viernes, 31 de julio de 2009

Pensando



Juan conoce a Julia estando en la cárcel. No es que su encuentro fuera de lo más romántico pero, dada las circunstancias, es lo que hay. Juan la observa a través del cristal un domingo de visitas. Queda fascinado. Esos escasos minutos le bastan para quedarse completamente prendado. Pronto indaga y descubre que es la prima de un interno de su mismo módulo. Le cuesta seis paquetes de cigarros conseguir su dirección para escribirle.
La primera carta fue tímida y tan solo le habla de la impresión que le ha producido verla entrar con su vestido rojo junto a los otros familiares que se volvieron grises y el deseo que le ha despertado de querer conocerla. Emborrona varias cartas antes de mandarle la definitiva. Cambia pechos por caderas y mirada de loba por mirada triste. No está del todo seguro de querer decir lo que dice, pero la envía.
A las dos semanas llega la primera respuesta. Es una breve nota comunicándole que no le importa cartearse con él mientras no se haga esperanzas. A Juan no le importa, le quedan dos años de cárcel y no tiene prisa alguna. Con el optimismo que embarga a todo enamorado confía en que algún día ella pueda sentir lo mismo por él.
Como ella no le hace ninguna pregunta, en la próxima carta Juan le habla él, de los largos días de encierro y de la desesperanza, que como una carcoma le roe cada día el corazón. Julia le responde a la semana. Ella, confiesa, siente la misma desesperanza que él, no sabe bien porqué pero un vacío insatisfecho ha rodeado siempre su vida. La correspondencia entre ambos se sucede con la regularidad de las estaciones.
En una de las cartas, Juan le pregunta cuando volverá a visitara a su primo para poder verla, aunque sea a través de los grueso cristales que separan a los de fuera de los de adentro. Juan piensa un instante en eso, los de afuera y los de adentro. Ella no responde, pero junto a la próxima carta introduce una foto con el vestido rojo sonriendo. La foto será colgada en la pared vacía de una litera gris.
Juan, buscando palabras que expresen lo que siente, comienza a frecuentar la biblioteca del centro. Empieza por poemas que copia y luego le envía y cuando ha acabado con ellos, la emprende con las novelas. Esto es lo que hace la mayor parte del tiempo: escribe, lee y piensa.
Escribe a todas horas, a ritmo enfebrecido. A veces, se siente torpe y como seco por dentro, sin encontrar las palabras que expresen lo que siente, por eso emborrona palabras, rompe cartas. La ausencia de palabras le atormenta.
Ocupa todo el tiempo, más dilatado, si cabe en la cárcel en pensar lo que le escribirá en la próxima carta. Pero hay tan poco que contar de la vida en la prisión que siempre acaba hablándole de cómo ese nuevo sentimiento ha transformado su esencia. Nunca he querido ha nadie, le dice en una larga carta, he andado por el mundo perdido y sin rumbo. He sido un naufrago en una noche oscura pero ahora diviso una luz a lo lejos y sé que eres tú. Julia no tarda en contestarle en similares términos. Eres mi alma gemela, le dice Julia, mi igual; yo estoy como tú, encerrada también en una inmensa cárcel. Y Juan llora de alegría al sentirse, de esa manera, correspondido.
Pasarán más de seis meses antes de que vuelvan a verse de nuevo tras los gruesos cristales. Juan se viste con sus mejores ropas y espera pacientemente junto a los demás presos que agarran a los barrotes de la celda. Cuando el megáfono da el aviso de pase Juan la mira, arrobado, sin poder decir nada. Julia habla por el micrófono y su voz parece lejana, lejana.
Aquella nueva visión tan cercana de Julia exalta de tal manera a Juan que no puede dormir en toda la noche. Como un animal enjaulado recorre en dos zancadas la minúscula celda. En la oscuridad y con la ayuda de un mechero le escribe una apasionada carta.
A partir de ahora, Juan solo tiene un propósito, salir fuera. Se presenta voluntario a los talleres, se inscribe en cursos meritorios, es el preso modelo. Nadie conoce ya a este Juan soñador y solícito. Ahora, a petición de los demás presos, escribe cartas a las novias de éstos. Siente que el amor le ha cambiado. Por eso habla con el trabajador social, le cuenta su propósito, quieren que le revisen el expediente, que le proponga el quinto grado por buen comportamiento.
Nada de esto sucede. Pasan los meses y a Juan sólo le quedan dos semanas para salir. Se lo dice en una carta perfumada y nerviosa. Pero Julia ha conocido hace unas semanas a un hombre, estas cosas pasan, le dice en su carta. Ella no quería, surgió, añade, y cree sin lugar a dudas, que está enamorada. Juan recibe un balazo. Siente que el mundo se le cae encima y queda con la noticia como muerto. Por primera vez, Juan no responde nada. Se queda quieto mirando al techo de la celda, pensando.
Piensa que es el hombre más desgraciado del mundo aunque salga libre dentro de dos semanas. Piensa que la vida es injusta y una puta jodienda. Pero sobre todo, piensa, que ella no lo quiso nunca, que quizás, nunca nadie quiere a nadie. Piensa que qué podía hacer él, si la sola caricia del otro hombre puede más que todo el amor que él siente. Piensa en esto y un rumor de rabia y de dolor asciende mansamente por su pecho. Piensa también que el amor es humo y sólo es tierra la piel y la carne. Piensa tanto que amanece el día y lo encuentra en la litera pensando. Entonces, le escribe una última carta liberándola de su compromiso y carga. No puede reprimir una lágrima, aunque, ya se sabe, una celda nunca es el sitio más apropiado para llorar.

jueves, 30 de julio de 2009

Madame Bovary soy yo



Dicen que Gustave Flaubert respondió esto cuando un periodista le preguntó quien era Madame Bovary, la protagonista de su obra maestra.

Pese a que siempre se ha relacionado a Madame Bovary con el carácter femenino y se han creado incluso un término para calificar ese estado del ánimo, el bovarismo, relacionándolo con un estado de insatisfacción constante y la oposición de los sueños con la realidad. No creo alejarme de la realidad si relaciono ese estado vivencial con el de cualquier persona, indistintamente de su género.

Madame Bovary al igual que Ana Ozores en la Regenta o Alonso Quijano en el Quijote es el prototipo de esos seres incapaces de conformarse con la vida que les tocó vivir y que sueñan en ideales más altos. Y que una vez intentan llevarlos a cabo, asisten al derrumbe de sus sueños, tropezando, una y otra vez, con los molinos de viento de la dura realidad.

En esta magnífica novela, Flaubert, construye con minuciosidad un carácter, el de Emma Bovary, mujer apasionada y de sensibilidad extrema que, rodeada de una mediocridad y rutina que la exasperan, anhela vivir las historias de amor que lee en las novelas románticas de la época y sufren un mal al que no puede hallar remedio, el de un deseo irrefrenable de otros mundos y vivencias, no sabiendo la protagonista” de donde venía aquella insuficiencia para la vida”

Madame Bovary, no es una mujer paciente ni pasiva sino que es enérgica y emprendedora, quien siente una necesidad constante de huir su vida de casada, que la llevará irremediablemente a la ruina y al derrumbe. Se dejará arrastrar por el adulterio con verdadera entrega y mayor exaltación que los personajes masculinos para acabar descubriendo que la pasión es “el monstruo que habita fantásticamente en las honduras del amor”.

