martes, 29 de junio de 2010

El último viaje



Algo no cuadraba. El sol de mediodía y la falta de sueño me impedían pensar con claridad, pero algo no iba bien. Si no, por qué aquel gesto tan serio en el rostro del marido de mi hermana, por qué la urgencia de venirme a buscar en coche hasta allí para decirme que mi padre estaba enfermo. Estos y otros pensamientos daban vuelta en mi cabeza, mientras trataba de poner en orden mis ideas.
¿Pero enfermo de qué? Pregunté desconcertada. Mira, dijo con la voz quebrada, las manos muy sujetas al volante, la vista fija en la carretera. Tu padre murió esta mañana. Entonce vi la imagen de mi padre sentado en el suelo de la azotea, tal como lo había dejado, cosiendo redes, reconcentrado en su trabajo de crear colmenas en el aire con sus dedos abotargados, y ahora de repente ya no estaba, ya no estaría más.
Las montañas rojas y negras desaparecieron, la línea blanca de la carretera se emborra, el horizonte, la tierra cobre a los lados, dejó de tener sustancia sólida para dar paso al líquido y mi cuerpo se convierte en un barco que hace aguas, que se hunde, que se anega en forma de lágrimas que se derramaron por mi cara.
Después, fue todo como un sueño, mi madre vestida de negro que se abraza a mí llorando, ay hija, sin despedirse de ti; las mujeres de negro en el recibidor, el llanto silencioso de mis hermanas y aquella sensación de pérdida con la que todos me miraban. Furtiva, huyendo de las manifestaciones del dolor ajeno, queriendo esconder el mío propio subo hasta mi cuarto para encerrarme, con la sola compañía de mi perro sentada en el borde de la cama, lloro a solas.
Pero los pensamientos se apoderaban de mi mente como una bandada de gaviotas que vienen a picotear los deshechos que dejan la descarga de los barcos. Tenía que haber estado allí, no era justo, por qué tenía que haber dormido esa noche fuera, por qué no me había esperado si yo era su hija, la perdida, la errante, la sin rumbo. Me ahogaba con mi dolor a solas, me deshacía en una batalla sin tregua.
Me dirijo a la azotea donde el sol de mediodía me deslumbra. Sentada sobre la cal blanca del suelo vi a mi padre, concentrado, la cabeza baja, cosiendo aún las enormes redes de pesca. Pero era sólo una imagen retardada, una ilusión de mi memoria, porque mi padre ya no estaba allí, ya no pertenecía a este mundo, ya no volvería más a él. Me pensaría desde donde estuviese como yo lo pienso ahora. Extendida como algas gigantesca, como rojos paneles geométricos, contemplo las redes desmadejadas, abandonadas en ese repentino viaje.
Yo ya estaba creciendo, justo en ese instante, como crecen los huérfanos, hacia atrás, hacia la vuelta al útero que no es más que otra nada más insondable, oscura y pétrea. Crecía de una vez y para siempre, tomando conciencia de que la única verdad existente era ésa, que todo desaparece, que mi padre ya no estaba allí, que los vivos se van y no vuelven y que sólo nos dejan una estela de imágenes inconexas.
Cómo podía haber tanto la luz, tan sol y a la vez, tanto sufrimiento. Un intenso dolor me obliga a replegarme sobre mi misma, por quien lloraba, por mí, huérfana para siempre de caricias o por él que volvió a la mar. Pero había sido tan de repente que, un sentimiento de injusticia, de rabia contra todo me embargaba. Sólo el tiempo me llevaría a mudar ese estado de impotencia y rabia con el de la rememoración de algunos recuerdos. El balanceo de mi cuerpo de niña sobre sus pierna, más, más; su sonrisa diáfana; el día que me levantó a las cinco de la mañana para ir a mariscar bajo las protestas de mi madre, los sacos llenos caracolas marinas que me traía de sus largos viajes porque yo las coleccionaba, y que mi madre tiraría un día porque alguien le había dicho que traía mala suerte.
Sólo recuerdos.
- Ponte una camisa negra- me dice mi hermana mayor asomándose por la puerta- Tiene el gesto constreñido, los ojos hinchados del llanto y un rictus amargo en la boca.
-¡lo mataste tú¡¡Lo mataste tú a disgustos¡- dice con un brillo de odio en los ojos.

