lunes, 29 de junio de 2009

El embrujo de las manos patas



Es imposible no reconocerlas. Suelen ser ruidosas y descaradas. Ríen a carcajadas y andan atropelladamente, por lo que, a veces, las suelen comparar con el efecto que causa un huracán que llega de forma desprevenida arrasando con todo lo que encuentran a su alcance. Esto no es sino una forma de expresar su gran energía, su fuerte impulso y su rapidez mental. Por esta razón necesitan hacer constantemente y sus acciones van siempre mucho antes que sus pensamientos. Aún así, no son irreflexivas, aunque su pensamiento es rápido como el viento, encerrado en la casa que es el cuerpo, se escabulle por las rendijas y resquicios de las puertas y ventanas.
Aunque suelen vivir entre nosotros, pocas veces están, su mundo es otro, un espacio alternativo a la realidad cotidiana, que encuentran demasiado rutinaria. Para poder vivir necesitan nutrirse de lo que su fantasía discurre y su mente construye. Esto las lleva a vivir alternativamente realidades diferentes, tendiendo a abstraerse con gran facilidad, dándoles esto un aire enigmático e inaccesible. Nunca se sabe con certeza qué piensan, ni si lo que dicen es reflejo de su pensamiento, puesto que, la naturaleza, las dotó de la capacidad de enredarnos con palabras, y de hablar y pensar en algo totalmente diferente de lo que cuentan.
No intentes acceder a su espacio, está hecho sólo para ellas. Pasan allí largas horas, indagando como aventureras en esos mundos intangibles donde se pierden, comunicándose con el lado primigenio y esencial, por lo que frecuentemente tienen fugaces visiones premonitorias, a las que más te valiera tener en cuenta.
Aman intensamente. Siempre hay grandes dosis de desgarro en ese amor indecible al que se someten desesperadamente y al que anhelan unirse en una fusión de fuego y agua que rara vez alcanzan, pues, su intensidad es tal, que arden sus alas antes de emprender el vuelo. Estea manera de sentir les hace tener ese aire perdido, de seres erráticos en busca de un amor que les sacie esa sed infinita y originaria.
Las mujeres manos patas están más cerca de la animalidad que cualquier otra raza humana, tienen la facultad de usar las pies como si fuesen manos o garras, atrapan objetos del suelo, apresan narices y acarician con la misma destreza que si fuese una mano. Son seres salvajes e indomesticados y, si alguna vez veis alguna de ellas que lo esté, pensad que se está preparando para dar el gran salto de huída.
No hay hombres manos patas, esta es una cualidad exclusivamente femenina, se cree que por estar éstas más apegadas a la madre tierra y al fuego. Sin embargo, ejercen un poderoso influjo sobre éstos, pero también, sobre el resto de las demás mujeres, ya que, las mujeres manos patas como las sirenas, destilan un aroma que atrapa los sentidos del que es difícil sustraerse. El hechizo de las mujeres manos patas se incrementa en luna llena, quien las mire en esa noche de mayor poder no podrá ya deshacerse de él y habrán caído irremediablemente en su embrujo.
Pero si aún estáis a tiempo y reconocéis en alguna de las mujeres que conocéis ,a alguna de esta especie: huid. Las mujeres manos pata son fieras y terribles, tienden a la destrucción y al caos, aman destruir por el placer de crear de nuevo, pues es a la eterna renovación al único principio que que se someten. Su espíritu no descansa jamás, siempre insatisfecha y esquiva, poseen el don de la transfiguración, que les lleva a estar en continuo movimiento.

viernes, 26 de junio de 2009

A los pies de Neptuno




Rezo. Rezo como un hombre que sabe que va a morir. Voy a morir, olvidado en el mar como antes lo hicieron otros y como lo seguirán haciendo otros más, mientras quede esperanza y la tierra prometida esté al otro lado. En mi pueblo recordarán a Mariko el que se fue a la aventura a buscar trabajo y pan para mi gente. Rezo porque no puedo pensar, el frío atenaza mis huesos y no siento ya mis pies entumecidos hundidos en el agua. Sisoko está a mi lado temblando de frío y sus dientes castañetean sin parar, no sé que edad tiene, pero no debe tener más de quince años, llegó a la barca con las playeras en la mano para no gastarlas y una sonrisa radiante. Ahora llora como un niño. Somos treinta en el cayuco, hay mauritanos, nigerianos, marroquíes, y senegaleses, yo soy Mariko de Senegal, de la etnia de mauro. No conozco a estos hombres y a las cuatro mujeres que compartimos este cayuco a la deriva. No podemos movernos para no perder el equilibrio. Veo el miedo en sus ojos como ellos ven el mío, huelo sus heces y su orín después de diez días de navegación sin rumbo y este pavor de muerte me une a ellos para siempre. El patrón sigue intentando llamar inútilmente por el móvil, pero es imposible, no avistamos tierra y solo hay mar y sal por todas partes. Rezamos y esperamos ver la isla o un barco que nos descubra.