El autor hace un minucioso y preciso análisis psicológico del personaje tan absorbido por la pasión que olvida y desprecia incluso la maternidad o la gestión de su patrimonio, ruinosamente dilapidado por constantes caprichos que no logran apaciguar su ansia. El atormentado devenir de la protagonista es descrito sin moralismo, con una absoluta comprensión, como si el autor nos quisiera decir que es condición humana el dejarnos llevar por los sueños y los grandes ideales aunque éstos rara vez se cumplan.

“pues todo burgués, en el hervor de su juventud, aunque sólo sea un día o una horas, se ha sentido capaz de inmensas pasiones, de altas empresas.”

Flaubert, con una sutil ironía y con un humor dolido, nos muestra una visión pesimista del ser humano que, por una razón u otra, siempre decepciona. Nadie se salva en este análisis, ni el marido por no querer saber la verdad ni Bovary por querer huir de la realidad, ni los usureros que se aprovechan de la situación, ni los amantes débiles y volubles. Cada ser humano tiene su carga de grandeza y de miseria.

Madame Bovary es también la radiografía de la pasión, del comienzo de ésta y del inevitable fin, que como todo fuego se extingue no dejando más que rescoldos.

“la denigración de las personas a quienes amamos siempre nos apartan algo de ellas. No hay que tocar a los ídolos. Su dorado se queda en las manos”

Madame Bovary es sobre todo una novela a la que hay que volver constantemente, para leer cada vez de forma diferente, según avanzan los años y nuestros sueños van quedando atrás. Hay que tomarla de forma pausada y serena, deleitándonos en ella como se deleitan uno en los mejores manjares mientras saboreamos frases como esta.

“si usted supiera,- replicó Emna, levantando hacía el techo sus hermosos ojos en que titilaba una lágrima- ,¡si usted supiera todo lo que yo había soñado¡

martes, 28 de julio de 2009

El cristal indecente



Cuando mi marido me dejó me sentí acabada. No es que lo quisiera en exceso pero me había acostumbrado a una vida tranquila y aburrida, y realmente no estaba preparada para enfrentarme a llevar una vida en solitario. Porque eso era lo que veía delante de mí, un largo camino hacia el abismo de la soledad y la vejez más desahuciada. Debo contar que tengo cuarenta y cinco años y cuando sucedieron los hechos que relato tenía tan solo cuarenta y dos años. Pero yo me veía así, vieja y acabada. Por lo que solo pensaba en cómo iba a poder desenvolverme en la vida sin él. Porque, a ver, quién sino él sabía el momento justo de llevar el coche al taller, o por ejemplo, bajarme la maleta del último cajón del armario. Cosas como éstas pensaba entre grandes lagrimones y atracones injustificados a la pastelería. Mis amigas se compadecieron de mí, aunque ninguna me lo decía. Pero yo lo veía en sus caras, en sus ojos indagadores mientras buscaban en mí algún defecto, algún extraño comportamiento que había ocasionado aquella catástrofe que había hecho huir a Enrique a los brazos de una chica de veinte.
Esa maldita primavera aguanté el tipo como pude. Acudía a la oficina como una autómata y vivía como Santa Teresa, sin vivir en mí. Como no llevaba bien lo de deshacerme de antiguos hábitos llamaba a mi ex con las excusas más peregrinas, el ordenador que no funcionaba, cartas que recibía y que eran importantísimas, un extraño ruido en el coche. Él ,al principio, acosado tal vez por un sentimiento de culpa o porque quisiera darle celos a la adolescente con la que estaba, acudía solícito. Pero con el tiempo, y siendo mis llamadas cada vez más continuas y mis excusas más increíbles, dejó de hacerlo.
Sin embargo, todo cambio el día que intimé con Olivier. Debo decir, para mi defensa, si es que tengo que hacerlo, que andaba todavía con tan baja estima y tan ensimismada, que casi ni lo vi cuando llegó de becario a la oficina. Pero él si fue visto, porque su llegada revolucionó al personal femenino. En el oficce, a la hora del desayuno, no se hablaba de otra cosa, de mira qué culo tiene, que vaya quien pudiera besar esos morritos, que era una delicia de chico. Yo ni lo veía, últimamente no veía nada más que mi dolor y mi propia complacencia en él.
Ese día, en cambio, lo miré pero tan solo como se observa un cuadro hermoso en un museo, con la distancia de las cosas bellas e imposibles. Hasta el tres de junio. En esa fecha la empresa conmemora su aniversario de creación, y tiene la costumbre de organizar una cena para todos sus empleados. Pensé realmente en no ir, pero ante la opción de rasgarme las venas o llamar de nuevo a mi ex con alguna sofisticada excusa, decidí, en el último momento, acudir.
Y bebí más de la cuenta. Recuerdo que, apoyada los codos sobre la mesa en la hora del café me fui poniendo por momentos, ácida y luego dulce, con el jefe de servicio. Entonces sentí que alguien me miraba insistentemente. Era Olivier. Le sonreí abiertamente bajo los efluvios del alcohol. No era guapo. Era bello. De una belleza apolínea y de una mirada limpia y fresca. Mi imaginación voló al instante e inmediatamente me avergoncé de mis propios pensamientos.
Cuando mi jefe de servicio se levantó, quien sabe si huyendo de mí, él ocupó su asiento. Comenzó a hablarme en francés, quizá buscando mayor confidencialidad a nuestras conversaciones, pues yo era una de las tres personas en la oficina encargada de la distribución a Francia. Me insinuó que no se había acercado más a causa del anillo de casada que llevaba en mi mano, pero que se había enterado hace tan solo unos minutos que estaba separada. Sin ningún tipo de contemplación me susurró al oído que le había llamado la atención desde el primer momento. Lo miré sin entender exactamente qué es lo que quería de mí. Así que solo puede balbucir. ¿En qué sentido? Me miró de una forma extraña y luego sonriendo respondió. Como mujer.
Miré a la mesa de mis compañeras, pensé en que todo era un juego, le habían dicho que estaba al borde de la depresión y que me animara. O acaso era un jovencito juguetón que quería reírse de mí. Pensé en decirle varias cosas, entre ellas, que no se riera mí, pero antes de que abriera la boca me dijo que era una mujer muy sexy, la representación de la mujer española. Casi me ahogo con el vino. ¿Sexy yo? ¿Representación de qué? Sentí que me enrojecía y supe que estaba diciendo la verdad.
Ni que decir tiene que acabamos aquella noche juntos. Y la siguiente, ambién, y la otra. Era como un vendaval, pero un vendaval de aire fresco en un largo y letárgico verano. Me encontraba en las nubes, nunca había recibido tantos halagos, nunca me había reído tanto de mí misma y de los sentimientos que Olivier comenzaba a despertar en mí. Nos mandábamos notitas en la oficina como dos adolescente, nos citábamos en el baño para besarnos. Los compañeros empezaron a verme con otros ojos, las compañeras con ojeriza.
El verano pasó rápido, nos fuimos juntos de vacaciones a Francia, adelgacé cinco kilos, rejuvenecí diez años. Estaba feliz, completa, saciada, descubriendo una nueva mujer que creí olvidada, que renacía, más segura, más sabía.
Fue a comienzos de otoño cuando recibí la llamada de mi ex. Me pareció disgustado por el tono de voz pero no dije nada, me preguntó cómo me iba y le respondí la verdad. Entonces comprendí que alguien le había contado mi relación con Olivier y que había llamado expresamente por eso. Me preguntó si iba en serio con esa relación o si era un capricho. No lo sabía ni me había detenido a pensar en esas cuestiones. Solo disfrutaba el momento.
Pero es patético, respondió, a tu edad, con un chico de veinte. Treinta, rectifiqué, aunque en realidad, tenía veintinueve.
- Depende del espejo con que lo mires. Si lo quieres ver así, yo no lo veo . En realidad, no creo que seas el más adecuado para venir con esas ahora- le dije sin querer ahondar en el tema.
- Pero tú… tú eres una mujer, no es lo mismo.
- ¿ A no? Y donde está la diferencia?
- Una mujer madura- respondió poniendo todo el desprecio posible en esta sentencia- y un chico .. es.. es…indecente.
Hubo un prolongado silencio. Le podía haber respondido las ventajas de Olivier y de su edad, pero me enseñaron a no hacer leña del árbol caído. Una amiga me había dicho que la jovencita de veinte lo había abandonado por otro de su edad. Sabía que estaba sufriendo. Además no soy nada rencorosa. Por eso vamos estas navidades a pasar la nochebuena con él. Olivier y yo. No me gusta que pase esa noche solo, últimamente anda un poco desmejorado, le he pedido a Olivier que se deje ganar una vez más al ajedrez y a las cartas.

