Sigo caminando. El rastro de su perfume queda aún en el aire. En la Rue la Roquette, un muchacho negro con un fuerte acento africano, me aborda en la acera. Quieres tomar una copa, me dice. Sonrío ante mi propio éxito, pero tú que edad crees que tengo yo, le digo, no parece comprender la pregunta.

Desolé, diecinueve, responde. Pues yo tengo veinte siete, vete a ligar con chicas de tu edad, le digo sin parar de andar. Pero el hace caso omiso de mis palabras y continúa a mi lado.

Es que hay tantas chicas bonitas en Paris, continúa con su fuerte acentro, que me rompo la cabeza diciéndome que no es posible, pero tú eres de verdad bonita.

Entro en el Escándalo y le despido, cuando salgo sigue ahí. No sé cómo voy a poder quitármelo de encima. Me enseña su carnet de identidad y su billetera.

No hace falta que me enseñes nada, le digo.

Cuánto quieres, me pregunta.

Tú te equivocas, respondo.

Pero yo sé, las mujeres, si tú necesitas dinero podrías ayudarte.

Podrías entrarle a las chicas de otra manera, le digo furiosa, no diciéndole cuánto quieres, podrías decir me gustas, podemos tomar algo.

Me mira sin entender, sonrío al darme cuente de que es eso, precisamente, lo que lleva haciendo conmigo todo el rato y que, a pesar de eso, no le ha valido de nada, éste ha sido su último intento. Diecinueve años y ya sabía comprar el objeto de su deseo.

Tú me gustas, insiste.

Desolé. Ahora soy yo quien utiliza su palabra. Estoy cansada y no me apetece más que dormir. Pero no puede ser. Insiste. Su insistencia me fastidia pero me da gracia también. Me llevo las manos a los bolsillos, mierda, las llaves del apartamento, las he perdido. Pienso rápido dónde, en el metro, en la calle. Es la una y media. No puedo despertar a estas horas a la portera. Pienso en la única persona a la que puedo recurrir, mi amiga María.

¿Tienes una carta de teléfono? Le digo al chico que sigue a mi lado. Sí, me responde el muchacho alegre de poder al fin ayudarme. Inserto la tarjeta pero está finalizada. Si esta no funciona es esta, me dice tendiéndome otra. Vuelvo a introducirla y no funciona. Lo miro a través del cristal de la cabina con acara asesina. Pero tú qué haces, coleccionas tarjetas agotadas.

Es el teléfono que está mal, me dice. No le creo nada. Las compre ayer no puede estar agotada, insiste.

Cruzamos la calle para ir a la cabina que hay situada en el otro extremo. Un viejo con unas bolsas desgastadas está de pie con el teléfono en la mano, sin hablar, nos hace señas hacia la acera de donde venimos.

No funciona, le digo al anciano, por favor, puedo llamar un momento. El anciano se retira amablemente justificándose, está ocupada la línea, se justifica.

Le importaría dejarnos su tarjeta telefónica para hacer una llamada, le digo tendiéndole unas monedas, pero el chico se adelante y le pone veinte francos en la mano del viejo.

Muy amable, no dice el anciano mirando el billete sin creérselo, pero sin tendernos ninguna tarjeta.

- la tarjeta – le digo.

-Ah, no tengo tarjeta. Lo miro bien, lleva ropas de vagabundo. Entonces caigo en la cuenta de que no estaba llamando, que nunca había llamado ni iba a llamar, y que la cabina iba a ser su cama esa noche.

-Pues sino tiene tarjeta devuélvame el dinero, le dice el chico.

-Ah no, yo no tengo tarjeta- responde.

Duda un instante, porque luego con una finita calma, como si le costase desprenderse de aquel ansiado tesoro, deja despacio el billete sobre las manos negras del muchacho.


Fotografía de Brassaï "Prostituta de noche"

martes, 22 de marzo de 2011

Eternas niñas


Cuando era pequeña mis tres amigas y yo a fin de soportar las soporíferas clases de matemáticas, inventábamos, ajenas a la mirada del profesor, un ingenio entretenido: escribir una novela. Escribíamos, unas con más empeño que otras, folio tras folio, una historia muy simple: cuatro protagonistas al encuentro del amor con el matrimonio como final previsible y feliz.

