miércoles, 31 de marzo de 2010

Ars moriendi



Pónganse las mascarillas antes de entrar, dijo Dolo. Pero el olor ya había inundado mis fosas nasales. En realidad, no sabía muy bien cómo colocarme la mascarilla. La miré con una súplica en los ojos.
Si notas el olor tira de los elásticos para atrás. Pero por más que tiraba de los elásticos el olor seguía allí.
Delante de nosotras el dueño del apartamento, se cubría la nariz con un pañuelo y señalaba los muebles del pequeño salón.
Quiero que quiten eso de ahí, dijo señalando el sofá cubierto de sangre espesa y muerta donde revoloteaban las moscas.
La voz desde la mujer de la entrada le gritó.
Sal ya de ahí, déjalas que hagan su trabajo. El hombre finalmente se fue y nos quedamos en el apartamento observando sin hablar aquella macabra escena.
Dolo con la manguera desinfectante en la mano recorría con detenimiento cada una de las habitaciones del apartamento. Lo y yo la seguíamos en el salón mirando el sofá sin hablar.
No soporto la sangre, dijo Lo mirando la sábana empapada de sangre que a cubría el sofá y que escurría aún espesa por el suelo.
A mi no me importa hacerlo, respondí. Nosotras nos quedamos aquí, vete tú al baño. Lo pareció satisfecha.
Miré con detenimiento el somier del sofá adivinando el recorrido que había hecho la sangre desde el sofá hasta el suelo para llegar a la esquina donde había detenido su curso. Sobre la tapicería de flores relucían aún pequeños grumos de carnes mezclados con sangre.
Por un instante, imaginé la muerte de aquél hombre en su sofá, durante horas, durante días, sin que nadie se percatara de su desaparición definitiva. Pensé si él hombre al que había cogido la muerte borracho en el sofá, habría imaginado alguna vez que unas extrañas entrarían en su apartamento para limpiar los restos de lo que habían quedado de su cuerpo en descomposición.
Tiré con fuerza de las anillas. Pero el olor seguía ahí, adherido a mí, mezclándose cada vez más con el desinfectante que rociábamos en cada esquina. Con la mascarilla puesta, el mono de protección, las botas demasiado grandes, los guantes, tengo la sensación de ser un astronauta de visita en otro planeta que va observando los objetos personales diseminados en el salón como si fueran extraños.
En el dormitorio, la cama está sin hacer, y sobre la mesilla de noche reposa la cartilla sanitaria. La foto del carnet me muestra la cara del hombre, un rostro común, sin ninguna particularidad, sobre los sesenta o setenta años, como cualquier hombre que cruzaras en la calle… Sin embargo, había algo en él que me hacía pensar que quizás no era del todo desconocido.
Sobre las estanterías de la cama me detengo a mirar algunas fotos. Me acerco a una que parece hecha hace muchos años. Él muerto está allí con una mujer y un niño pequeño mirando el objetivo, sin sonreír. Sobre la televisión frente a la cama hay algunos viejos casettes de música, leí las carátulas, música tradicional canaria y boleros. Observo morosamente cada uno de esos pequeños detalles como si quisiera registrarlos uno a uno en mi cabeza para que no se me olvidaran nunca. Me detuve, por ejemplo, en mirar sobre una estantería encima de cama un timple y una guitarra en sus fundas negras.
Lo había acabado con el baño y había ido hasta el coche a por bolsas grandes. Por la ventana observé que algunos vecinos se habían reunido en la acera y miraban al apartamento. Teníamos que meter los cojines del sofá, por lo que, mientras, una mantenía la bolsa abierta, otra introducía los cojines y el somier dentro, evitando que no escurriese demasiado el líquido espeso y negro. Debajo del sofá aparecieron dos zapatos negros de hombre como una mancha oscura y desierta.
Al levantar los cojines para meterlos en bolsas el olor metálico de la sangre ascendía ahora más vaporoso, infectando el aire. Podía oír mi respiración acelerada tras la mascarilla.
Fui hasta la cocina en busca de más bolsas. Miré con asco el desorden y la suciedad de la cocina, calderos y resto de comida formaba un cuadro aún más horrendo. Un trozo de carne rosa flotaba en el fondo de un caldero. Mira, le dije a Dolo, señalándole la dentadura que flotaba en medio de los restos resecos de sopa. Dolo hizo un gesto de repugnancia. Abrí nuevas gavetas en busca de bolsas, pero no encontré nada. Tampoco en las repisas que estaban vacías, apenas un par de latas de conserva y algunos sobres de sopa. En la basura había cinco latas de cerveza y un par de botellas vacías de vino. Sobre la mesa del salón un móvil seguía aún enchufado. Tenía diez llamadas perdidas.
Tenemos que llevarnos el sofá, dijo Lo apareciendo con gesto de disgusto. Tenemos que llevarlo a la oficina y quemarlo. Entonces nos pusimos manos a la obra. Entre las tres, bajamos como pudimos el sofá hasta la calle. Algunos vecinos nos miraban desde la acera y las ventanas. A mitad del camino abandonamos el sofá en un solar porque no aguantábamos más el olor concentrado en la furgoneta.
Cuando llegué a casa lo primero que hice fue darme una ducha y embadurnarme de colonia. Tiré la ropa a la basura. Pero aquel olor putrefacto y metálico seguía de alguna forma en mí. Lo sentía en mis manos, en mi pelo, en mi camisa.
Entonces te llamé.
Hoy he ido a limpiar el apartamento de un muerto. Llevaba cuatro días descomponiéndose en el sofá hasta que los vecinos llamaron a la policía porque no soportaban ya el olor.
Por qué tienes que hacer ese tipo de trabajo, respondió con un tono de hastío.
Alguien tiene que hacerlo..
Pero por qué tú. ¿No crees que esas cosas te afecten?
Me afectaba que no estuvieses allí ahora mismo, que no me abrazases ni me calmase aquél olor. Me dolía el tono cansado con el que me hablaba, que no fuera capaz de venir, y sobre todo, el que yo fuese incapaz de pedírselo.
Pero ella estaba en otro mundo, en alguna galaxia muy lejana de la mía. Cuando colgué volví a lavarme las manos. Pero el olor seguía impregnando mi nariz. Me tomé dos cervezas y me fui a la cama, pero el olor seguía en mí, metálico, lacerante, invadiendo mi cuerpo por segundos. Me hundí en un sueño agitado y caótico pero el olor me siguió hasta allí.