jueves, 23 de julio de 2009

Ave fenix




Conocí al tuno en una celda de castigo hace ya algunos años. Yo había comenzado a trabajar hacía unos pocos meses en aquella tétrica institución de desechos como educadora. Ja. Educadora, curioso apelativo para alguien que solo llevaba comidas y acompañaba a la enfermería a muchachos heridos, pequeños delincuentes, demasiado jóvenes aún para estar en prisión pero demasiado peligrosos para estar en la calle.

Era mi primer servicio de la tarde. El guardián abrió la puerta de aquél cubículo sucio y minúsculo y me cedió el paso. Entonces lo vi, sentado en la cama, mirándome fijamente, sin mostrar un atisbo de arrepentimiento ni una sola señal de derrumbamiento, como si estar allí encerrado rodeado de la más absoluta nada fuese su estado normal. Le saludé desde mi altura y acerqué la bandeja a la cama pues no había ni una simple mesa ni una sola silla donde poder apoyarla.

Nunca podré olvidar su cara, el rostro menudo, la mirada avispada, huidiza, los pómulos anchos, la boca pequeña. Había algo de escurridizo en su cuerpo, demasiado pequeño, quizá para su edad. Era muy delgado, sin embargo, no aparentaba de ninguna manera fragilidad, si es que un púgil mosca a punto de atacar en el ring puede aparentarla. No obstante, había algo en sus ojos que me llamó la atención. Indagué en ellos y vi inteligencia, astucia, pero también una honda tristeza que aún hoy me persigue. Entonces me pidió si podía quedarme para hablar. Cuando pasan tantas horas a solas con sus pensamientos como única compañía la mayoría de ellos te piden solo eso: hablar.

Miré aquellas paredes garabateadas en sangre y frases carcelarias de quienes allí estuvieron, el cuarto vacío, sin un solo objeto personal, solo la cama y el preso mirándome fijamente. No lo dudé. Le dije al guardián que me dejara sola que ya le avisaría por el interfono cuando quisiera salir. Quiso decirme algo pero se retuvo en el último momento, quizá detenido por la mirada del preso. Cerró la puerta tras de sí y me quedé allí, sola, el tuno y yo frente a la nada y la podredumbre de aquél minúsculo cuarto vacío. Le pregunté si quería que le trajese algo para leer o para escribir. Él me recordó las normas, nada de papel ni bolígrafo en las celdas de castigo. Estaba prohibido.

No recuerdo aún si le pregunté la causa de que estuviera allí en aquella celda de castigo aislado del resto, a fin de cuentas tarde o temprano, todos acaban pasando por allí por las mismas razones, una pelea entre ellos, un arrebato de rabia, un insulto a un educador. Causas comunes en centros como estos.

El tuno mordisqueó un trozo de pan con desgana de la bandeja y me ofreció de su comida, agradecí el gesto. Pero mi estómago, al igual que mi corazón se cerraba cada tarde al traspasar las verjas del centro. Me senté en borde de la cama y le pedí que me contara algo. Quizá motivado por mi cercanía o porque llevaba mucho tiempo encerrado comenzó a coquetear conmigo. Todos lo hacen, a fin de cuenta son solo chicos, impulsivos y con las hormonas alteradas, que quieren saber si gustan, si en caso, harto improbable, de que estuviesen fuera, tendrían alguna posibilidad. No pude dejar de sonreírme. Todo consiste en decir la verdad sin dañar. Aquí la verdad es una moneda valiosa, intercambiable, además ellos siempre saben cuando mientes. Le dije que no estaba mal pero que era muy joven para mí, que si quería que me quedara me tenía que contar su historia.

Entonces me contó una de las historia más tristes que he oído nunca. Al cabo del tiempo, después de trabajar en cárceles de adolescentes, te acabas dando cuenta de que casi todos tienen una historia parecida. Quizá nuestras vidas en algún punto se vuelven también tristes o injustas, sin embargo, podemos pasar toda la vida pensando que no es así o solo tomar conciencia muy tarde. Ese olvido motivado nos ayuda a seguir adelante,. Sn embargo, el tuno lo supo desde siempre.

Su carrera comenzó nada más nacer: alcoholismo de los padres, abandono, drogadicción, chabolismo, hurtos, desde los ocho, robos desde los diez, centros, fugas, más centros, y más fugas. Miré las paredes que habían perdido el color, la minúscula ventana enrejada y recuerdo que me pregunté cuánto capacidad de aguante tiene el ser humano, y si aquél muchacho no había pasado ya lo suficiente para seguir allí encerrado.

A apunto de caer en un estado de conmiseración tal que me llevaría al borde de las lágrimas, el Tuno, quizás intuyendo mis sentimiento, me contó una historia terrible y cruel. Una noche habían entrado, un amigo y él, a un apartamento del sur con la intención de robar. Cuando ya estaban dentro oyeron un ruido. El hombre, un extranjero adormilado o borracho los miró atónito desde el pasillo. El amigo se abalanzó sobre el hombre derribándolo al suelo. Todavía en el suelo y sin poder reaccionar el tuno le pateó la cabeza.

¿Lo mataste? Pregunté estupefacta.

El tuno se alzó de hombros. Había contado esa historia con la más absoluta frialdad. Sus ojos no mostraban alegría pero tampoco ningún atisbo de culpabilidad o de arrepentimiento. Pensé en el cuerpo de aquel hombre tal vez muerto, y pensé en que estaba frente a un asesino, alguien a quien no le importaba nada la vida de los demás. Trate de disimular mis sentimientos encontrados. Por un lado, veía a un pequeño monstruo sentado frente a mi, alguien cruel, que no tenía ningún respeto por la vida de los demás. Sin embargo, cuando ahondaba en sus ojos tristes, otro lado de mi cerebro me gritaba, pero míralo, es que acaso alguien le ha importado alguna vez la vida de este desgraciado.

