miércoles, 31 de marzo de 2010

Ars moriendi



Pónganse las mascarillas antes de entrar, dijo Dolo. Pero el olor ya había inundado mis fosas nasales. En realidad, no sabía muy bien cómo colocarme la mascarilla. La miré con una súplica en los ojos.
Si notas el olor tira de los elásticos para atrás. Pero por más que tiraba de los elásticos el olor seguía allí.
Delante de nosotras el dueño del apartamento, se cubría la nariz con un pañuelo y señalaba los muebles del pequeño salón.
Quiero que quiten eso de ahí, dijo señalando el sofá cubierto de sangre espesa y muerta donde revoloteaban las moscas.
La voz desde la mujer de la entrada le gritó.
Sal ya de ahí, déjalas que hagan su trabajo. El hombre finalmente se fue y nos quedamos en el apartamento observando sin hablar aquella macabra escena.
Dolo con la manguera desinfectante en la mano recorría con detenimiento cada una de las habitaciones del apartamento. Lo y yo la seguíamos en el salón mirando el sofá sin hablar.
No soporto la sangre, dijo Lo mirando la sábana empapada de sangre que a cubría el sofá y que escurría aún espesa por el suelo.
A mi no me importa hacerlo, respondí. Nosotras nos quedamos aquí, vete tú al baño. Lo pareció satisfecha.
Miré con detenimiento el somier del sofá adivinando el recorrido que había hecho la sangre desde el sofá hasta el suelo para llegar a la esquina donde había detenido su curso. Sobre la tapicería de flores relucían aún pequeños grumos de carnes mezclados con sangre.
Por un instante, imaginé la muerte de aquél hombre en su sofá, durante horas, durante días, sin que nadie se percatara de su desaparición definitiva. Pensé si él hombre al que había cogido la muerte borracho en el sofá, habría imaginado alguna vez que unas extrañas entrarían en su apartamento para limpiar los restos de lo que habían quedado de su cuerpo en descomposición.
Tiré con fuerza de las anillas. Pero el olor seguía ahí, adherido a mí, mezclándose cada vez más con el desinfectante que rociábamos en cada esquina. Con la mascarilla puesta, el mono de protección, las botas demasiado grandes, los guantes, tengo la sensación de ser un astronauta de visita en otro planeta que va observando los objetos personales diseminados en el salón como si fueran extraños.
En el dormitorio, la cama está sin hacer, y sobre la mesilla de noche reposa la cartilla sanitaria. La foto del carnet me muestra la cara del hombre, un rostro común, sin ninguna particularidad, sobre los sesenta o setenta años, como cualquier hombre que cruzaras en la calle… Sin embargo, había algo en él que me hacía pensar que quizás no era del todo desconocido.
Sobre las estanterías de la cama me detengo a mirar algunas fotos. Me acerco a una que parece hecha hace muchos años. Él muerto está allí con una mujer y un niño pequeño mirando el objetivo, sin sonreír. Sobre la televisión frente a la cama hay algunos viejos casettes de música, leí las carátulas, música tradicional canaria y boleros. Observo morosamente cada uno de esos pequeños detalles como si quisiera registrarlos uno a uno en mi cabeza para que no se me olvidaran nunca. Me detuve, por ejemplo, en mirar sobre una estantería encima de cama un timple y una guitarra en sus fundas negras.
Lo había acabado con el baño y había ido hasta el coche a por bolsas grandes. Por la ventana observé que algunos vecinos se habían reunido en la acera y miraban al apartamento. Teníamos que meter los cojines del sofá, por lo que, mientras, una mantenía la bolsa abierta, otra introducía los cojines y el somier dentro, evitando que no escurriese demasiado el líquido espeso y negro. Debajo del sofá aparecieron dos zapatos negros de hombre como una mancha oscura y desierta.
Al levantar los cojines para meterlos en bolsas el olor metálico de la sangre ascendía ahora más vaporoso, infectando el aire. Podía oír mi respiración acelerada tras la mascarilla.
Fui hasta la cocina en busca de más bolsas. Miré con asco el desorden y la suciedad de la cocina, calderos y resto de comida formaba un cuadro aún más horrendo. Un trozo de carne rosa flotaba en el fondo de un caldero. Mira, le dije a Dolo, señalándole la dentadura que flotaba en medio de los restos resecos de sopa. Dolo hizo un gesto de repugnancia. Abrí nuevas gavetas en busca de bolsas, pero no encontré nada. Tampoco en las repisas que estaban vacías, apenas un par de latas de conserva y algunos sobres de sopa. En la basura había cinco latas de cerveza y un par de botellas vacías de vino. Sobre la mesa del salón un móvil seguía aún enchufado. Tenía diez llamadas perdidas.
Tenemos que llevarnos el sofá, dijo Lo apareciendo con gesto de disgusto. Tenemos que llevarlo a la oficina y quemarlo. Entonces nos pusimos manos a la obra. Entre las tres, bajamos como pudimos el sofá hasta la calle. Algunos vecinos nos miraban desde la acera y las ventanas. A mitad del camino abandonamos el sofá en un solar porque no aguantábamos más el olor concentrado en la furgoneta.
Cuando llegué a casa lo primero que hice fue darme una ducha y embadurnarme de colonia. Tiré la ropa a la basura. Pero aquel olor putrefacto y metálico seguía de alguna forma en mí. Lo sentía en mis manos, en mi pelo, en mi camisa.
Entonces te llamé.
Hoy he ido a limpiar el apartamento de un muerto. Llevaba cuatro días descomponiéndose en el sofá hasta que los vecinos llamaron a la policía porque no soportaban ya el olor.
Por qué tienes que hacer ese tipo de trabajo, respondió con un tono de hastío.
Alguien tiene que hacerlo..
Pero por qué tú. ¿No crees que esas cosas te afecten?
Me afectaba que no estuvieses allí ahora mismo, que no me abrazases ni me calmase aquél olor. Me dolía el tono cansado con el que me hablaba, que no fuera capaz de venir, y sobre todo, el que yo fuese incapaz de pedírselo.
Pero ella estaba en otro mundo, en alguna galaxia muy lejana de la mía. Cuando colgué volví a lavarme las manos. Pero el olor seguía impregnando mi nariz. Me tomé dos cervezas y me fui a la cama, pero el olor seguía en mí, metálico, lacerante, invadiendo mi cuerpo por segundos. Me hundí en un sueño agitado y caótico pero el olor me siguió hasta allí.