La simplicidad del argumento de esas tiernas y soñadoras púberes que éramos, no ha sido mejorado por la autora de“”El albergue de las mujeres tristes”, Marcela Serrano. Eso sí, ya sea debido a sus años, la autora mejora si cabe las formas en un estilo poco depurado, el mismo que pudiera tener un grupo de amigas que se reúne una noche de sábado alrededor mesa del bar para hablar sobre sus continuas desencuentros con los hombres.

La trama de la novela tampoco ayuda resultando esta tan inocua como su no-estilo: un grupo de mujeres se refugian en una especie de albergue-terapia donde se consuela de la tristeza del amor, se habla sobre los hombres, el amor, la pareja, el matrimonio, el sexo, todo ello en un entorno estético más parecido a la telenovela “soy tu dueña” que a un enclave real. No falta el guapo protagonista, médico del pueblo, y el amor que surge entre ellos después de algunas previsibles desencuentros.

La historia no sólo adolece del más mínimo intención narrativa sino que su argumento es tan pueril e inconsistente como las ideas y generalizaciones continuas que en él aparecen. Para muestra:

“las mujeres están enamoradas del concepto del amor no de los hombres”

“las mujeres somos incapaces de relacionarnos sexualmente con un hombre sin enamorarnos”.

La novela, “El albergue de las mujeres tristes” pertenece a esa corriente pseudofeminista llamada literatura femenina o “reflexión en torno a lo femenino” que quiere aunar a todas las mujeres dentro del mismo arquetipo, cómo si pertenecieran a una raza diferente, mujeres de Venus hombres de Marte, Jorge Bucay y demás sandeces, entremezclado todo ello con demandas pueriles y quejas irrisorias sobre el género masculino.

Si es cuestión de canon prefiero que no los haya antes que considerar que sean autoras de la talla de Marcela Serrano, escribientes de un tipo de novelas que más me recuerdan a seriales del tipo “Mujeres en Nueva York” o “Mujeres desesperadas, las que nos represente. A mí que no me represente nadie, por favor.

A pesar de esto, tiene sus innumerables seguidores y seguidoras, como se desprende del hecho de que ha sido finalista del premio Planeta, y es autora de éxito comercial con obras como “Nosotras que nos queremos tanto”, considerándosela además en algunos foros, viva el márquetin, como a una de las nuevas representantes de la nueva narrativa chilena e iberoamericana. Que dios nos coja confesados.


Imagen: Le desserte de Henri Matisse

martes, 15 de marzo de 2011

Yo no quería


...yo no quería a nadie que me mereciera

Ni a un ser especial

Ni a nadie que me tratara como una reina

yo no quería al que se entregue

ni a quien no conozca todos las penas

y sea inmune al desaliento

yo no quería a nadie justo

ni a nadie que quiera darme todo lo mejor del mundo

con su sufrimiento

Yo no quería a nadie sano
ni a nadie que entienda lo que yo entiendo
ni a alguien que supiera conjugar todos los verbos

yo no quería a alguien que no me hiciese daño
ni que nunca me abandonase

ni que nunca se rindiese

yo no quería a una buena persona

ni a nadie sin defectos

yo no quería al que crees que

me merezco


yo sólo te quería a tí
suave y trémula como la hierba

te quería a tí
y

caminar contigo

y equivocarme contigo

y aprender de nuevo

los nombres de las cosas

y comenzar de nuevo


Yo sólo

Te quería a tí

Vagabunda errante
corazón herido

Yo solo te quería a ti.




Pintura: dos desnudos en el bosque o la tierra misma de F.Kahlo

sábado, 12 de marzo de 2011

La mujer más triste



No soy nada, no valgo nada, más que para esperar silenciosa y pintada a que un hombre entre por la puerta y me horade.

Debo permanecer así, estática y quieta para que otros vivan. Soy el cadáver del que se alimentan los buitres en el desierto. Este es mi sacrificio.

Pero una vez creí, creí con la fuerza y la convicción del que espera algo de Dios y le reza frenéticamente con los ojos clavados en el cielo ante el hijo muerto.

La tarde y su quietud no son un reflejo exacto de mi corazón que palpita desenfrenado, pájaro encarcelado, aleteando ya en su último aliento.

No me importaría morir aquí mismo si no estuviera ya muerta.

Una vez, fue hace mucho tiempo, tanto que olvidé los nombres, pero no las heridas clavadas como cuchillos en mi frente, creí.

Ya no espero. Sólo a los hombres que me reclaman.