Días más tardes, algunos acontecimientos confirmaron mis dudas. El tuno no tenía a nadie. Él junto con algunos pocos presos más, nunca recibía visita. No se le conocían padres ni familiares cercanos. El centro había sido lo más parecido a un hogar que había tenido nunca. Quien sabe si era por eso por lo que siempre volvía a la cárcel.

Afortunadamente, dejé de trabajar en instituciones penitenciarias a los pocos meses, nunca me acostumbre aquello ni yo servía para eso.

Hace unos años volví a ver al tuno sentado en un parque. Era la feria del libro y habían dispuesto unas casetas de libros en medio del parque. Lo encontré sentado en un banco de piedra mirando a la gente pasar con aire ausente. Parecía tan perdido y desvalido que tuve que acercarme a él. Me saludó con efusividad, le pregunté que hacía allí, nada me respondió, solo ver pasar a la gente. Me fumé un cigarrillo con él, me contó que estaba haciendo un curso para el paro. Nada más irme, mi lado más desconfiado pensó si en realidad no estaría haciendo su agosto entre tanta gente.

Hace unos pocos meses lo volví a ver de nuevo en la ciudad. Yo entraba en la biblioteca y él salía, nos cruzamos en la puerta. Me sorprendió tanto verlo allí que no supe qué decir. Lo saludé. Había venido a utilizar el servicio de Internet. Noté un cambio imperceptible en él, quizá la mirada más segura, los ojos menos perdidos. No fumaba ya, me dijo, de nada, y lo que era más importante, había encontrado un trabajo.

Lo felicité, me alegré sinceramente por él. Le creí, a fin de cuentas si alguien era capaz de una transformación así, era él. No obstante, una duda me asaltó, las dos única veces que lo había visto después de salir de la cárcel había sido en un entornos de libros.

Fantaseé con la idea de que quizá le gustase estar rodeado de ellos, aunque no los leyera, imaginando que otra realidad era posible. O tal vez, tan solo sospechaba un mundo del que había sido apartado, un mundo insondable y totalmente desconocido. O tal vez era la gente que podía leerlos lo que en realidad le atraía.

Quien sabe. A veces, pienso en él, y si alguna vez oigo un ruido en la noche, mi lado oscuro piensa que el está ahí, acechando, dispuesto a atacar y que quizá entre. Un escalofrío me recorre, pero no tengo miedo. Extrañamente no tengo miedo. Me levanto, el tuno me reconoce, me saluda y se vuelve.

martes, 21 de julio de 2009

El hombre que no sabía respirar



Una amiga me llamó. Tengo una mala noticia que darte, me dijo. El marido de una amiga de ambas había muerto. No lo conocía muy bien, más bien lo conocía poco. Era un hombre discreto, afable, poco hablador. Nuestra amiga, una mujer enérgica y habladora siempre lo eclipsaba bastante, él no parecía incómodo en ese papel. Parecía feliz, un hombre tranquilo y feliz. Eso es todo lo que puedo decir de él, que era un hombre tranquilo y afable. Me conmovió sobre todo el dolor de mi amiga, quien tenía una relación sólida y estable con él después de veinte años de matrimonio. Al menos así lo pensábamos todos. El segundo pensamiento fue darme cuenta de que tenía mi misma edad y que ahora mismo yacía en la sala de un quirófano. El hombre, en un último rasgo de generosidad, había donado todos sus órganos.
A lo largo del día, el rostro del marido se aparecía en mis pensamientos con su semblante más tranquilo y apacible. Pocas veces he imaginado con tanta claridad el rostro de una persona. Solo tiempo después supe que la muerte de este hombre me había afectado de manera singular. Algo se había desatado en mi cerebro desde ese día, pero no me dí cuenta hasta semanas más tarde. Pasé todo esa jornada y el resto de la otra pensando que ya no estaba en este mundo, que ya no respiraba ni estaba entre nosotros y que lo verdaderamente trágico de este hombre y por ende, de toda la humanidad era la completa desaparición del ser, la aniquilación de la persona.
Esta muerte tan inesperada me sumió en extrañas y tenebrosa meditaciones, podía haber sido yo me decía, me podía haber tocado a mí. Pero, en lugar de estar contento de que no hubiese sido así, me angustié y comencé a preguntarme si acaso el hecho de que no fuese yo el que había muerto en vez del marido de mi amiga fuese porque algo en esta vida debía estar esperando a ser hecho por mí. Pensé que debía ser algo que me estaba esperando y que, ineludiblemente, me llevaría a la muerte, pero que el hecho de no haberlo hecho aún, me llevaba a algo todavía más terribe que la muerte, la no vida.
Medité seriamente durante días acerca de qué cosa sería. Me había casado, había tenido dos hijos, me había divorciado. Había llevado una vida acomodada y tranquila pero no exenta de placeres y de altibajos. Tenía cierto prestigio como arquitecto en Barcelona, un moderado éxito con las mujeres y mis hijos hacía ya tiempo que me habían dejado de molestar. Intente hacer memoria sobre algún sueño que hubiese dejado atrás, pero no pude recordar ninguno. De joven había tenido ciertas aficiones literarias, pero esto incluso lo había realizado, había podido editar con la ayuda de un editor amigo un librito de poemas. Conocía a mi ex mujer precisamente en este círculo literario y de eso hacía ya unos cuantos años. Cuanto más pensaba en todo eso más me angustiaba, llegando el punto de no poder respirar. Decidí bucear en mi interior y confeccionar una lista de todas aquellas cosas que me quedaban por hacer y que me gustaría hacer.
Anoté en un cuaderno: hacer puenting, alpinismo, tirarme en paracaídas, hacer rafting, tomar ayausca, pilotar un helicóptero, bucear en el caribe y así una larga lista de actividades arriesgada o no, que ocuparon dos hojas de mi agenda.
Decidí comenzar cuanto antes con la lista de actividades pero me fue completamente imposible, para ello requería tiempo y en ese momento, estaba inmerso en un proyecto del ayuntamiento que llevaba nuestro gabinete y del que no podía prescindir. Trabajé arduamente, hasta diez horas dirías coordinando y dirigiendo el proyecto con los demás arquitectos para poder acabar cuanto antes y poder así comenzar mi lista de cosas sin hacer. Llegaba a casa agotado y más angustiado si cabe, me faltaba el aire, me costaba respirar, como si cada día que pasase me moviese en un mundo asfixiante y desconocido. Me sentía como deben sentirse los peces cuando los sacas fuera del mar, me costaba adaptarme al medio, me costaba respirar. Tomé la costumbre de añadir nuevas actividades a la lista antes de dormir. La confesión de la lista llegó a obsesionarme. Había llegado a creer que solo rellenando aquella lista y poniéndola en práctica podría salvarme de la no vida que estaba llevando. Me dormía con una opresión extraña en el pecho como si el peso de todo lo que estaba por hacer me impidiera respirar. Cuando acabé el proyecto pedí unos meses de excedencia, me lo podía pedía permitir, y por fin, comencé a tachar actividades de la lista.
Sin embargo, esta frenética incursión en actividades de riesgo y excentricidades, contrariamente a lo que esperaba no me produjo ningún alivio. En unos pocos meses adelgacé considerablemente, acudí al médico por mi continua dificultad para respirar, recomendándome como única cura nuevas actividades al aire libre para eliminar la ansiedad. Era lo que hacía. Mientras tanto, los días se sucedían y yo seguía tachando la lista de mi agenda.
Un día me encontré a mi amiga, la viuda del hombre tranquilo, casi no me reconoció. Sentí que el aire me faltaba y comencé a ahogarme. Tuve que sentarme y expirar e inspirar por la nariz como me había enseñado el médico, sin mucho éxito. Le dije que estaba enfermo. La invité a tomar algo. Después de unas copas y de mirarme con ojos francamente preocupados por mi aspecto me atreví a preguntarle por su marido muerto. Luego de comentar algunos lugares comunes y con una extraña capacidad de superación que me dejó aún más sin aliento, me reconoció que había sido una gran pérdida, pero que se había habituado perfectamente a vivir sola. De todas formas, me confesó, ya no lo quería, se iban a separar en breve.

lunes, 20 de julio de 2009

diario íntimo



¿Cuáles son los motivos que llevan a ciertas personas a sentarse delante de una hoja en blanco o una pantalla vacía?