Nada fue cómo pensábamos, al tercer día el motor dejó de rugir y llevamos ya siete días a la deriva. Solo me queda un trozo de pan duro y unas galletas húmedas que comparto con Sisoko, que ha bebido agua de mar en su desesperación y sufre descomposición. A mi izquierda está una mujer, Safi Laya, más fuerte aún que todos los hombres juntos y a quien no he visto ni una sola vez llorar. Compartió su pan de mono conmigo y con Sisoko. Hace días que no come, rehúsa mis galletas mojadas y cierra los ojos. Yo sé que Safi Laya llora por dentro cuando reza como lo hace mi madre.

Mi madre fue a hablar con el Morabito, quien le dijo que antes de embarcar tenía que derramar leche al mar y llevar un puño de arroz amarrado a la barca porque el diablo está en el mar. El Morabito, como hombre santo y sabio, le dijo que también tenía que rezar al dios del mar de los cristianos, porque éste era un demonio que tenía el poder de amainar las aguas o crear las olas. Por eso entre mis rezos ruego al demonio blanco para que nos haga llegar salvos al más allá. Antes del anochecer hemos oído un avión cruzar el cielo y algunos se han levantado para gritar alzando sus manos al aire. Hemos estado a punto de zozobrar, el patrón ha gritado, los hombres han gritado, ha entrado más agua por la borda y el pájaro de fuego se perdió en el aire. Hemos estado achicando agua hasta ahora, pero ya nuestros brazos no tienen fuerzas y el agua no para de entrar a cada embestida de las olas. Temo a la noche, la noche es negra y el bramar del mar es como cien rugidos de leones. Rezo y pienso que el Baobab me protege porque vertí durante tres días leche para que los espíritus me protegieran. Barça o muerte. Soy Mariko de la etnia de mauro y rezo para no morir. In Sha´Ala.

jueves, 25 de junio de 2009

Preferiría no hacerlo



La literatura es mágica. Hay magia no sólo en su origen sino en la recepción. Cada una la recibe e interpreta según sus modos vivenciales o sus propios deseos. No he encontrado dos respuestas similares a cuando pregunto a las amigas sobre interpretación final de mis relatos. Pero la magia no queda ahí, sino que ésta intrínseca en la propia obra. Los textos se comunican, fuera de la realidad del escritor, y frecuentemente, establecen relaciones entre ellos que se les escapan incluso al propio autor. Hay libro que nos remiten a otros por asimilación o semejanza, pero también frecuentemente se posicionan frente a otros.
Esto me sucedió hace unos días cuando comencé a leer Dos mujeres en Praga de Juan José Millás. No había leído nada de este periodista, más allá de alguna columna en un periódico nacional. He de reconocer que nunca lo hubiese aceptado en mi lista de escritores por leer, pero ha sido uno de estos libros heredados (leer la magdalena de Proust) a los que irremediablemente me llevó una tarde somnolienta de domingo. Pertenece Millás a esa nómina de escritores mediáticos y comerciales, bien situados en el panorama literario español, que escriben periódicamente bajo instancia de su editor para lectores poco exigentes y acomodados y a los que, en agradecimiento, alguna editorial dedicará algún premio que redundará en mayor beneficio comercial.
No pude pasar de la página 37. Dejé el libro tostándose al sol y comencé a reflexionar el por qué de esa insistencia del autor en la búsqueda enfrascada de lo extraño y lo raro como materia novelable, cuando la realidad tiene suficientes material como para inundar un océano de novelas. Si bien, es cierto que escribir sobre lo absurdo te puede convertir en un Cortazar o Murakami, también te puede llevar a ser un Millás de andar por casa, en la diferencia radica la genialidad.
En Dos mujeres en Praga el autor en un estilo periodístico superfluo y vacío de contenido ,narra la vida de unos personajes planos y poco creíbles, donde los diálogos no se sostienen y el argumento (a causa de esa enfranscada búsqueda de originalidad, tan característica del autor, que solo esconde que no tiene nada que contar) se convierten en estúpidos, como el caso de la mujer que se tapa el ojo derecho y utiliza solo la parte izquierda de su cuerpo para ver la vida distinta. Sin comentarios.
Como casi siempre que comienzo una novela mala me pregunto cuán grande es el ego el escritor para atreverse a publicar algo tan malo y por qué no ha sabido estar callado. Esta pregunta sin respuesta me ha llevado a a la literatura del No, que decía Vilas Matas, y a la gran nómina de autores geniales que un día decidieron no escribir más porque o no tenían más que decir o pensaban que era incompatible vivir y escribir. Pero, la gran mayoría se negaron porque el panorama literario era tan vacuo y ausente de calidad que prefirieron no publicar en un contexto así, donde un lector había sido absorbido por la voragine comercial.
Como antídoto a aquella pesada digestión que me había provocado la novela comencé la búsqueda desesperada por mi biblioteca del genial autor que dio comienzo a la teoría de la inacción. Allí estaba, condensado, trepidante, hasta el final, Bartebly, el escribiente de Herman Melville. Lei de nuevo el famoso cuento donde se narra la vida un enigmático personaje, Bartebly, que deja un día de escribir y acaba renunciando a no hacer nada de lo que su jefe lo ordena con la misma y recurrente frase “preferiría no hacerlo”. La deliciosa obrita, símbolo universal de la literatura, condensa en apenas cincuenta páginas todo una narrativa del absurdo y del existencialismo vital, que algunos posteriores escritores han intentado seguir con mayor o menor éxito.
Desgraciadamente, la gran mayoría de los escritores actuales continua contando para no decir nada, pocos se atreven , ante la falta de ideas o de calidad literaria ,a responder como el genial Baterbly “ preferiría no hacerlo” .