Pintura: par de botas de Van goh

13 comentarios:

Anónimo dijo...

No es la muerte ni su inmundicia, es la soledad la que le golpea el alma con olor penetrante...

Beelzenef dijo...

Imposibles de olvidar esos encuentros con la misma Muerte, dejan marca

Sra. Castafiore dijo...

Hola, llevo un rato preguntandome por qué dejaste la sangre correr por toda la casa. ¿No murió de muerte natural? ¿y la sangre de dónde salió? Necesito un epílogo. Saludos.

Ico dijo...

Cuando mueres el cuerpo se descompone, se revientan los órganos y la sangre se expande por todos lados. Eso fue lo que pasó. El muerto llevaba varios días en el sofa.

Candela dijo...

Iba a preguntar lo mismo que Sra. Castafiore. Cada vez más se mueren personas que nadie echa de menos, sólo su olor resulta molesto. No sé por qué he recordado la película "Despedidas", de Yôjirô Takita. Si no la has visto, te la recomiendo.

BUR dijo...

... hay otra muerte, peor no? arte de morir, poco a poco, la muertos-vivientes!

emejota dijo...

No he leido un post sobre la inmundicia de la muerte, he visto un corto fidedigno.
Es triste pero a mi tampoco me impresionan demasiado esas situaciones, la idea de que es un simple proceso químico ocupa mi pensamiento mientras procedo a limpiar el lugar. No lo entiendo pero me ocurre así, sin embargo otras supuestas tonterías me afectan más de lo debido. Un abrazo.

Begoña Leonardo dijo...

Me gusta mucho lo que leo, volveré.

maslama dijo...

odio precisamente ese olor.. es difícil de recordar, pero cuando se mete en la nariz tarda horas en salir

besos,

Raquel dijo...

Impresionante cómo algunos olores se pueden quedar tan adentro y te persiguen hasta lo inimaginable.

Bueno, y decirte que admiro a quien puede escribir de forma tan plástica y ágil.

Un abrazo

Museo de la Luna dijo...

Me gustaría invitarla a visitar nuestro Museo de la Luna. Dicen que Tauro es el signo de la pintura y de los sentidos, quizá se sienta a gusto, no lo sé. Lástima que allí no podamos usar aromas también!

http://moon-museum.blogspot.com

La sonrisa de Hiperion dijo...

Totalmente encantador tu blog, un placer haberme pasado por tu espacio.

Saludos y un abrazo enorme.

Lola - Aprendiz dijo...

Acertado relato para la santa semana, el arte de morir jeje...
Que sorpresa! y que halago!
Aquella tarde quedo inmortal, por su olor,por la soledad del muerto, por nosotras.
El arte... lo pones tú.