Entonces me quedo sola con mi pena y la loza que mi hermana me ha dejado en el alma. Permanezco muda, las manos temblorosas, inmóvil como un barco encallado en un arrecife inhóspito. Contemplo las paredes desnudas de mi cuarto y el derrumbe silencioso de de los muros se resquebrajan.
Luego vendrá el mito. Mi hermana pequeña jura y perjurara que ella lo vio el después de su muerte, caminado por el pasillo, mirando el suelo, en el gesto tan suyo de limpiarse las gafas con el borde de su camisa azul americana.
- Lo rodeaba una luz resplandeciente y brillante que lo iluminaba. Te lo juro, no dijo nada, no miraba a nadie, como cualquier día, sólo cruzaba el pasillo de la casa hacia la calle.
Y mi hermana lo decía con tanto fervor que era imposible no creerla, a pesar de que yo hubiese asistido a su entierro y había visto como introducían la caja en un nicho de cemento oscuro y para siempre, sin comprender o quizá ya comprendiendo en ese instante de lucidez, que ya toda mi vida sería pagar mi culpa, luchar con manos y dientes para derribar aquellos muros de cemento que lo aprisionaban, que lo ahogaban, él que nunca pudo estar encerrado en tierra, que nunca supo vivir en ella.
Porque sólo había que verlo, cuando volvió definitivamente de la mar, meditabundo, errante, como un extranjero que vuelve después de mucho tiempo a la patria, perdido en un idioma extraño, sintiendo nostalgia del país que dejó atrás y del que nunca debió volver, derrotado, como un amante entristecido. Que mi padre jamás se adaptó a vivir en tierra, lo confirmó el hecho de que sólo vivió un año más después de jubilarse. Desde los catorce años que se había echado a la mar, a escondidas de su madre, jamás había salido de ella, salvo los pequeños atraques que hacía para abastecer a la familia y crear un hijo nuevo.
No era de extrañar pues que mi padre andara dando tumbos por la casa como si se marease, buscando un rumbo, sin saber qué hacer o cómo comportarse, hasta que se fue sin querer, poco a poco menguando, como lo hacen los hombre de la mar cuando vuelven después de toda una vida a la casa, como un expatriado, como sólo lo hace esa raza errante, viajera y solitaria de la que están hecha los marineros.
Pero un día descubres, en la risa de tu madre aún de luto, que se puede estar triste y alegre, que se puede vivir después de los muertos, aunque en tus oídos aún resuene esa risa demasiado temprana, porque en el fondo, te niegas a saber que no hay nadie imprescindible y, vas comprendiendo el significados de esos pequeños gestos, de esa carcajada que te devuelve de golpe a la vida y descubres el abismo que los separaba, y miras a tu madre con reproche y con lástima, porque recuerdas el temor en sus ojos cuando contó al día siguiente de su muerte que había soñado que él la llamaba para pedirle que fuera con él. Pero ella no fue, fui yo la que me embarque en ese viaje de tinieblas, fui yo la que crucé el océano de tristeza insondable.
A veces, camino hasta el puerto y veo los viejos barcos fondeados, la pintura deshecha, los mástiles caídos como esqueletos de un tiempo que no vendrá. Paseo y respiro ese olor a salitre, a pescado, a sudor de mar, que traía mi padre impregnado en su ropa al volver de la mar. Me detengo en leer los nombres de los barcos, Playa Bermeo, Cruz del Mar, Cabo Blanco, intentando buscar en la memoria si en algunos de ellos estuvo mi padre. La sal, el óxido se van comiendo las letras de estos desvencijados dinosaurios.
Me detengo, en la tentación del abismo, a mirar el agua oscura que hay entre el barco y el dique y, es entonces cuando vuelvo a aquellos días en que íbamos a buscarlo al muelle. Aún puedo ver a los hombres descargando las cajas de pescados, los brazos fuertes y musculosos de los hombres, los marineros saltando del barco al muelle sin escalas, y yo que me detengo bajo el vértigo de ver la distancia tan grande que separa el barco del muelle, más grande según el vaivén de la mar.
-Salta- me grita padre..
Pero no me atrevo, porque sé que hay que esperar a que la mar, en su movimiento acerque el barco al muelle, y tengo miedo de que pueda saltar demasiado tarde o demasiado temprano. Vacilo, mi padre debe ver mi miedo, la indecisión en mis ojos, por eso viene en mi busca, me abraza y me eleva con él en el aire. De un salto estamos ya en el barco, dispuesta, preparada, para dar con él mi último viaje.


Dedicado a los hombres de la mar.

13 comentarios:

ty dijo...

Me has dejado sin palabras. Conmovedor relato.

Saludos,
Sara.

Anónimo dijo...

¡Qué respeto me ha dado siempre "la tentación del abismo"!

TARA dijo...

Todos los pelos de mi cuerpo están erizados... Este relato salido desde tu interior mas profundo me ha dejado a mi también sin palabras...

"vidites" Ico

Beelzenef dijo...

El duelo invita a venir a los días oscuros, sin ninguna luz, como las almas de aquellos que han sufrido la pérdida

emejota dijo...

Es un relato tan tierno y tan cruel. Cruel por esa hermana agresiva que muestra su dolor en forma de ataque en el peor de los momentos.
Afortunadamente luego crecemos y algunos dejamos da alimentar las costumbres y tradiciones inútiles y dolorosas que acompañan al duelo de la muerte. Un fuerte abrazo.

Begoña Leonardo dijo...

Se me ha puesto la carne de gallina, qué emoción... lo cuentas con tanto detalle, no sólo por la descripción del ambiente sino por la de las emociones, has hecho que me sintiera esa mujer, auque nada tenga que ver con ella. Felicidades.
Te abrazo.

Raquel dijo...

Exquisita esta historia tan bien contada. Gracias.

yo misma dijo...

Estupendo relato..y homenaje a los hombres de la mar..decía una compañera de trabajo que ella conoció a su padre a los veinte años, cuando él se jubíló y se instaló definitivamente en casa..antes sólo era el señor que pasaba de vez en cuando cargado de regalos..pero claro..hacía mucho más de lo que veían esos ojos de niña..un beso, ico.

Morgana dijo...

...esa voz Ico... indaga por ahí; cuando escribes así, con esta voz, entiendo que aún te queda mucho más que contar. Venga, salta. Un abrazo.

Belén dijo...

La pena es que solamente cuando pasan estas cosas es cuando nos ponemos a reflexionar...

Besicos

frida dijo...

la pena indescriptible de las pérdidas no puede escribirse, sólo sentirse...

alejandra dijo...

Aun tengo un nudo en la garganta, mientras lo leia se sucedia las imagenes como recuerdos escondidos en mi moria... Hermoso... tanto que se me han empapado los ojos con lágrimas que casi seguro no son mias.

Ter dijo...

estremecedor relato, me pregunto si los padres no son, casi siempre, pescadores o cazadores lejanos.