martes, 23 de junio de 2009

Descubriéndote



Desde la cama oía a su mujer ir y venir ocupada en las tareas de la casa, recogiendo lo que los chicos tiraban, en un vaivén monótono del salón a la cocina. Había intentado leer pero las letras se le escapaban borrosas y sin sentido. Se fatiga a causa de la fiebre, así que, solo podía estar allí, acostado, avistando a su mujer, en un duermevela pesado. Se acordó de su madre, de cómo reposaba su mano en su frente cuando estaba enfermo para calcular la temperatura. Se dio la vuelta como si apartarse un dolor antiguo. Nunca le había perdonada que se casase con Isabel. No le dijo nada, pero no hacía falta, aquella mirada que sólo sabía poner con él, de mujer ofendida, de dama destronada, lo decía todo. Pobre mamá, hasta el último momento sostuvo su actitud hostil, defensiva, como si la hubiese traicionado en lo más profundo de sus convicciones.

Ya no oía a su mujer. Tosió. La llamó bajito. Qué hora seria. Se había quedado dormido y había soñado con su madre, que estaba aún viva y lo miraba fijamente mientras dormía. Quizá fuera así, y desde donde estuviese lo mirase ahora, débil, enfermo, triste. Llamó de nuevo a su mujer. Dónde se habrá ido.

Recordó la primera vez que la vio, ese instante había sido grabado a fuego en su memoria. Fue en un cruce de esquina, cómo olvidarlo. Él iba como siempre, cargado de libros, atolondrado, mirando al suelo, por eso tropezó con ella al doblar la esquina. Se le cayeron los libros. Entonces miró a la mujer de melena larga y negra cubriéndole la mitad del rostro. El corazón se le agitó, se disculpó, volvió la vista para verla alejarse, con aquella chaqueta de hombre demasiado larga para ella y aquella sonrisa enigmática, como si descubriese sus pensamientos. Fue como una aparición o una premonición que le desvelaba una certidumbre, la extraña sensación de que aquella mujer guardaba un secreto que debía descubrir.

Sin embargo, ella nunca recordó ese primer encuentro, por más que él insistía en los momentos de extrema intimidad, cuando el corazón se vuelve poroso y tierno como los primeros días. Ella negaba. No se acordaba de nada.

Sintió escalofríos, debía incorporarse, salir de aquella melancolía postrante. Sintió un cansancio terrible de años acumulados ahora en su cuerpo, como si ella, mantis religiosa, hubiese libado toda su energía, mientras que él se devanaba en un trágico e inútil empeño en descubrirla. Si al menos, recordase el momento en que tropezó con ella en aquel cruce de la esquina.