Pintura: par de botas de Van goh

lunes, 29 de marzo de 2010

La extranjera II



He ido a la agencia y he comprado un pasaje de tren para Praga. He paseado por sus calles y me he dejado llevar por la belleza de esta ciudad dormida. No he escrito nada en mi cuaderno, sólo un nombre, Praga. Cómo si nunca hubiese estado allí, como si nunca hubiese recorrido la casa de Kafka ni el puente de Carlos IV o me haya detenido a mirar el agua turbia del Moldava. Pero yo sé que estuve allí, auque mi cuaderno esté en blanco y nunca te cuente que bebí más de la cuenta y acabé con una botella de Becherovka en la habitación del hotel con dos jóvenes, y que hablamos y confundimos nuestros cuerpos en la oscuridad sin necesidad de entender las palabras, como vagabundos que se encuentran y se reconocen en un idioma universal.

Pero hoy pienso si no fue un sueño que estuve allí y te busqué en sus calles porque ya estoy de vuelta en este tren donde sueño con nuestro encuentro.

Sucede así, Tú irás a recogerme a la estación, o quizás sea yo quien espere. Pero tú estarás ahí, sentada en ese banco que ahora miro. Me acercaré silenciosa hasta ti y me sentaré temblando a tu lado. Será en ese instante cuando pierda las fuerzas o las recobré, justo, cuando me mires y me digas lo que sientes. No diré una palabra, atenta a que seas tú quien me hable: nuestros ojos se batirán en duelo de espadas y no habrá vencidos ni vencedores, sólo dos cuerpos deseantes que se acercan. Si ha de ser que sea de una vez y para siempre, y si ha de acabar que sea esa noche la última de ellas. Que tu ardor sea tan fiero que te ciegue, y que tus ojos me digan antes que tus palabras lo que sientes.

Sueño con que la mañana me despierte arrullada por tu voz a medianoche, tendidas cuerpo a cuerpo y sentirte tan cerca que parezca que nos rozamos, pero eso aún no será, porque quiero deleitarme en ese momento que vendrá.

No pretendo tener prisas, ni tocarte aún, sólo estar muy cerca y que sientas el calor que desprende mi cuerpo gritando deseo deseo deseo. No apartes un solo instante tus ojos de los míos. Persigo ver la marea del deseo ascender en el aire, pero no me acaricies aún, no quiero que lo hagas inmediatamente, déjame desearte aún más. Déjame soñar el sabor de tu boca, el tacto de tu piel bajo mi cuerpo.

Y sentir tu mano en mis caderas antes de que la hayas puesto y presenciar agazapada por encima de mí misma cómo mi cuerpo se deshace por tenerte, y gritarte al oído, sin palabras, en un soplo que te quiero.

Ambiciono no dejar de mirarte ni un instante, porque si dejo de hacerlo, mis temores arrastrarán mis manos torpes hasta tu cuerpo.

Déjame soñarte así, intocada, expectante, incierta.

Porque cuando la caricia se pose en la piel ardiente un volcán se desatará en mi frente y no habrá límite que me detenga ni espacio que me contenga.

Porque cuando nuestros cuerpos se estrechen se abrirán los océanos, se derramarán las fuentes, se disolverán nuestras bocas y después de más de un milenio se encontrarán nuestras pieles olvidadas.

En ese instante las manos se convertirán en seda y nuestro cuerpo festejará el encuentro mientras nuestras piernas se entrelazarán buscando el centro. Y así, fundidas en un abrazo de llama o lava desearé detener el tiempo o morir en ese instante. Es en esa noche sin fin que ya espero, donde nuestras partes perdidas se encuentran y nuestras almas se revelan para siempre.

Pero tú no has ido a buscarme. En la estación sólo hay gente diferente, gente que va y que viene, que no me busca y que no me encuentra. Y aquí estoy otra vez sola, sola yo y la máquina. Ay, cómo te he buscado en las calles de Praga, en el café y en el metro de Paris, en el mar de Lisboa y no te hallé. He sido una loba herida buscando en otros cuerpos en otras bocas, pero tú no estabas en ninguna parte. Ni en las noches frías de Praga ni en esta estación perdida de Nuremberg. Aunque yo siga aquí esperándote en esta cafetería donde no vendrás.

Miro a la gente pasar y comienzo a esperar, como siempre he hecho, incluso cuando pensaba y creía que no esperaba. El camarero me trae una cerveza que bebo como si mi amada se retrasase y esté jugando conmigo misma a enfadarme. Pero la gente viene y se va cargadas con las maletas. Aparto los ojos de los besos y los abrazos de los otros y espero, el corazón en el estómago, imaginando que aún puedes venir, que es sólo un retraso. Pero la realidad es que ahora estoy sola yo con la máquina, sola hablando con la maquina, sola arrastrando la máquina. Y la máquina retumbando en la habitación vacía, multiplicando el eco de este cuarto del callejón del molino. Sola con la máquina vaciándome, deshojándome, la máquina terapia, la máquina llorando llanto, seco. Julia sola con la máquina porque tú no has venido a la estación a buscarme, porque nunca me quisiste y nunca te quise.