Despiadada soy como el acero antes de hundirse en tu vientre.

No. Ella no vendrá más. Vino vestida de luz y de esperanza pero yo la arrojé de mí para no amarla más, para no convertirla en una estatua de sal como yo misma. He doblegado mi corazón hasta convertirlo en este guiñapo sangriento que palpita porque no sabe otra cosa más que hacerlo. Ya no siento este órgano inerte y duro como una piedra, que me recuerda que existo. He quemado ya todas las naves y me quedo en esta tierra extraña que me acoge en su vientre.

Ella se arma para no sentir, para no ser otra vez corazón desangrado, feroz alimento del amor. Ella, la que se cubre con el desprecio que me arroja a la cara. Yo permanezco ya estatua de sal, lava seca, país quemado, mirando a sus ojos fieros y tristes, como el acero.

Pero yo vine a ella con el corazón de un niño, con las manos abiertas y el mundo acuesta. Me quiso, sí, para despreciarme mejor luego, a mí, que quise amarla y lamerle cada una de sus heridas. Pero ella me clava insistente una vez más el cuchillo para morirse en mí y olvidarse como olvida un volcán que un día fue fuego.

Ella, el alimento de la tierra, mancillada, ultrajada, malpaís de su dolor que guarda el fuego secreto empuña el alma contra mí.

La quietud de este mar reposado me sumerge en mi pensamiento. No puedo amar, se secó toda esperanza. Pero ¿acaso no la dejo porque la amo?

El amor es dolor, por eso debo arrojarte de mí.

Mis pensamientos van a la deriva y yo soy la tormenta.

Un día se acabará esta raza despiadada y sanguinaria y ya no habrá asomo de su desdicha.

Cuando la vi supe que ella era yo, la solitaria en el desierto, ella arrastrando la cruz de su belleza. Hay seres así, perdidos que un día se encuentran. Pero es demasiado tarde. Ya no podía hacer nada por ella.

Mi corazón se desangra, pero no muero, tan sólo discurre como esta lava que un día será piedra.

Nada espero más que al hombre que quiere mi cuerpo y al que yo le ofrezco los rastrojos de mi sangre. Debo vivir para que otros vivan de mí. Este es mi sino. Alimento y carroña soy. Mi carne envenenada acabará con esta especie corrupta. Soy fango y deshecho y aún así tú me ves bella.

Lo recuerdo todo, me dijo, cada puñal, cada herida, cada garra atravesando mi herida. Yo le rezaba a mi dios para que me llevase y no venía.

Ahí, ¿lo ves? en ese edificio de ventanas cerradas un viejo pustulento desangraba cada noche mi herida. ¡Mira este camino terregoso¡ Por ahí anduve, llorando, desgarrada, gritando su nombra para que no me dejase, pero ella corría y huía más fuerte de mí. No, no olvido nada, llevo cada rostro, cada humillación clavada en mí. Y ahora llegas tú, demasiado tarde, demasiado igual a mí para sanarme.

¿Dónde estaba cuando dormí al raso entre las barcas, en la arena fría de esta playa? ¿Donde estaba cuando él, todos los él saciaron sus ansias febriles en mi cuerpo virgen? No, ya no duermo en la playa al abrigo de esta barca carcomida, ya no paso hambre ni frío.Sólo soy la mujer que espera. Nadie soy, ni rastro de la india inocente que un día llegó a esta isla.

Yo no recuerdo nada, te dije, acaso el eco de quien fui, por eso te reconocí, como dos animales heridos que se encuentran con el mismo dolor acuestas.

Ella sólo espera a la carne y sus réditos. No sentir para que no le duela más la vida, sólo así podrá resistir que cada día los buitres desgarren su cuerpo. Ella, la mujer más triste entre todas, no puede querer, permanece sentada y te espera a ti hombre incierto del mañana que vendrás por su cuerpo.

Y sin embargo, debo decirme que ella nunca me quiso. Sino cómo podría despreciarme así. Y ahora sé que ella es la sombra de otra sombra.

La noche se acerca. Hay una luz tras los cristales.

Ella está esperando. No por mí. Llora en silencio, quizás por ella. La noche cae y siento su corazón latir en mi vientre dolorido. Quisiera dormir. Morir. Dormir.