Pero ella no creía en el destino, en realidad, ella no creía en nada. Cómo podía haberse enamorado siendo tan diferentes. Se revolvió en la cama. Respiraba con dificultad, como si una loza pesada le oprimiese el pecho. Sentía galopar su cerebro a un ritmo enloquecido. Pero su cuerpo permanecía inerte, la voluntad y las fuerzas muertas sobre la cama. Pensó que deliraba, que todo era producto de las telarañas del delirio que lo acechaban, que lo mortificaban, porque se sentía débil, derrotado de un zarpazo. La quería, era la fiebre. La fiebre es un virus que ataca a la moral.

Se levantó despacio y se fue al baño. Abrió la tapa del water y orinó. Volvió a la cama tiritando, maldiciendo el frío. Pensó que el cuerpo enfermo se impone dominando todo lo demás. El cuerpo, que nos recuerda qué somos, y fue cayendo en un sueño profundo.

Cuando se despertó la oyó, camina sigilosa, como si temiese despertarlo y siente un sordo desprecio hacia ella. Se tapa la cabeza con el grueso edredón, como cuando era niño y permanecía inmóvil, haciéndose el dormido, imaginando otros mundos. Pensó en un instante qué hubiese sido de su vida si no la hubiese conocido, si pudiera volver al cruce de aquella esquina y decidiese no mirarla.

Divisó las viejas calles de su ciudad. El sol dominante del mediodía. La claridad blanca de las casas. La quietud de la isla. La misma sensación que le embargaba cuando volvía allí, que el tiempo no pasaba, que nada cambia nunca nada. Se vio andando por la calle, con los libros bajo el brazo, la cabeza baja. Sabe lo que va a pasar en ese instante. Un tropiezo leve y la verá. Pero esa mañana está aturdido, reconcentrado en sus pensamientos y esta vez no levanta la cabeza, no la mira. Musita un perdón escuálido y sigue adelante, sin mirarla de frente, sin mirar a la desconocida que sigue su camino.

Se ahoga en su respiración atormentada, por eso se destapa bañado en sudor. La puerta se abre, sigilosa. En la penumbra descubre la cara de su madre que lo mira.

domingo, 21 de junio de 2009

La universidad de la vida



Querida amiga:
Te escribo todavía desde Laponia, aquí sigo aquejada de esta terrible enfermedad llamada politinitis. Y yo que pensaba que en esta tierra aislada y fría iba a poder sanarme de este mal que me aqueja. Pero ya ves, todo es relativo, no hay aquí mayor problema de aislamiento que el que sufrimos en las islas (todavía sin un “Ave” o un transporte económico) y en cuanto al frío, como dicen las gentes de aquí:El frío no existe, el problema es llevar ropa inadecuada ”.
Bueno, pues eso, que sigo sin resolver mi problema aún, continúo dándome grandes atracones de Internet para poder seguir la política de la isla. Y es que, qué quieres mi niña, una vez que has visto la aurora boreal y montado en trineo, la actividad más entretenida es ésta: ver como van cayendo los políticos unos tras otro como moscas en la operación unión. Es que no doy crédito, ya llevan más de veinte imputados y siete en la cárcel. Claro que, si la cárcel es como la celda de San Dimas, que disponía de teléfono móvil y ordenador portátil y era el lugar donde acudían en peregrinación, políticos de todas las fuerzas de la isla para negociar pactos en ayuntamientos y cabildos, pues arreados estamos.
Si es que hay que ser osado para permitirse esas lindezas en una isla donde nos acabamos conociendo todos. Es que no escribes un libro porque no quieres, porque dime tú a mí, que un capo iletrado de esta catadura moral, organice desde la cárcel una red de cobro de comisiones, tráfico de influencias, concesiones de licencias ilegales y demás corruptelas políticas, implicando a todos los partidos políticos y ayuntamientos de la isla, no es un buen argumento para una novela.
Ver, o mejor leer para creer, es que me mondo, lo más jugoso son los comentarios de los lectores, aquí es donde sale la verdadera vena socarrona del buen conejero, porque mira que tiene tela eso de que el consejero de cultura del cabildo imputado en la trama sea auxiliar de enfermería. Esto ha sido el pistoletazo de salida para que salieran a diestro y siniestro comentarios de lo más jugosos, total que al final, se ha empezado a tirar de la manta y resulta que hay pocos políticos con estudios adecuados a su cargo
Si ya lo decía nuestro presidente autonómico cuando nombró a otro “sin estudios” director de radio televisión canaria” lo importante es “la universidad de la vida”. Pues eso, que para qué sirve estudiar si puedes llegar a ser alcalde o consejero, sin estudios. Esto nos viene al pelo porque, ahora que se desmantela la FP en Canarias para ahorrar costes, se podría crear un módulo medio donde se estudie “cómo llegar a ser político en dos días”.
Y es que no hay nada mejor para hacer negocios que estar en política o tener buenas relaciones, sino que se lo digan a Carlos Morales, conejero de pro, a quien solo le bastó con casarse con la princesa Alexia de Grecia para hacer negocio en la isla, para que veas hija mía, que ni la realeza se libra de las imputaciones en la trama de Lanzarote. Y es que la ética como la elegancia ni se compra ni se nace.
En fin, querida amiga, que no somos nadie…afortunadamente.
Desde Laponia.