Imagen: dos mujeres con flores de Gaugin.

viernes, 26 de marzo de 2010

El amante lesbiano



Está visto que en cuestiones literarias una no se puede llevar por nada. Ni por el título ni por la contraportada, ni mucho menos por las ideas o por la personalidad de quien lo escribe. Todas estas premisas no nos aseguran una lectura placentera.
Abrir un libro es una experiencia tal que ningún fundamento o anticipo nos puede adelantar lo que en él nos vamos a encontrar, de ahí la inutilidad de la crítica. Porque es en ese momento íntimo, individual e intransferible donde el encuentro entre el lector y las letras se produce la comunión casi mística o el rechazo..
Todo esto viene a cuento de la gran decepción sufrida con la novela “el amante lesbiano” de José Luis Sampedro. Había oído una entrevista que le hicieron al autor en la radio y me pareció una persona muy lúcida y muy abierta para sus 90 años. Pensé que era hora de darle una oportunidad a este escritor español del que sólo conocía su nombre. Ni qué decir tiene que me atrajo el título del libro” el amante lesbiano” y lo que decía en la contraportada. Pero nada más comenzar descubrí que nada de lo que decía tenía que ver con el título. Una vez más confirme dos cosas: que soy una incauta y que se puede tener muy buenas ideas e intenciones y escribir un mal libro.
La historia una sucesión de recuerdos de infancia biografiados, adolece de excesivos detalles y descripciones de una época. El discurso se convierte así en moroso y denso dentro de un ambiente irreal, sin tiempo ni espacio. Un escenario simbólico para mostrarnos sus ideas acerca de las variantes del amor o la identidad sexual. No pude acabarla, me entraba un sopor indescriptible cada vez que la leía.
Sin embargo, y es por eso por lo que siempre tengo un libro en retaguardia, todo lo contrario me sucedió con “el baile” de Nemirovsky una novela de apenas cien página que se lee de un tirón. Una deliciosa obra que recomiendo fervientemente, bien contada, con un simple argumento, la venganza de una adolescente contra su madre, pero que nos deja una honda impresión, una inquietud, y sentimientos encontrados acerca de la naturaleza de las relaciones humanas.


Pintura: la lectora de Van goh

domingo, 21 de marzo de 2010

La extranjera (I)


Mülhweg, callejón del molino, es el callejón donde vivo, me gusta este nombre como suena y lo que significa. Donde yo nací también hay un viejo molino. Volviendo desde el centro de la ciudad y sin abandonar el mar, si subes por la calle real al final de la calle donde se acaba el asfalto, encontrarás el molino, en un montículo árido, lleno de pedruscos. Mi perro será probablemente el primero en verme, luego vendrá corriendo hasta a mí. Pero ahora mi casa está muy lejos. Miles de kilómetros separan la casa de mis padres de éste, mi exilio.
Hoy es domingo, no sé exactamente de qué día de agosto, siete u ocho. Estoy enferma. He tenido que interrumpir la escritura, Constance y Tina han venido a verme pero se han ido enseguida, pensarían que me interrumpían pues cuando llegaron yo estaba tecleando y ahora me he quedado confusa, indefinida, como vacía. No sé, ya no sé qué más quería contar, porque ellas son también este callejón, ahora silencioso, donde sólo se oye el zumbido de las moscas y las teclas de mi máquina de escribir.
Contaba que estoy enferma, y ahora de repente pienso en mi madre, qué tendrá que ver una cosa con la otra. Asimilaciones. Es sólo una gripe pero me ha dejado postrada, el cuerpo débil y dolorido. Empezó hace cuatro días. De pronto me sentí abatida, me habían dicho que me había quedado sin coche que había fundido el motor, sin más. Lo había comprado hacía sólo dos semanas, de segunda mano, claro, con un tercio de todos mis ahorros de por vida. Ante mí tenía sólo facturas que pagar y estaba sin coche. Lloré desconsoladamente ante el tipo que me miraba y que me decía que él no podía hacer nada, que había sido culpa mía por no ponerle agua cuando el motor estaba caliente. Se la puse, pero demasiado tarde. Ese fue el veredicto. Demasiado tarde.
Llegué a casa y me desplomé, no sé si dormí o si sólo estuve tendida pensando en todo. Al rato sentí desde la ventana la voz de Constance que hablaba con Dafi y Petra, que limpiaban o arreglaba la música de su coche. Tina también estaba pintando un mueble de colores. Oí como le contaba que había entrado a verme y me había encontrado llorando.
Constance entró sin llamar, porque nunca cierro la puerta y se sentó en el borde de la cama donde yo estaba tendida. “Todo se mezcla” me dijo mientras me acariciaba el pelo, y lo decía por nosotras, por la imposibilidad de nuestro amor. No quería que me viera así, débil, giré la cabeza pero las lágrimas salían más espesas. Ahora sabía que también lloraba por nosotras. Pero ella me atrapa por los brazos y me obligó a mirarla de frente, hay tanta dulzura en sus ojos que no puedo más que abrazarla olvidándolo todo. Siento su boca en mi boca y la extraña acuidad que da el haber llorado se funde con sus besos cada vez más profundos. Solo sé que no quiero despegarme de su boca, de esta gruta deliciosa que toca a las puertas del deseo cada vez con más insistencia. Puedo sentir como ella también cede a este fuego que devora el centro de todas las cosas.
De repente, alguien tintinea en la ventana abierta. Nos miramos entre asombradas y divertidas. Es el vecino de enfrente que nos pregunta si necesito no sé qué de un portallaves, parece. Constance se levante y le dice que no, que ya no hay coche o algo así. Enfrente de la ventana hay un espejo desde donde seguramente nos ha visto abrazadas en la cama. Tú crees que nos ha visto, le pregunto. Claro, responde y se levanta a cambiar inmediatamente el espejo de posición mientras yo cierro la persiana. Volvemos a la cama, tengo los ojos hinchados. Le pregunto con voz entrecortada, hundiéndome en su cuello si quiere que hagamos el amor. Pero ella mueve la cabeza negando. No, sigo pensando lo mismo de ayer, responde, no podemos seguir así, siempre discutiendo, es mejor tomar distancia. Pero ella está allí tan cerca y nuestras bocas se gustan. ¿Nos queremos? Nos deseamos y esa negativa es un incentivo más para el deseo porque nuestras manos se hunden en la carne en busca de lo húmedo, desesperadas en un mar de fuego. Pero esto ya es viejo, ya han pasado tres días y nos hemos vuelto a enfadar de nuevo.


