Cuando era pequeña mi madre me pegaba. Me pegaba tan fuerte que a veces rompía objetos en mi cabeza, como el mango del escobillón o cualquier objeto que estuviese a mano. Yo, huyendo de los golpes, me metía debajo de la cama o detrás de la puerta, pero mi madre seguía ahí, insistente, repetitiva, una y otra vez, blandiendo su puño, la zapatilla o el palo hasta cansarse. Yo, rara vez lloraba. La pobre victoria de los vencidos está en no dejarse ver vencido, así que aprendí pronto a sobrellevar los golpes con una sonrisa en los labios.
Pero yo no era la única privilegiada de tan noble trato, mi hermana, unos años más pequeña que yo también recibía lo suyo. Ella, en cambio, lo llevaba peor. No había día que antes de acostarse no la oyese recitar en la cama, los ojos fijos en el techo, llenos de fuego y la boca concentrada en una mueca, repetir la misma extraña letanía, “que se muera mi madre, que se muera mi madre”. Yo la oía murmurar en silencio esas terribles palabras, comprendiendo, sin saberlo, que había algo de espantoso y terrible en esta triste oración que mi hermana rezaba cada noche. Por mi parte, yo prefería sumergirme en las mullidas sábanas y soñar que mi madre era otra distinta de la que era. Entre todas las posibles madres, mi preferida era Gina Lollobrígida, el hada que se le apareció a Pinocho para dar vida a aquél muchacho de madera.
Pese a esto, mi madre me pegaba a mí con especial ahínco, debía ser que, al ser mayor que mi hermana me llevaba la parte proporcional correspondiente, cuestión de equidad. Trato de imaginar qué hacía para llevarme tantos y con tan entusiasmo y no logro recordar ninguna hazaña especial. Debe ser que, los leñazos que recibí a lo largo de los años afectaron a la parte de mi cerebro encargada de recordarlo, por lo que, bien se puede decir, que lo mismo que me hirió me curó.
Si bien es cierto que, las peleas eran continuas entre mi hermana y yo y, como consecuencia de esto, era también frecuente que mi madre mediara en la disputa, con una salomónica solución, aporreándonos el cerebro a las dos. Y es que mi hermana, ¡qué talento para la interpretación más malogrado¡ lograba comenzar a llorar cuando veía que la pelea estaba ganada a mi favor y justo en el momento exacto que mi madre pasaba por su lado. Entonces, entraba en escena la artista que siempre reclamó ser y comenzaba la función. El final, ya imaginarán ustedes cuál era, una sarta de porrazos a mi persona, bajo los cuales, inútilmente, intentaba convencer a mi madre, una y otra vez, de que la pelea la había empezado ella. El epílogo de este sainete era la sonrisa sardónica de mi hermana contemplándome bajo la lluvia de golpes.
Pues mi madre era una mujer sabia, ahora lo sé, y sabía que poco importaba quien hubiese empezado si la que la continuaba era yo, más astuta pero menos ladina que mi hermana. Extraña medicina esta, que nos que nos daba mi madre cada día, pues pareciera que cuanto más recibía más quería, dado que siempre conseguía mi objetivo.
Pienso, en la distancia y la templanza que dan los años, que mi madre, en su eterna sabiduría sabía que había en mí un carácter rebelde que había que moldear o frenar. Era tal su convencimiento en esta filosofía que trasladó su convencimiento a la maestra de mi escuela. Y allí estaba mi madre, vestida de negro, doblándome en altura y anchura, con los brazos en jarra y las piernas separadas, explicando a la profesora su metodología. Si se porta mal, le decía en el dintel de la puerta, péguele.
La profesora, convertida en erudita en esta materia, descargaba en mi buena parte de su ontología. Con lo cual, había días que recibía porción doble, en la escuela y cuando llegaba a casa. La semana de la entrega de notas era especialmente penosa. Ahí estaban mis tres, cuatro, suspensos en la cartilla inmaculada y mi cuerpo contra las cuerdas del ring a punto del cao.
Pero no penséis que mi madre era una mujer en absoluto descuidada o disoluta con sus deberes como madre. Todo lo contrario, nunca faltó en la mesa ni un plato de potaje (a mi hermana se lo solía servir sobre la cabeza cuando lo rechazaba) o una ropa limpia que llevar al colegio. Para ser fiel a la verdad, mi madre era una mujer como tantas, desbordada por las circunstancias de llevar el peso de la casa sola sin ayuda de nadie y con el ingrediente de mi persona. Sobre sus hombros soportaba las penurias de llegar a fin de mes con un padre perdido en la mar y una incógnita por despejar, cómo llegar a fin de mes con nueve bocas que alimentar.
En el fondo, si nos golpeaba con especial virulencia cuando suspendíamos era porque quería que fuésemos mejores a base de conocer lo peor desde el principio. Que tuviésemos la opción, que ella nunca tuvo, de estudiar y poder “llegar a ser alguien en la vida”. No aprovechar las oportunidades que la vida nos había ofrecido era algo que la enfurecía como basilisco, por lo que empleaba el único método didáctico que había conocido.
Así, de esta manera y sin quererlo mi madre, comenzó la forja de una rebelde.