Me he hecho esta pregunta muchas veces y nunca he llegado a ninguna respuesta válida. Entiendo que cada cual tiene distintas y variadas razones, desde la necesidad de recordar, o incluso de embellecer los hechos recordados, hasta la necesidad de crear y fantasear. Otra razón menos admitida por la mayoría de los autores es la necesidad de conocerse a sí mismo. Cuando esto último es el fin principal de una obra se suele acudir a una escritura biográfica e íntima. Los diarios son los formatos más apropiados para este fin.

“ Henry y June” también llamado” "Henry su mujer y yo” es un diario, un diario íntimo y real que narra la vida de la escritora Anaïs Nin, con un evidente afán de veracidad. La autora comienza relatando el encuentro con Henry Miller y con su esposa June y la relación que mantiene con ambos. La relación con Henry Miller es pasional, pero también de admiración, de dos escritores que se nutren y se comentaban sus escritos, pero la relación con June es de carácter más enigmático y profundo. “Pensar en ella durante el día, me eleva por encima de la vida corriente” dice la autora refiriéndose a ella.

Ambos escritores Henry Miller y Anaïs Nin, comparten la misma pasión por la verdad, pero también el amor por la misma mujer. Así la autora confiesa en el diario:” Me siento atrapada entre la belleza de June y el genio de Henry. De manera distinta, me entrego a los dos, una parte de mí para cada uno. Pero amo a June con locura, fuera de toda razón. Henry me da vida, June me da muerte. He de escoger y no puedo”

Anaïs Nin ( 1903-1977) es una escritora arriesgada y valiente que no solo escribe lo que piensa sino que hace lo que dice, cuestionándose constantemente sobre el hecho de ser mujer y escritora. Para ella la escritura es “ indagar, conocer, experimentar en terrenos prohibidos..”

Su afán de conocimiento y vivencias le hace exclamar” Quiero pasión, placer, ruido, embriaguez, y todas las maldades” “quiero morder la vida y que me desgarre”

En su diario derrocha sensualismo pero también sexualidad sin tapujos, rindiéndose a la pasión como una diosa a la que adorar.

Adelantándose a su época en su manera de vivir en libertad, nos deja algunos magnificas perlas como esta.

”Creo realmente que si no fuera escritora, si no fuera creadora, experimentadora, hubiera sido una esposa fiel…soy capaz de perversiones delicadas. Amar a un solo hombre o a una sola mujer es encerrarse”

Y quizá por eso anhela la libertad de June que se atreve a vivir el amor sáfico “la amo por lo que se ha atrevido a ser, por su dureza, su crueldad, su egoísmo, su perversidad, su demoníaca fuerza destructora”

Se cuestiona también si hubiese sido una mujer más libre si pudiera llevar una vida con una mujer.

“He imaginado que como lesbiana podría llevar una vida más libre porque elegiría a una mujer, la protegería, trabajaría para ella, la amaría por su belleza y ella podría amarme como se ama a un hombre, por su talento, por sus hazañas, por su carácter.”

Los diarios de Anaïs Nin, éste fue el primero de ellos, sufrieron censura durante años, su primer marido no quiso que hablara de él, fue hasta 1960, muerto ya algunos de sus protagonista,a cuando comenzó la publicación sin censuras.

Quizás se podría discutir la calidad literaria de “Henry y June”, pero nunca su empeño en desafiar la veracidad y desnudarse ante los lectores, cuestionándose constantemente sobre el papel de la mujer y las convenciones sociales a que ésta estaba sometida.

Anaís nunca eligió entre Henry y June, no quiso elegir, lo quería todo. Así finaliza su primer diario “Henry va a venir esta tarde y mañana salgo con June”

sábado, 18 de julio de 2009



Rosa Park. 42 años. Un día dijo NO.
No me levanto del asiento.
1955. En EEUU eran los años de la segregación racial. La gente de color tenía prohibido ir a las mismas escuelas que los blancos, los mismos baños y, numerosos servicios públicos eran exclusivos para los blancos.
Los negros debían sentarse en el asiento de atrás del autobús y si los blancos les pedían el asiento éstos debían cederlos.
Rosa fue la primera mujer que dijo NO.
El chofer le dijo que la podían arrestar, pero ella siguió ahí.
La encarcelaron, pasó la noche en el calabozo. Poco después empezaron las protestas en la calle contra la segregación racial. Después apareció Martin Luther king.
Murió en octubre de 2005.
Pascal Obispo ha hecho una hermosa canción en su honor.

viernes, 17 de julio de 2009

Esperándote



El muchacho roza en un descuido el pie de la mujer debajo de la mesa, pero lo retira inmediatamente, como si hubiese sufrido una corriente eléctrica. La mujer, le sonríe sin decir nada, consciente del efecto que causa en él. El chico, porque está muy nervioso o para aparentar que no lo está, habla sin cesar. La mujer de gafas negras y labios pintados, asiente, instándole a continuar con pequeñas afirmaciones de cabeza. A veces, sin venir a cuento le hace preguntas extrañas del tipo, cuántos hermanos tienes, acabaste tus estudios, mientras mira el fondo de sus ojos verdes o quizás pardos. El muchacho se queda un momento en blanco, arrobado, y lo piensa un segundo, entre la sorpresa de la pregunta y la emoción de suscitar aquél interés inesperado por parte de una mujer tan hermosa.

La tarde va cayendo lentamente en la ciudad y ha comenzado a levantarse viento. Un remolino se acerca a la plaza y gira sobre si mismo, levantado hojas muertas del pavimento. El camarero que ha permanecido de píe en la puerta observando a la extraña pareja, se precipita a cerrar las sombrillas. El muchacho, que ha pasado una hora frente al espejo, intenta dominar el peinado que el viento le deshace. Todo esta detenido y contenido en esta extraña pareja sentada en una terraza de la plaza. La mirada fija del muchacho. El hombre del gabán gris que pasa. El ruido metálico del cierre de un comercio.

- si quieres vamos ya al hotel –dice la voz de la mujer.

El joven se levanta tan bruscamente que una botella vacía rueda sobre la mesa sin caer ,porque ella se agacha y la detiene en su mano. Todo sucede a la vez, él muchacho que mira el escote. La música que se oye desde un coche, la mujer que arrastra el carro de la compra. El camarero que se detiene para mirar cómo se alejan.

Ella como un calidoscopio congela cada imagen en su memoria, el viento, las hojas de las palmeras agitando el aire, el deseo en la mirada del muchacho, la ráfaga de olor a mar que llega de repente.