Foto "mujer con máquina de escribir "de Anton Senku

viernes, 19 de marzo de 2010

Alicia arrojada del paraiso



Qué le voy a hacer. Cerca ya de mis cuarenta y cinco no creo que vaya a cambiar mucho. Me gusta leer y cuando lo hago disfruto como pocos. Soy de las que se rinden, se desmadejan, se dejan llevar por la historia, el tiempo acaba desapareciendo y me convierto en un espectador de primera en la trama de la novela.

Sin embargo, cuando un libro me desilusiona se activa en mí cerebro una alarma, una especie de alerta crítica que hace que el acuerdo entre lector y la obra se rompa, y acabo cual Alicia siendo arrojada fuera del país de las maravillas.

Entonces me dedicó a seguir conejitos blancos, preguntándome por qué he sido expulsada del libro, y voy buscando por qué una frase me chirría, por qué una historia no me encaja.

En ocasiones son los personajes los que hablan con un lenguaje poco creíbles, otras es el empeño del autor en creer que hay que acudir siempre a lo extraño, a lo incongruente y a lo absurdo para fabricar un buen cuento.

Esto me sucede con Juan Bonilla y su colección de cuentos “El que apaga la luz”. Y sin embargo, encuentras que el autor escribe bien, y que es cuando lo hace sin esta artificiosidad como en “Las alegres comadrejas del Winsurf” cuando logra su mayor acierto.

En cambio, en otros relatos, desfallece, a pesar de estar bien narrados porque son demasiado literarios, como en “Borges, cleptómano” cayendo en esa manía de reiteradas alusiones literarias, muy a lo Vilas-Matas.

Pero cuando descubro un hermoso conejito blanco que grita es cuando, lel autor levado por la precipitación o la inexperiencia (fue su primera colección de relatos) cae en los finales forzados y absurdos como en “Diario de un escritor fracasado”

Otras veces es una metáfora la que me chirría como en el siguiente párrafo:

“Se ubicaba a las afueras de la ciudad, a unos diez kilómetros del centro, pasada la extinta Charca del Lobo, a la que todavía, en las noches más claras, bajaban a bañarse algunas estrellas arriesgándose a que las mordieran las serpientes que residían en el fango”

¿Es todo crítico un escritor frustrado? Largo y tendido que debatir, yo, por si acaso sigo escribiendo.

Sólo puedo decir en mi defensa que, si para algunos soy muy dura, lo hago con mucho amor, si entendemos por tal, una escrupulosa dedicación a la búsqueda de las razones por las cuales he acabado siendo expulsada del país de las maravillas.

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miércoles, 17 de marzo de 2010

Calima



Ando a ritmo bajo. Lento. Hoy es un día extraño, de calima. Cómo explicar para quien no lo conozca lo que es esta espesa niebla de arena procedente del Sahara que cubre la isla. El horizonte, el cielo, apenas se ve, sólo este espeso manto opaco que cubre la isla y nos a-isla aún más. Dicen que afecta al carácter, al asma, yo creo que al alma también.
La calima te encierra, te absorbe y la sensación de vivir en una burbuja flotando en el mar se hace más evidente.
Las clases, bien, gracias. Evaluaciones y más evaluaciones. En estos días me los llevo al aula medusa para practicar con el periódico digital, qué difícil es arrancarlos a escribir. Comienzo con una simple carta al director. Pero les cuesta dar una opinión, algunos no saben ser críticos, anímate les digo. De algo tienes que hablar, hazlo escribiendo, dí algo, de qué quieres quejarte, le digo a quien lleva veinte minutos con la pantalla en blanco.
Yo no sé de eso, me responde airado.
Tú tienes opinión, expresa lo que quiera.
Pero la pantalla sigue en blanco.
A ver, me dice mirándome, en todo el curso, ¿Cuándo me ha oído usted a mí decir una opinión?
Es cierto, nunca habla, su autoestima es tan baja, que al principio no quería ni leer en alto. Leía y silabeaba. Pienso, una respuesta rápida.
Sí, una vez me dijiste que no te gustaba leer, eso es una opinión, y que no entendías porqué tenías que leer libros obligados.
Me mira, voy a otro alumno, a otro ordenador y lo dejo sólo, pensando. Les permito tener música sino molestan a los demás. Algunos han acabado y les digo las reglas básicas para escribir una noticia. Comento la noticia del monstruo de Canarias, así lo llamo, al pederasta que lleva saliendo en las noticias desde hace semanas. Leen horrorizado el testimonio de más de cincuenta víctimas, niños y niñas, abusados, violados. Muchos ya adultos que han tenido que superar la vergüenza y el miedo para testificar contra él y relatar su experiencia.
Vuelvo al ordenador de Frank y leo. “Me llamo Frank, soy alumno de 4º de la ESO, no me gusta leer y no sé por qué hay que leer libros obligatorios y no, los que uno quiera”

lunes, 15 de marzo de 2010

Las mujeres viento


Cuenta la leyenda que en el desierto de Onán en uno de los días más calurosos del año cuando el horizonte es sólo una línea que tiembla a ras del cielo, un nómada se quejaba de la suerte que le sobrevendría si el calor continuaba de esa forma.

- Dios todo poderoso, si nos diste este desierto seco donde vivir y asentar nuestro ganado por qué nos atormentas con estos días donde hasta la tierra se agrieta y gime.

Oyendo sus quejas y apiadándose del hombre y su ganado la diosa nube resolvió llover durante trescientas días y una noche. Llueve tanto que el desierto se convierte en mar y se forman pequeños montículos de tierra llamado islas, en donde acaban refugiándose la familia del pastor y su ganado.