Imagen: malpaís, volcán de Timanfaya (Lanzarote)

jueves, 10 de marzo de 2011

Gestionar el caos


Una vez acabe este curso tendré un master de profesora en clases imposibles. Sí, de nuevo mi 1º D. Mí díscolo y rebelde grupo D la ha vuelto a armar de nuevo. Se acerca la segunda evaluación. Objetivo: aprobarla. Por lo tanto les he puesto un objetivo alcanzable y posible de realizar para no generar demasiada frustración. Hacer un cuadernillo de ortografía y gramática. ( que falta les hace). Este día trabajan bien, motivados, debo andar mesa por mesa resolviendo dudas, multiplicándome para estar en todas las mesas donde me reclaman.

K se levanta

- Seño puedo ir a buscar algo para esta herida.

Me la muestra, más que una herida es una ampolla en el lateral del dedo gordo de la mano.

- ¿ De qué es?- le pregunto -¿ del mando de la play?

- No sé.

- Anda vete.

Vuelve con una botella de plástico de agua congelada y se la aplica al dedo. Siguen trabajando bien, en silencio, concentrados. A veces mi primero D me da estas alegrías, creo que poco a poco hemos ido creando un grupo compacto, capaz de respetarnos mutuamente y de trabajar juntos sin molestarnos. Pero todo llega a su fin, a los cuarenta minutos comienza el cansancio, uno se levanta y comienza a jugar al fútbol con una botella de agua congelada. Planteamiento, retiro la botella o les dejo. Faltan diez minutos para acabar la clase. Les dejo, se pasan la botella de unos a otros.

- Tiren por lo bajo, no vayan a hacerse daño.

Al final, me acabo entusiasmando con ellos y les doy algunos pases también, pero en uno de los rebotes la botella de plástico, dura como una piedra por el agua congelada va a parar con gran estrépito sobre mi frente. Duele. Risas de los alumnos. Tengo que sentarme. Ante mi dolor, debo quedarme sentada en mi mesa. Se detienen las risa.

- Seño, póngase la botella de agua en la frente- me dice uno de ellos, ya serio.

Lo hago, lo mismo que te daña te cura, me acuerdo de mi padre, “duélele tú a él”. Tengo dos chichones enormes en la frente, me señalan.

Más calmada en el departamento pienso que no estamos acostumbrados a gestionar el caos. Asimilamos este con del desorden, la destrucción, descontrol, olvidando que, en ciertos casos, el caos es fuente de creatividad. Insertos en el mundo tecnológico e hiperestímulados por los mismos nuestros alumnos tienen poco hábito para permanecer quietos o haciendo una sola tarea. Me pregunto si mantenerlos sentados y controlados en sus mesas no es más una estrategia que nos permita el control del aula que una pedagogía acertada, porque, y pienso si es el golpe el que me lleva a estos pensamientos, quizás, no sea otra que la obligación de permanecer en una inmovilidad estática la causante de la falta de creatividad en el aula.

Aún así, me apunto para recordar en las próximas clases:

- No jugar al fútbol con objetos contundentes.

- Gestionar el caos, no participar de él.

- No olvidarme nunca de mis cuarenta y cinco años.

jueves, 3 de marzo de 2011

que es poca la espera y mucha la vida


Un día recordaré esta historia como la más triste y la recordaré tal vez cuando vea las hojas de los árboles del jardín moverse como ahora batidas por el viento, con distintos ojos, a buen seguro, pero la tristeza será la misma, reseca y adherida al fondo de la taza como el poso de un café olvidado. A saber por dónde andaré entonces. Si andaremos en este mundo perro con todos los sentidos o más embotados e ignorantes en algún lugar perdido.

Aúllan las ramas restallando contra los cristales como animales enjaulados, el cielo quizás tenga el mismo tinte azul antes de oscurecer y yo pensando en la india, la mujer que me dejó seca, sólo húmeda cuando la veo, enfrentada al espejo de mí misma veinte años después, tierna y caliente como perra en celo. La indiecita caleña que me arrancó de cuajo el sentido, lanzando la cordura y la lógica al fondo del mar con siete llaves prendidas. Quién me iba a decir a mí, renegada del amor y de sus velos, que fuera a venir ahora Sherezade y que sea yo la que le lea cuentos.