Caminan juntos hacía el hotel por aceras estrechas. El recepcionista que la ve llegar recoge la llave del casillero de madera y la saluda. Esto también lo guardar ella.

El muchacho, ausente del remolino de los pensamientos de la mujer, sigue sus pasos en las escaleras, al ritmo marcado por sus caderas. La mano del joven que tiembla se introduce en la cerradura y abre una habitación anónima de hotel. La expresión de su cara muestra admiración y asombro ante lo que ve: el pomo de la puerta, el grifo dorado, la moqueta blanca. Camina sonriendo hacia la nevera que hay junto a la cama. A ella le gustan sus facciones, sus ojos verdes o quizás pardos, el pelo revuelto y su talle alto. Lo mira con un amor que es más universal que humano, trascendiéndolo en un instante..

- Tengo música en el móvil ¿la pongo?

La mujer sonríe con ternura inusitada adivinando en él inseguridades y miedos que ella arrancará de un gesto. Mientras se desvisten, ella va grabando cada una de sus facciones, imaginando conjugaciones posibles de él y ella. El muchacho la prende por la cintura y la besa de inmediato mientras intenta desvestirla. La mujer que, siente su inexperiencia como un don, le dice al oído palabras tranquilizadoras. Acompasa su cuerpo a él y dirige sus movimientos. Todo se sucede muy rápido, sin darle a ella tiempo de aprehender más que el ansia del muchacho que se deshace. Cuando sabe que va a finalizar, rodea con sus piernas su espalda y finge un sonoro orgasmo.

El rostro del muchacho que brilla, sorprendido de la intensidad del instante, se contrae en un rictus amargo.

- lo siento.

-No – dice como si consolara a un niño - ha estado muy bien.

La mujer, que le gusta cantar, tararea una canción mientras le acaricia la frente.

- ¿tienes novia?- le pregunta.

El muchacho afirma. La mujer desnuda anima al joven que reposa en sus pechos a que le diga,y él le cuenta, confiado, acerca de una de ellas. Hablan a media luz durante un rato, hablan y ríen a mandíbula batiente. La mujer que mira la lámpara del techo piensa que no debe reírse tanto porque las convulsiones de su barriga hacen que el semen se vierta y se pierda. Por eso se gira y deja sus pies alzados en la cabecera de la cama, recordando que esta es la postura idónea para facilitar el embarazo.

A los pies de ella, el muchacho la mira sonriente mientras piensa si ella querrá volver a intentarlo

miércoles, 15 de julio de 2009

Meditación submarina



No quiero hacer nada. No voy a hacer nada. Solo dejarme llevar suspendida en el vaivén trémulo de las olas. Mi cuerpo flota en el azul y yo me dejo ir, en la contemplación de los peces. Solo deseo esto, flotar, en medio del mar observando el balanceo sinuoso de las algas y el movimiento de los peces. No hacer más. Diluirme en el agua y mirar inmóvil la movilidad transparente de los peces.

A través de mis gafas de mar, contemplo este mundo submarino de vívidos colores, fulas, viejas, sargos, palometa… diminutos bancos de peces se mueven en bandadas delante de mis ojos, luego pasan otros más grandes, muy cerca de mí. Sólo hay que estar inmóvil, como un gran pez muerto para que te rodeen. De vez en cuando, aleteo, para no dejarme arrastrar por la corriente hacía las rocas. Con mis aletas amarillas de sirena meditabunda me extasío en los vívidos colores de los peces, violetas, naranjas, rojos, amarillos…. Me sumerjo en la tranquilidad de estas aguas turquesas donde solo oigo mi respiración acompasada.

Tranquilidad absoluta. Calma total. Estas son mis vacaciones. No hacer nada, no viajar, no salir, ni siquiera de mí misma. Escribir. Leer, tirada en el sofá del salón, y de éste al jardín, según se ponga el sol. Meditación submarina.

Que viajen otros. Que busquen, que traigan, que lleven, que atraviesen fronteras y esperas de aeropuertos. Yo, desde mi sofá viajo, del pasado al presente, en el pasar de las hojas, mantengo largas conversaciones con los personajes, escucho detrás de la puerta confidencias, en cada libro un paisaje, en cada letra un romance, un desafío, un misterio.

Yo me quedo, aletargada en el pasar de las horas indolentes, respirando, contemplando, meditando, en el azul coral bajo un mar de letras.

martes, 14 de julio de 2009

Grandes dependientes



Silla. Ropa, ropero, cómoda. Persiana. Repito. No sé por qué. Oigo mi pensamiento. Silla ropero, cómoda, cama, persona. Intento recordar, a base de nombrar las cosas que me rodean una y otra vez. Pero no es mi silla, mi ropa, mi cómoda, mi ropero, mi persiana. No sé donde estoy .Este no es mi cuarto, ni mi cama, ni mi ropero, ni mi persiana. Tengo que levantarme, no soporto lla uz que se filtra por las persianas. Mi cuarto ha desaparecido. Trato de incorporarme, pero mi cuerpo es pesado como una loza. Por qué mi cuerpo no responde. Debo estar enfermo, muy enfermo. Retiro la manta que me cubre y grito . Pero mi voz no sale, no puedo hablar, de mi boca sale un sonido grave, inarticulado, que desconozco. Me miro en la penumbra de la habitación y descubro con horror que mi cuerpo no es mi cuerpo, mis manos no son mis manos, mis brazos no son mis brazos. Mi barriga es un vientre prominente que sube y baja a cada estertor de mi respiración quebrada.
No estoy soñando, sin embargo siento lo mismo que en sueños donde intentas abrir los ojos, pero algo te lo impide y luchas desesperadamente en sueños por despertar, porque es preciso que despiertes, pero algo desconocido te anula las fuerzas, algo superior a tu voluntad que impide abrirlos.
La puerta se abre y una mujer asoma la cabeza en el umbral de la puerta.
- ¿ Qué te pasa cariño?
Quiero responderle pero no puedo, quien es esta mujer, por qué mi voz se ha olvidado de hablar. Mi boca se abre en una mueca inarticulada. Quiero gritar, explicarle, preguntarle qué hago yo allí en aquella casa, quién era ella y donde está mi cuerpo. Pero todo me cuesta un esfuerzo inaudito, estéril, de mi boca no sale una sola frase con sentido, las palabras se niegan a salir, no puedo dar forma a mis pensamientos, mi boca no sabe cómo emitir los sonidos. Solo gimo como un niño despierto en medio de una pesadilla.
La mujer se me acerca la cama y me ayuda a incorporarme, retira las sábanas húmedas y me acompaña al baño. Me cuesta tanto caminar. La mujer me besa frente al espejo con cierta lástima y se va. ¿Quien es este viejo que me mira? ¿Dónde estoy yo? ¿Quién es aquél hombre que me mira tan aterrado como yo mismo? Y dónde estás tú, dónde estás tú.
Me miro con pavor. Un hombre de unos ochenta años me mira, sus rasgos, su pelo cano, sin duda me recuerdan a alguien, pero no sé con certeza a quien. Los ojos que me miran son unos ojos tristes. Observo con detenimiento la fealdad de sus músculos flácidos, la piel marchita, el rostro macilento, acabado, que me mira sin verme. Comencé a llorar por dentro, en silencio. Pero la mujer apareció con palabras amables que no entendía, abrió el grifo de la bañera y mis lágrimas se confundieron con el agua tibia. Cuando la mujer me dejó sentado en el sofá me dirigí a la puerta y me fui. Tenía que irme, salir de aquella casa, salir y buscarte.
Gracias a dios recordaba donde estaba, con paso lento pero seguro, atravesé Leganitos. Tenía que andar con dificultad, debía detenerme y coger resuello a cada paso, forzándome a aminorar el paso. Así atravesé Gran Vía. En unos grandes almacenes miré en un escaparate ese cuerpo extrañó que me acompañaba, pero una y otra vez, me devouelve la imagen de un hombre mayor que me mira con expresión asombrada. Llegué a la calle del Pez jadeando. Busque el número de nuestra casa, pero todo parecía tan distinto. Me dolían los pies, me costaba respirar. Estaba seguro de que era ese número, pero solo encontré el hueco de un edificio derruido. Subí de nuevo la calle, la volví a bajar, el sol me daba de frente. Me detuve un instante en un portal, tenía que descansar, la cabeza se me iba. Tenía que descansar.
Cuando abrí lo ojos la mujer de la mañana lloraba sobre mi. Otra mujer desconocida la agarraba por los hombros. En su cara había angustia y miedo. Unos hombres en la esquina del cuarto hablaban en susurros. Me sobresalté al verte. Pero no eras tú. Una mujer parecida a ti, con tus mismo ojos había entrado en el cuarto.
- ¿que ha pasado mamá?
- lo de siempre hija, lo de siempre, tu padre se ha ido solo de casa todo el día perdido, lo encontraron en la casa antigua, no nos recuerda a nadie pero se acuerda de esa casa…gracias a unos vecinos que lo reconocieron y llamaron a la ambulancia.
La mujer parecida a ti me abraza y llora. No sé que hacer. Se parece a ti, pero no eres tú, no eres tú. No sé que hacer, sólo espero que vengas pronto a buscarme.