- dios todopoderoso- arguye la mujer del pastor cansada de la lluvia-por qué nos has enviado este castigo, pues si antes éramos pastores nómadas, ahora debemos ser marineros, ya que nada es posible sembrar en esta tierra.

- Ah,- les responde la diosa nube- sabría que nada les complacería pues esa es vuestra naturaleza siendo como sois hijos del hombre.

Y diciendo esto la diosa nube detuvo la lluvia y empezó soplar un leve viento que movió las hojas de los árboles, reduciendo así el excesivo calor de desierto y detrayendo las olas lejos de la tierra.

Con la llegada del viento nacieron las mujeres viento, dueñas del aire y de lo que se mueve. Son mujeres rápidas e inquietas, incapaces de tomar asiento. Son las portadoras de las semillas de todo lo que crece, las que innovan y las que abren las puertas.

Pero un día una de ella se quejó de su suerte.

- Anhelo el reposo de mis hermanas, la quietud de las bestias y el descanso de los muertos. ¿Por qué me obligas a correr sin parar y a estar condenada a no detenerme nunca?

Sus lamentos fueron tan sentidos que ablandaron el corazón de Nut, diosa de la Creación, quien así le dijo.

- Mujer de los vientos, has demostrados ser hábil cosechadora y es justo que te ofrezca un medio por el que puedas encontrar sosiego a tu alma inquieta.

Y diciendo esto le dio el poder de la escritura con la que tejieron sus vidas y contaron un mar de cuentos. Es entonces, mientras tejen y destejen historias, y se leen unas o otras, cuando su espíritu se calma como un remanso de pájaros dormidos sobre un mar quieto.


Imagen: el nacimiento de Venus de Boticcelli.