Si ya lo supe desde el primer momento que me miró atravesada odiándome con todos los sentidos, desde entonces supe que era ella, llama caliente, yo, llama abrazada a punto de ser prendida, quince días me tuvo penando, y yo espera que espera, una llamada suya, una señal al menos que me dijera que me pensaba también, que estaba ahí tan herida de amor como yo misma, sintiéndome como si un gigante enorme me estrujara las tripas, golpeada con un rayo de fuego por un niño gordo que asestó la flecha roja directa a mis entrañas porque fue ahí, justo ahí, donde me cogió el estremecimiento.

Y claro que la volví a ver, porque estaba escrito que así fuera, si no, que es otra cosa el destino, el que quiso que nos encontráramos, porque tú, hechicera, lo convocaste para que yo viniera, tú que sabías que yo vendría como animal hambriento y me esperabas. De nada valieron mis intentos de hacerme la fuerte o la olvidadiza pues a través de los ojos y la piel se veían mis ganas. Gracias a dios que pronto supe que yo tampoco te era indiferente, que habías dejado aquel plazo tormentoso para esperarme desde lejos, para ansiarme como te ansiaba ahora, para deleitarte en lo venidero.

Aún así, sopesabas, como una zorra en la madriguera, lo que ya no podía detenerse, pues sabías que sería un amor trágico y doloroso como ninguno, sin saber que ya estabas rendida, porque nada se puede contra las fuerzas del destino, y hubiese besado tus labios en ese momento si mi amiga no me hubiese llamado urgente que me necesitaban porque E vomitaba las tripas afuera.

Me fui pero con la promesa ya firme de vernos en el cine en la tarde del domingo y allí estaba yo espalda contra las vallas para no caerme, viéndote llegar como el náufrago que atisba un barco a lo lejos, pero ahora era yo, la marinera inexperta, a la que el suelo le temblaba cuando las olas de tus caderas se agitaban a mi lado, y fue ahí, en ese preciso instante cuando rocé por primera vez tu piel y supe que iba a perderme en aquél continente prohibido.

Y ya me llevaste, porque eras tú ahora la guía, detrás de la agitación de tus caderas y yo siguiéndote, en la oscuridad del cine, y tú llevándome a la última fila con intensión de besarme, y fue en la penumbra donde descubrí que no era un sueño, que se podía tener piel de seda y olor almizcle. Tu me dirías más tarde que amaste mi cara de niña asombrada y no era para menos, te acercabas a mí y rozabas mi cara y sentía tu pecho voluptuoso caer sobre mi brazo que ya no se movía, esperando inmóvil una vez más el atraque de tu pecho.

Fue al principio justo apagando las luces cuando me cogiste de la mano ya para siempre y tus dedos pequeños y ágiles cuadraron perfectos y menudos en los míos, y ya no supe de qué iba la película ni poco importaba ante el maremoto de emociones que iban y venían, pechos en cascadas, besos furtivos en la mejilla, voces susurrantes en el oído, mano apretada para siempre, y al fondo una película que ninguna de las dos veíamos.

Fue en el coche como si volviéramos de nuevo a ser niñas, como si el tiempo del amor se hubiese detenido o nunca hubiésemos crecido para él, donde nos dimos el primer beso y ahí sentí que llevaba siglos sin darlos, y lo que era peor, olvidando cuánto enciende un beso, la madre de todos los sentidos, besos apasionados, húmedos, profundos, de dos mujeres que se encuentran después de siglos y no se separan; que se buscan y se retuercen, que se palpan y se desean, atrapándome en el vaivén de las olas, barco ya a la deriva, patrón sin mástil ni timonel, tierra a la vista, tierra a la vista.

Pero nada más, sin pasar de la cintura, que hay que ir despacio, que hoy sólo besos, y me quedé pensando si aquello era una broma o hablaba en serio, y luego vi que sí, que era en serio y que aquello era el colmo de la seducción, que no le había parecido bastante a la indiecita los quince días.

En aquel momento no entendí nada, ni aquella necesidad tuya de aplazarlo todo, de dejar que el tiempo transcurriera en medio, y es que me estabas poniendo a prueba a ver si podía aguantar lo que vendría, a ver si era capaz de sobrevivir a lo que ibas a decirme días después.

Siempre que me rindiera ante sus besos y decidiera, sí, sí, esperaría por ella una semana o un mes o lo que hiciera falta, porque te dije valía la pena, dulce como la miel, estar allí en tu regazo, jadeantes, heridas y expectantes, aplacando el deseo que saltaba como un pájaro enjaulado en el pecho.