viernes, 10 de julio de 2009

Lady Eatwood



Mr Eatwood subió la ladera jadeando. Había comenzado a refrescar, pero el calor aún quedaba en la tierra y ascendía lentamente del suelo a sus polainas. Resoplando, sofocado, por la continua pendiente, deteniéndose cada momento para secarse el sudor con una chalina parda, avanza lentamente. El molinero lo espera en la puerta con una jarra de vino. Lo había visto venir desde lo alto de la colina, por lo que se apresuró a disponer de la mesa como mejor pudo y bajar a la bodega a por el vino. Eran ya mucho el tiempo que aquella amistad duraba. Mientras lo miraba ascender fatigosamente pensaba cuántos años eran ya, pero no pudo recordar, no era bueno para eso. A su cabeza, sin embargo le vino el momento exacto en que lo vio por primera vez siendo niño aún, antes de que el señor Eatwood quedara huérfano. Fue su pasión por el olor del maíz y del trigo triturado que descendía hasta la aldea lo que aficionó al muchacho a pasar largas tardes con el molinero, quien se convirtió así en su consejero y tutor y luego en amigo.

Cuando el joven Eatwood se trasladó a la ciudad para comenzar sus estudios, las visitas, como era lógico, se espaciaron. Sin embargo, el joven, de carácter atento y de natural afable, siempre guardaba un grato recuerdo de su amigo, a quien nunca dejaba de enviar, al menos una vez al mes, alguna afectuosa carta.

La consideración que sentía el joven por el molinero era tal que no se atrevía a realizar un asunto de importancia sin valorar antes su opinión y consejo. A él acudió una vez conoció a la joven con la que posteriormente se casaría y cuando, finalmente, se instaló para abrir despacho en la ciudad.

El molinero, que no necesitaba verlo para saber que una sombra de preocupación se abatía sobre el joven, lo recibió con los brazos abiertos. Se saludaron como si solo hubiese pasado un día desde su última despedida y se sentaron en la mesa donde el viejo molinero había dispuesto las mejores viandas, sin más ceremonias comenzaron a beber y comer con gran apetito. Hablaron de todo, sobre todo el joven Eatwood, pues el molinero sabía, que como el cabrero lleva el ganado, la conversación marcharía sin prisas, cercando el tema hasta llegar al motivo que le había llevado hasta allí. Fue después de saciada su sed y apetito cuando habló de ello.

- Lady Eatwood es una mujer maravillosa- comenzó- dispuesta y enérgica, gobierna la casa sin necesidad de una sola criada, aunque la tiene. - El molinero asiente, atento a las palabras del joven. - Es la mejor administradora de la hacienda. Además es muy apasionada…

El joven calló, refrenado por una sombra

- Vamos, vamos, ¿Quizá en exceso?- le sonríe malicioso el molinero, guiñándole un ojo.

- Oh.. no.. no.. nada de eso- respondió el muchacho azorado- En ese particular,… yo creo estar a la altura- dice alegre- Es solo que…no sé cómo decirlo…

- Pues, haciéndolo, muchacho que tienes más letras que yo y mejor conversa. .- responde alegre el molinero.

- Es que yo pensé…- el muchacho baja la voz como si en este aspecto residiera el conflicto- que las mujeres... en fin, como usted ha estado casado, quería saber…

El molinero sonríe deseoso de conocer el dilema que tanto preocupa al amigo.

- Uhmm.. ¿quien conoce a las mujeres…?- responde.

- Bueno, a fin de cuentas, usted es como un padre para mí, con quien mejor podría hablar de esto.- Mister Eatwood como se bebe de un sorbo el contenido del vaso- La cuestión es que hay un aspecto de nuestras relaciones maritales que me preocupa, quisiera…- carraspeó- quisiera saber si es que todas las mujeres reaccionan igual que la mía en el momento del acto…Vera, como le he dicho es apasionada en exceso, pero no es tierna… en fin era esto.

- Parece una muchacha muy tierna- responde el molinero pasándose repetidas veces la mano por la barbilla y un tanto atónito, pues no llega a comprender el motivo de la preocupación.

- En fin… que yo tengo ciertas predilecciones…que… bueno…..A mi me gustaría que en esos momentos hubiese más caricias, más besos, más delicadeza…

- Y no la hay.- afirma el molinero tratando de seguir el pensamiento del joven.

- No. En absoluto- responde aliviado- Y esto.- dice el joven bajando la voz-sólo se lo podría decir a usted en estas circunstancias y con una jarra y media de vino. …como decirlo…se comporta en esos momentos de manera poco femenina.

- No lo parece, al menos- responde el molinero aturdido

- Ah… sí se lo puedo jurar… es en ese momento de intimidad donde realmente quisiera sentir la suavidad que le es propia a su género, o al menos, yo así lo creía... Sentir mayor delicadeza por su parte…espero que me entienda - El muchacho sonríe nervioso.

- Y no lo es...- responde.

- Solo quiere que la monte como una yegua… - dice el joven suspirando..

- Pero.. permíteme amigo una cuestión vital ¿Ella goza?

- Oh. .. si,.. ya lo creo...Estoy completamente seguro de eso - responde el muchacho- Pero es tan directa, tan fría después de saciado el placer. A mí me gustaría que fuese más delicada, que hubiesen más caricias, más besos, mayor dulzura…

- Entiendo… como una yegua…repite el anciano cabizbajo.