Realizado a petición de Alfaro de la ciudad sin nombre

viernes, 12 de marzo de 2010

Uno de ellos



Diana se sentó en el primer asiento y miró el paisaje sin ver, dejándose mecer por el traqueteo del bus, por el ir y venir de la gente, por las imágenes conocidas a través de la ventana. Cuando se quiso dar cuenta se había pasado de parada. Descendió sobresaltada del autobús. Pensó que no le venía mal caminar un poco ahora que el sol había salido de improvisto. El tiempo estaba loco, tan pronto llovía desaforadamente como salía un sol de justicia. Miró el cielo, las nubes grises daban paso a un sol fulgente que hacía resplandecer las avenidas y los edificios.
Decidió encaminar sus pasos hacia el paseo de la playa, hacía tiempo que no iba por allí. Se sintió alegre de haber tomado aquella decisión, aquel paisaje marino casi desierto tras la lluvia armonizaba con su estado de ánimo. Camino sin prisa dejándose embriagar por el olor a sal y el azul petróleo del mar. Sus ojos buscaron la línea del horizonte como lo hacen probablemente todos los ojos, para afianzarnos una vez más en la idea de que hay cielo y mar y, de que ambos, no formen parte de lo mismo. Esta sensación siempre la sorprendía.
Descubrió por primera vez la la línea del horizonte siendo muy pequeña en el campo, en el sembrado de arena negra, su madre recogía higos picones de la tunera en casa de su abuela. Miraba a lo lejos , quizás era la primera vez que veía algo más lejos de sí misma, tal vez fue en ese instante cuando tomó consciencia de la nada, del abismo y la incertidumbre. Al final de los campos negros de lava el mundo parecía acabarse en aquella línea del horizonte. Le preguntó a su madre
- ¿ Qué hay más allá? – dijo señalándole el horizonte
La madre recoge los higos sin guantes, verdes, rojos tunos que van a caer al balde.
- La Santa- responde la madre, apenas levantando la cabeza.
- No, más allá, más allá- insiste.
- ¿Más allá? Qué va a haber más allá. El mar.
Pero esa sensación de abismo ya la había devorado por dentro. Esa distancia insondable, inabarcable le dio vértigo. Allí estaba la tierra que se acababa. En días como aquellos, aún podía sentir el abismo del límite, el derrumbe del fin de la tierra como una catarata.
La avenida comenzaba a poblarse de gente, hombres y mujeres de los alrededores que recorrían diariamente el paseo de la playa. Diana miraba sin detenerse a los que paseaban. Comprobó que la gran mayoría era mujeres solas o en parejas que caminaban hablando entre ellas, también estaban los que paseaban al perro, los ancianos en grupos charlando en el banco a media tarde, pero era el de las mujeres, madres que se paseaban con otras mientras los niños jugaba en el parque infantil el mayor número de ellos. Definitivamente resolvió que volvería más por allí, era agradable dejarse llevar por aquella fresca brisa y el sonido de las olas retumbando en las rocas. Contempló a un hombre solo en medio de una acantilado mientras pescaba y deseo saber pescar.
Entonces lo vio.
No supo definir qué era. ¿Le sobrevino esta percepción cuando el hombre rehuyó su mirada? Imposible saberlo. Pero estaba seguro de que era uno de ellos. Si alguien le preguntase qué razonamiento le había llevado a aquella descabellada idea no habría sabido qué decir. Lo cierto es que, Diana desde algún lugar escondido de su mente supo que él era uno de ellos. Aminoró el paso la mirada fija en el hombre frente al parque de niños. Al pasar junto a él sintió la misma aversión que se si acariciara a una serpiente. El corazón le comenzó a latir con fuerza. No podía pensar, sólo sentía el peligro inminente, el daño irreparable. Pensó en advertir a las madres que empujaban los columpios, confiadas. Pero sus pasos se alejaban ya de la Avenida, más débiles que antes, más amortajados.
Llegó a la casa en un estado hipnótico que no le abandonó ni debajo de la ducha caliente, ni delante de una cena fría. Se dijo que era neurótico pensar de aquella manera de un hombre que nunca había visto sólo porque su mirada no le gustase, porque estuviese detenido y mirando a los niños. Tuvo un sueño extraño, agitado, poblado de miedos que olvidó nada más despertarse. De vuelta al trabajo se dijo que iba a olvidar aquella cara para siempre, pero sus pasos volvieron de nuevo al mismo sitio de la víspera. El día había amanecido despejado y tibio. Caminó con paso firme por el paseo de la playa, no había andado más de veinte minutos cuando lo vio allí clavado delante del parque infantil. El corazón le volvió a palpitar como una alarma, pero esta vez se sobrepuso al miedo y lo miró de frente. Estudió su rostro. Quería guardar cada uno de su gesto, la cara afilada, el cuerpo enjuto, la nariz torcida o era la cara la que se torcía como si mirase de lado. La tez extremadamente pálida, la mirada huidiza, el cuerpo menudo, encorvado. Llevaba el mismo chándal azul del día anterior. Ahora lo sabía. Estaba segura. Era uno de ellos. Observó que el hombre se había puesto a hacer flexiones, torpemente. Sabía que lo miraba y por eso disimulaba.
Pero a mi no me engañas, te conozco, te conozco desde siempre, porque yo he sido uno de esos niños, a los que engañaba con mentiras, a los que manipulas y destruyes, te conozco y no voy a dejarte en paz.
Diana se asustó de su pensamiento, comenzó a andar en dirección contraria, la rabia le ascendía por la boca del estómago. La cabeza le ardía, pensó en quien podía acudir. Quizá la policía debía saberlo. Pero qué le iba a decir. Porque si alguien le preguntase que le habría llevado a aquella certeza no sabría qué decir, no podría ni sabría como explicar qué lógica, qué concatenación de pensamientos la llevaba a esa evidencia.
Diana avanzó en un mar de dudas, las olas de la ira repicando, ajena a las gentes del paseo, devorada por el ansia. El aire le empezó a faltar, se sentó en un banco de la avenida.
Una mujer la miró asustada. Levantó los brazos al aire, expiró débilmente. Son intuiciones basadas en las experiencias, es la mirada de la víctima, que jamás olvida, se dijo.Desde ese día baja cada día a la avenida de la playa, a veces se detiene en el parque infantil a mirar a los niños hasta que él aparece, otras, lo sigue por el paseo desde lejos, pensando, rumiando con dolor y rabia cómo podía llegar un ser a cometer un acto tan despreciable.
A veces camina por la avenida pensando que hoy le dirá algo, se acercará hasta él y lo desarmará con la verdad que no espera. Y entonces él también reconocerá en ella a la víctima que fue y que nunca olvida. Siente un impulso de rabia, aprieta los dientes y espera, conteniendo las lágrimas y las ganas de decirle, qué sientes con un niño, con una niña indefensa, qué sientes, y hacerlo sentir el ser abominable que es. Pero no hace nada, se refrena, desanda el camino con una serpiente enroscada al estómago y un extraño nudo en la garganta
El hombre del chándal es ya una obsesión para Diana que lo acecha y lo mira cada vez con mayor desafío. Nadie repara en el veneno de sus ojos ni en el vidrio de los ojos de él. Los niños juegan confiados y ríen en los columpios bajo la mirada inocente de las madres, ausentes de la batalla que se libra a un lado y otro del parque, entre la víctima y el asesino. Diana espera, sigue ahí, al acecho, sabiendo que algún día cometerá un error. Hoy ha vuelto a la avenida con una cámara de fotos, quizá pueda tomarle una. Y la suerte le ha sonreído. Lo ha visto desde la carretera conducía un opel. Desde la ventana ve el rostro afilado. Ha tomado la matrícula del coche GC5656DZT. La mano le tiembla cuando busca el bolígrafo en el bolso. Lo ha visto llegar desde lejos, las manos dentro de los bolsillos, la cabeza metida en los hombros, la mirada fija. Diana ha preparado la cámara, fija el objetivo en el mar, sobre la línea del horizonte, donde la tierra acaba. El corazón le late con más fuerza, siente que viene, dentro de diez pasos estará dentro de su objetivo , puede sentir su presencia, tres, dos. Diana te ha cazado para siempre.


Pintura: Niños jugando en la playa de Sorolla.

lunes, 8 de marzo de 2010

Soy Dios



O al menos esto parece pensar de sí misma Amelie Nothomb en “Ácido Sulfúrico”. Pues si el escritor es un dios en cuanto que tiene el poder de hacer lo que quiera con sus personajes, también no es menos cierto que corre frecuentemente el riesgo de creerse magnánimo y caer en soberbia, incidiendo este desmérito en la propia destrucción de su esencia, ya que Dios, y esto lo sabe todo el mundo, es un mal escritor. Como Amelie Nothomb.

Un escritor-dios como ella dice:

  • todo el tiempo frases grandilocuente: “el lenguaje es menos práctico que la estética”
  • o realidades lógicamente obvias: “dios resulta tanto más necesario cuanto más evidente es su ausencia”
  • Con demasiada frecuencia tiende a la simplificación separando a los personajes en: buenos y malos, listos y tontos.
  • Nos ofrece de manera recurrente píldoras filosóficas: “la moral es útil”

Un texto, el de Amelie Nothomb, no me atrevo a llamarlo novela, que lo hubiese dejado de buena gana a la tercera página, sino hubiese sido porque era la única lectura que tenía a mano en un vuelo de tres horas de Las Palmas a Madrid y, mi compañero de asiento, no parecía muy comunicativo.

“Ácido Sulfúrico” no es una novela sino el esquema de una novela, no hay descripción, no hay apenas narración, sólo diálogos absurdos y simples, hasta decir basta. El argumento un grupo de gente, secuestrados para participar en un reality show, estilo gran hermano con trabajo forzado y que están abocados a la muerte con la complacencia del espectador.