Y fue delante del mar, mirando las olas que llegaban a la orilla en la negritud de una noche como esta, con estos mismos colores añil fruncidos mientras el viento agita la culminación del día, cuando me dijiste lo que debía saber, toda esa historia rocambolesca de tráfico de estupefacientes y de no sé qué de cumplir condena, y tres años sonó en mis oídos entonces como una película lejana donde yo era la protagonista y ya no supe oír más que la oscuridad en el espacio y el mar bramando, y las olas repiqueteando una y otra vez, tres años, sobre la arena, tres años que debías alejarte de mí, ahora, justo ahora que te encontraba.

Y fue entonces cuando te oí llorar por primera vez y ya supe que te amaría para siempre, que por su puesto te esperaría, que tres años no son nada amor, qué mala suerte, te digo mientras te abrazo y te calmo los gemidos que se confunden con el mar, te esperaré, juepucha, ahora que te encontré ya nadie nos separa, ya ves, como el tiempo no es nada y pasa pronto, y un día saldrás y yo estaré esperándote para leer juntas cien años de soledad y sabremos entonces que es poca la espera y mucho la vida.


Imagen: "Ladi Godivar" de John Collier

martes, 1 de marzo de 2011

Morir o matarse

¿El trabajo es una cualidad inherente al ser humano o un castigo infligido al mismo? Quién sabe, lo único cierto es que no podemos dejar de trabajar, ciegamente, como las hormigas, impelidos por un deber y obligación que nunca cuestionamos. Este es, en síntesis, el tema principal de Las ciegas hormigas de Ricardo Pinillas.

La obra narra el esfuerzo, la voluntad regia de una familia vasca en un entorno rural desfavorecido que obliga a estar en constante la lucha por la supervivencia. Sobre este tema principal, la conquista diaria, el hacer ciego y cotidiano del ser humano se organiza una novela maravillosa. Tangencialmente otros temas no menos importantes, las relaciones entre los miembros familiares, el poder, la rivalidad entre vecinos, la envidia. Todo ello en un lenguaje no exento de poesía y precisión, como si de un drama Lorquiano se tratara. Es por eso una obra atemporales, universal, para ser leída en cualquier tiempo y circunstancia.

Es la búsqueda primigenia y eterna del ser humano, la lucha por mantener el calor del hogar y alimentar a los suyos, pasiones universales que hacen de este libro una magnífica obra, yo diría que obra de arte, contada desde la perspectiva de varias voces que corresponde a los distintos personajes. Apenas un defecto de forma, poner en boca de campesinos un lenguaje elevado, pero esto se le perdona por la tensión dramática, por la emoción sucinta y la intriga ascendente. Nos sumergimos fácilmente en los pesares de esa familia paupérrima y la lucha por la supervivencia, aún a riesgo de saltarse las leyes humanas.

Del morirse trata el libro de Arto Passilina, Delicioso suicidio en grupo. El suicidio como deporte nacional en Finlandia es tratado con humor irreverente y despiadado por el autor y la maniaca tendencia del pueblo finés a poner fin a su vida. Parodia divertida, a ratos, donde el autor se despacha a gusto criticando los males de su país.

“llegaron a la conclusión de que la sociedad finlandesa era fría y dura como el acero y sus miembros eran envidiosos y crueles los unos con los otros El afán de lucro era la norma y todos trataban de atesorar dinero desesperadamente” (pag 157)

Argumento: un simpático grupo de suicidas se reúnen para encontrar la mejor forma de hacerlo, cada vez se une más gente al grupo. Mientras van pensando la mejor forma de hacerlo, recorren el país y el norte de Europa en autobús, en medio de esto, la celebración de la vida.

Obra entretenida pero sin mayor intención que levantar una sonrisa y trata de cuestionar los valores occidentales, el fracaso personal y las exigencias vitales. Pocos llevarán a cabo su plan. Uno se apega más a la vida cuando la ve peligrar, llega a decir, en definitiva.

Humor por tanto, finés, ácido, negro, que levanta alguna sonrisa, pero que decae fácilmente por lo reiterado de la estructura argumental.

Esto me ha hecho pensar en la máxima de que cuanto más tenemos menos valor damos a la vida y cuánto más dura es esta, más nos agarramos a ella, pues apenas hay suicidas entre los países pobres. Los pobres no se suicidan. Mueren solamente, luchando por su vida mediante el trabajo como “las ciegas hormigas”.