- Sí… Y mi pregunta, la que no me deja dormir desde hace cierto tiempo es ¿Acaso se comportan todas las mujeres de igual forma?

miércoles, 8 de julio de 2009

Casa desolada


Sin quererlo, por puro azar, como sucede con casi todo, me he leído una maravillosa novela que recomiendo a todo aquél que no la haya leído aún por varías e innumerables razones, pero principalmente porque creo que es la novela que a todo escritor le gustaría escribir (o al menos a mi) y porque es, entre otras cosas, un clásico de la literatura universal, me refiero a Casa desolada de Charles Dickens.
¿Pero por qué, pregunto capciosamente, hemos de leer un autor del siglo XIX cuando hay tantos best seller del siglo XXI? Hay una sola razón de peso, porque así entenderemos la diferencia entre una obra de arte y una novela bien escrita.
Otras razones más: el placer de tener en las manos una novela que, desde la primera página te proporciona incontables momentos de gozo y un viaje inesperado. ¿ A dónde? Al Londres frío y nebuloso de finales del siglo XIX, donde la mayor parte de la población malvive en extremas condiciones de pobreza, mientras que otra, formada por los grandes señores, se dedican al parlamento o a la caza, y sus esposas se aburren en sus grandes mansiones. Dickens, como solo hacen los grandes, nos transporta en esa máquina del tiempo a una época y a un lugar de forma tan magistral que de pronto formamos parte de sus calles y de sus gentes.
Hoy diríamos que Dickens es un escritor comprometido porque en esta obra, como en otras, hay un reflejo exacto de las injusticias sociales: la violencia contra las mujeres, los niños mendigos, las condiciones de habitabilidad de lo obreros, en fuerte contraste el lujo y el derroche de los aristócratas. Pero aún es más, es un dinamitador del sistema legal que cree injusto por lo que, toda la obra gira en torno a las propias leyes, al sistema judicial y la lentitud de éste.
Dickens, creador de personajes universales que reconoceremos siempre, el avaro, el amoral, el arribista, el vanidoso, pero también el aventurero, el niño desvalido, el filántropo, el enamorado, el bondadoso, nos lleva a través de sus páginas por una trama compleja de enredos, asesinatos y detectives, de encuentros y desencuentro, de historias decimonónicas, hijos ilegítimos, muertes repentinas, secretos de alcoba, disputas legales y herencias; conformando un microcosmo vivo, una novela coral, en definitiva, una obra de arte.

martes, 7 de julio de 2009

Arrepentimiento



No puede dormir. El viento azota las ventanas y contraventanas con fuerza. Mira a la mujer que duerme a su lado y se levanta con cuidado. Tropieza con una silla en la oscuridad. Maldice en silencio mientras recoge su ropa esparcida por el cuarto. A cuatro patas, busca palpando en la moqueta la ropa que le falta, pues la oscuridad es total en la negrura de la habitación del hotel. Oye a la mujer girarse en la cama, pero él permanece inmóvil, al acecho como un animal oculto en la noche. Espera un instante a que todo vuelva a la calma, aunque sabe que ella no se despertará ni intentará detenerlo. El hombre desnudo se incorpora y se dirige al baño. Enciende la luz y se mira en el espejo. Su rostro muestra los síntomas de una noche de alcohol e insomnio. Abre la ducha y se mete dentro, se restriega con vigor el cuerpo y se viste apresuradamente. Cuando se calza se da cuenta de que le falta un calcetín y el reloj. Abre con cuidado la puerta. La mujer está en la misma posición, ahora sabe que no duerme, y que no intentará retenerlo. Recoge el reloj de la mesa de noche y palpa con cuidado de nuevo el suelo. El cuerpo de la mujer completamente desnudo le parece hermoso. Hermoso pero vacío, una vez ha saciado su apetito por ella. No encuentra el calcetín y decide irse sin él. Baja hasta el parking del hotel y enciende su coche desde lejos. Solo allí se siente seguro. Arranca con premura el vehículo y se encamina hacia la autopista dirección Madrid. Enciende la radio. Las noticias avisan sobre el temporal de viento. Si acelera llegará en tres horas para el desayuno con los niños. No puede evitar mirar su rostro en el espejo delantero. Estúpido engreído, se dice y golpea con el puño el volante. Cómo podía haber sido tan idiota, tan infantil. Con una chica de veinte años, habrase visto semejante fatuo, y encima con una compañera de trabajo, se puede ser más idiota. Y ella, qué esperaba ella de todo esto, un rollo con un tipo mayor, vaya mierda.

Contrariamente a lo que pensó hace unas horas, ahora todo le parece inútil, las argucias estratégicamente planeadas, las mentiras encadenadas. El invento de la convención en Madrid. Cuando amanezca la llamo para que coja el tren, ya le pagaré el trayecto. Pero hoy no puedo ni verla, hoy no. Pero cómo he podido arriesgar todo lo que tenía de esa manera tan estúpida.

El hombre sin calcetín continúa reprochándose durante el trayecto la noche pasada en compañía de la joven. Ya están muy lejos las palabras de amor vertidas en la cena, el apasionado combate de sexo y lujuria mantenido en la habitación del hotel. Solo siente una terrible carcoma en el fondo del estómago, por eso fuma y conduce ansiosamente, como si fuese perseguido por su propio deseo saciado, olvidado ya. Este aborrecimiento que siente ascender por la boca del estómago aviva aún más el recuerdo de lo que piensa, ha estado a punto de perder. Una ternura inesperada por su mujer y los niños le comienza a inundar el corazón y está a punto de irrumpir en un llanto seco y amargo. Si no fuera tan pronto llamaría, le diría que la quiero. Probablemente se extrañaría, llevo tantos días fríos, ausente, preparando meticulosamente, cada minuto, cada hora, de aquel fin de semana de convención inexistente.

El viento arrecia cada vez con más fuerza, un camión pasa a su lado con la tela de su carga ondeando al viento como la vela de un barco. Tendrá que inventar una excusa por haber venido un día antes. Le diré que me encontraba mal, que era una mierda de convención, más de lo mismo. Podemos ir a la sierra y pasar allí todo el día, encender la chimenea, jugar con los niños. Incluso, podemos quedarnos hasta el lunes haciendo un par de llamadas a la oficina. De todas formas, las ventas de este mes ya están más que cubiertas. Siente reavivarse todo el amor familiar que llevaba dormido, agazapado durante meses. Padece una avidez de hogar, insospechada hace unas horas, como si la sola posibilidad de perderlos le hiciera aferrarse con más fuerza. Está a punto de llorar, de miedo, de rabia, de remordimientos, por eso se enciende otro cigarrillo. Mira un instante la lumbre y no ve la baliza que se ha desgajado de los laterales de la autopista y sale volando para ir a caer con un estrépito de truenos en la carretera. Su cuerpo se tensa en un instante de pánico, reacciona rápido, da un volantazo y frena en seco, zigzaguea unos segundos, oye el rechinar de las ruedas y el olor a goma quemada. Pero finalmente se hace con el vehículo que se queda ladeado en el borde de la autopista vacía. No siente la sangre correr por sus venas, va recobrando el aliento a cada instante, consciente de lo cercano que ha pasado la muerte a su lado, como una señal, como un aviso. Extenuado, con los nervios destrozados y el corazón a punto de salírsele por la boca, apoya la cabeza en el volante y llora desesperadamente.