¿Quiere ser crítica con los programas basuras? ¿Con la aquiescencia de quienes los contempla? Evidentemente, evidentemente, pero demasiados pretensiones para unos personajes huecos, de cartón piedra, para una estructura que desaparece y para un fin último que no aparece.

Amelie Nothomb no tiene altura suficiente para hacer una novela simbólica ni la suficiente trabazón narrativa ni argumental para llegar a ciencia ficción. Sólo filosofía de bolsillo que quiere ser y no es y que acaba siendo un superficial debate sobre los programas de televisión.

¿Deseo de “épater” (escandalizar, impresionar) a su público lector? quién sabe los franceses son muy dados a ello, (y ella lo es, y mucho, aunque haya nacido en Bélgica) más bien parece que, la escritora, en su afán de ser dios ha querido crear una tragedia con personajes de tebeo, por lo que no le podía salir otra que un esperpento.

sábado, 6 de marzo de 2010

Lo que las mujeres dicen




Lo que unas mujeres dicen a las otras, murmurando en la cocina, quejándose o chismorreando, o lo que ponen en claro en su masoquismo, es frecuentemente lo último que proferirían en voz alta: un hombre podría oírlas. Si las mujeres son tan cobardes se debe a que ha estado medio esclavizadas durante tanto tiempo. Es aún reducido el número de mujeres dispuestas a sostener su punto de vista acerca de lo que realmente piensan, sienten o experimentan con un hombre al que aman. La mayor parte de las mujeres saldría corriendo como perritos apedreados cuando un hombre dice; “no sois femeninas, sois agresivas, os portáis mal conmigo.” Tengo el convencimiento de que cualquier mujer que se casa, o de alguna forma, toma en serio a un hombre que recurre a ese tipo de injurias, se merece lo que tiene. Ya que tal hombre es dominante, lo ignora todo del mundo en el que vive o acerca de la historia del mismo: tanto hombres como mujeres han desempeñados cantidad infinita de papeles, tanto en el pasado como actualmente, en distintas sociedades. Por lo tanto, es un ignorante o teme marcar equivocadamente el paso o es un cobarde…



Extracto del “El cuaderno dorado” de Doris Lessing

miércoles, 3 de marzo de 2010

Berlinas rellenas de crema




La mano ágil de la muchacha hace el mismo movimiento durante horas: recoge mecánicamente la berlina de la bandeja y la perfora en un tubo hueco y metálico por donde sale la crema. El sonido de la máquina al introducir la crema en la berlina es algo parecido a esto: Chup chup chup. La muchacha lo hace sin fijarse, abstraída, ausente del movimiento armónico y repetido de la mano hacia la máquina. La mano enguantada sostiene con firmeza, pero sin apretar demasiado, el dulce aún caliente que introduce en la máquina que emite esa especie de bombeo, chup chup chup. La mucha es bella como el zafiro pero, su mirada, mira hacia adentro. Bajo el delantal blanco manchado de azúcar y chocolate hay un cuerpo menudo. La cofia ladeada nos habla de una muchacha un tanto impulsiva y descuidada. Son las tres de la tarde, está cansada y su pensamiento está muy lejos.

En la pastelería “La inglesa” hay dos jóvenes trabajadores más, a parte de los dueños de la tienda. La dueña, una inglesa blanca, rubia y seca que despacha al público, y el marido, que es también el pastelero.

Hoy es viernes y la dueña está contenta, la venta ha ido bien, por lo que, queriendo dar un aire distendido al ambiente, quién sabe si esta es la forma de ser amable a la inglesa, lanza una broma a los chicos.

- Has visto que sexy vino hoy Guillermo- le dice a la muchacha con un atropellado acento. La inglesa es tan blanca que parece transparente, los ojos azules, pequeños, bajos dos cristales empañados que revolotean de placer.

La chica levanta apenas una ceja y mira al compañero con desprecio.

-La lleva clara.

La muchacha no sabe cuánto lo ha herido, pues en realidad piensa que nada de esto va con ella, sino que es apenas el instrumento, una mujer colocada en la pieza de ese engranaje. Sólo quiere que la dejen tranquila, que nadie hable de ella. Siente como una pesada carga el que sea motivo de continuas disputas y el objeto de deseo de los chicos. Esta es la razón de que se muestre esquiva y recelosa. Aún no tiene la edad suficiente para no ser cruel y lo que, años después resolverá con una sonrisa, ahora es resuelto con silencio.

Guillermo permanece callado, con el gesto fruncido, queriendo hablar pero sin hacerlo, debatiéndose entre responder o no. Mientras tanto su compañero, ladino, ha aprovechado la ocasión para reírse de él

- ¡ ay que sexy, mariquita¡- le dice

- !cállate niñato

-Niñato yo, papa frita, dímelo otra vez. A ver si eres hombre.

La mujer apenas los mira, ladea una sonrisa desértica como si anduviera en otra parte. Pero Guillermo igual que explosiona se calma porque no quiere problemas teniendo a la dueña tan cerca..

-Bueno, aquí se viene a trabajar, y tu trabajo ahora es rellenar de confitura las berlinas.- le dice calmándose.

Pero Manolo no quiere dejarlo tan fácilmente, ahora que se ha calmado, quiere demostrar que él también puede enfadarse, por lo que aprovecha para lanzarle otro golpe bajo.

- Eso es lo que sabes hacer tú, nada más. Trabajar, comer, ir a tu casa y dormir.

Guillermo se revuelve, las manos untadas en harina blanca, los ojos, encendidos en fuego.

-y nada más, yo no sé nada más, y no quiero saber más, oíste colega, no quiero saber más.

Silencio. Los muchachos se han quedado callados, la dueña aparece pidiendo que alguien vaya a buscar un saco de harina al almacén.

Cuando acaba la jornada la muchacha sube hasta su casa, se cambia de ropa que huele a azúcar y a crema y baja hasta el parque. Allí están sus amigas, esperándolas. Se pide una cerveza y enciende un cigarro. Ella apenas emite palabras, el humo del hashish la sumerge en una modorra espesa y vaga. En un momento determinado se mira las manos, unas manos desiguales, ásperas, nudosas; piensa que su mano izquierda es completamente diferente a su mano derecha. Hay un desconcierto en sus ojos negros cuando se observa detenidamente las manos. La derecha está marcada por ríos de venas gordas, sin embargo, en la izquierda son apenas imperceptibles. Su amiga la mira interrogándola con la mirada, preguntándose qué hace, luego mira sus manos, pero ella las esconde debajo de la mesa, las cierra, las encoge. Avergonzada dice algo sin pensar. Pero cuando los demás no la ven, las sigue mirando.

Al anochecer las amigas y ella van al mismo bar de siempre, se sientan a esperar sin saber a qué esperan, pero lo hacen. La muchacha siente que las miradas la escudriñan, tiene la sensación de que algunas le quieren abrir el cerebro y saber qué piensa. Pero ella no es transparente sino de ópalo y sabe que de un momento a otro algún chico vendrá a hablar con ella.

Lo primero que ve es la mano como una garra apoderándose de la mesa de madera, luego al chico que la mira. Todas las miradas están puestas en ella. Los demás la miran de hito en hito, esperando algún cambio en su gesto.

-¿Me puedo sentar aquí?- pregunta el chico desde su altura.

La muchacha se alza de hombros. Bajo una ley no escrita las amigas van desapareciendo de la mesa. A ella le gustaría también desaparecer, pero permanece allí sabiendo que eso es lo que los demás esperan que haga.

Él le habla y ella asiente, ausente, de vez en cuando mira cuando nadie la ve a la camarera con los ojos húmedos y la sonrisa ladeada. El chico la invita a otra cerveza, y piensa que si bebe algo más vomita. Por eso se deja acompañar sin decir nada.

La pareja se sienta frente al mar en la arena húmeda, la playa está vacía a esa hora de la noche. Él la besa y ella intenta sentir lo que debiera sentir pero no siente nada, se dejar tocar, deseando desear pero ningún sentido acude en su ayuda, sólo se deja hacer, como los demás esperan que haga. Siente la humedad del mar en los riñones y tiene frío pero no dice nada, a veces en medio del acto, le entra la risa y le da por pensar que es una berlina, una berlina que rellenan de crema. Luego se incorpora y se viste.

Camina sola hacia la casa, la luz de la calle alumbra un cerro pelado y brillante bajo la luna llena, sangrante. Sube la cuesta zigzagueando, tarda más de lo normal en sacar la llave del bolsillo y abrir la puerta. Sin encender la luz atraviesa el pasillo vacío. La voz de una mujer suena desde uno de los cuartos.

-Todavía no eran horas.

Mientras bebe agua en la cocina contempla con deseo el cuchillo grande de escamar pescado, lo coge, acaricia la punta afilada y se pasea el filo por las muñecas. Pero la mano le tiembla y el brazo desfallece.

-Llévate el gato para arriba- oye decir a su madre.



Imagen: la mujer de la perla de Johannes Vermeer



lunes, 1 de marzo de 2010

Entre lecturas



“Eran jóvenes, instruidos y vírgenes, aquella noche la de su boda” Así comienza la novela corta Chesil Beach de Ian McEwan, y este comienzo es la síntesis de toda la obra. Los protagonistas, dos inexpertos enamorados enfrentados a una noche de bodas en la que los tabú de la época, la timidez de él y la repulsión de ella hacia el sexo van a convertir lo que debiera ser una noche inolvidable en un drama amoroso.
La novela avanza y retrocede explicando el proceso de enamoramiento de los protagonistas en una Inglaterra de los años sesenta donde se comenzaba ya una tímida apertura hacia temas como el sexo.
Una obra ácida y tierna que deja un regusto de melancolía, la misma que deja los primeros amores y esa sensación de qué hubiese pasado si todo se hubiese desencadenado de otra forma, si ella hubiese indagado en su repulsión al sexo, si él no hubiese sido tan orgulloso, en resumen, si la comunicación sobre la sexualidad no fuese un obtáculo más entre la pareja.
La voz del protagonista desde la lejanía de los hechos y de quien los mira con la distancia de un pasado nunca olvidado, se torna más descorazonador por lo que de arrepentimiento se insinúa. Me recuerda a la frase de mi madre con ochenta años ya cuando dice “ si yo pudiera volver a ser joven con lo que sé ahora”.
Novela corta pero intensa, buena presentación de un escritor para mi desconocido, y al que seguiré la pista. No es difícil. ¿No le encuentran un parecido extraordinario con Carradine?
“El tiempo entre costuras” de María dueñas es en cambio una novela larga, más de seiscientas página y de la que no he podido pasar de la 130. Comencé la novela con buena predisposición pues había sido un regalo de una persona muy querida.
A fin de cuentas que la escritora sea novel, que esté editada por planeta y que tenga hasta media hoja de publicidad en el país no quería decir nada, me dije. Aún así desde el comienzo empecé a verle algunos inconvenientes:
1-Escrita en primera persona, numerosos diálogos por lo que se reproduce la voz coloquial de personajes de clase baja y media. La voz del narrador no aparece.
2-La historia, otro ficción más de protagonista femenina que se hace a sí misma en el contexto de la guerra civil y el levantamiento militar de Franco.
3- Detalles excesivos, ritmo moroso, lenguaje anacrónico en voces de los protagonistas.
Galdós fue en excelente adaptador del habla popular y así lo hizo en muchas de sus novelas, pero desafortunadamete Galdós sólo había uno. Quiero decir, que es muy difícil hacer verídicos personajes de una época si no se maneja bien el lenguaje de esa época. Todo un riesgo que puede llevar al anacronismo y a la pobreza lingüística.
Aún así obra recomendada para nostálgicos de la historia pasada, amantes de las telenovelas de mediodía, seguidores de los folletines, discípulos de las películas de Garci y demás amantes de novelas rosas.