jueves, 18 de junio de 2009

El horror diario



La realidad supera siempre la ficción. Este dicho tan manido lo he podido comprobar una vez más.

Hoy me he acordado de mi peluquera, siempre me acuerdo de ella cuando oigo otro asesinato violento de una mujer por su pareja o ex pareja. La he llamado por teléfono para preguntarle qué tal andaba. Rebosaba alegría. Ay, Ico me ha dicho, no sabes la tranquilidad que he ganado, la sensación que es andar por las calles sin miedo, sin esperar lo peor. Me he alegrado por ella y le he dicho que la echaba de menos. No he encontrado otra que me depile igual, le digo riendo. Cuando vengas para Tenerife me llamas, me dice emocionada. Mi peluquera ha tenido que cambiar de isla, dejar su trabajo, cambiar a la niña de colegio e irse de aquí. Todo porque su ex, quien ya no la quería, no ha soportado verla rehacer su vida y se había empeñado en amargarle lentamente la vida.

Esta tarde, a punto de salir a comprar unas pinturas para seguir con los trabajos del jardín han tocado a la puerta. Era mi vecina, a quien no conocía, porque vive en la península, es la ex del propietario de mi casa, y tiene su casa adosada a la mía. La he invitado a café, le he enseñado la casa y la he sentido hablar con nostalgia de ella, donde probablemente un día, hace ya mucho tiempo fue feliz. Vivíamos en armonía, me cuenta, yo en mi casa y él en ésta, los niños entraban y salían de una casa a otra, todos tenían que ver con lo bien que nos llevábamos estando separados, incluso si hacía comida se la traía por la ventana. Mientrasme contaba esto deslizaba una mirada nostálgica por casa. Finalmente me dijo toda la verdad. Él se echo una novia, y no hubo problema ninguno, incluso aún sigo hablando con ella, una chica buenísima. Luego ella lo dejó. Todo iba bien hasta que me eché un novio, entonces todo cambió, empezaron los celos, las amenazas y un día las cumplió. Prendió fuego a mi casa, conmigo, mi novio y mis hijos dentro. No he sabido qué decir.

No hay nada de irrealidad en esto que he contado, mi diario es siempre veraz, las historias las dejo para los “relatos por encargo”. No he necesitado acudir a la fantasía, la realidad nos sorprende cada día con una historia de estas. Hoy mismo una mujer ha sido asesinada, su ex prendió fuego a la casa con su hija dentro. Son ya veintiséis los asesinatos de mujeres a manos de sus ex en lo que va de año. No podría inventar un horror semejante.

martes, 16 de junio de 2009

Hoy no estoy para nadie



La madre de Ángel está en el hospital, tiene el brazo y la mano derecha rotos, los pequeños huesecillos de la izquierda también. Hechos añicos. Le han tenido que operar de la pierna derecha, la tibia y el peroné, en el tobillo le han puesto, de momento, un tornillo en medio de la carne y los tendones. Esto me lo cuenta Ángel, enseñándome la imagen de la herida abierta en la pantalla del móvil. El pie izquierdo sufrió milagrosamente mucho menos. Sin embargo, la cadera y la pelvis están destrozadas por tres partes. Ningún órgano interno sufrió daño. Su corazón ya estaba destrozado, pero su cabeza, milagrosamente, quedó intacta.
Hace una semana se tiró del puente del viaducto. Hay fácilmente cuarenta metros desde el puente hasta el duro asfalto de la carretera. Dos hechos coincidieron para que siga aún viva: la cercanía del puente al hospital, y la causalidad de que ,a aquellas horas de la tarde, no pasase, en ese mismo instante, un vehículo para arrollarla.
Cuando se tiró del puente la madre de Ángel no pensó en Ángel, que dormita anestesiado de porros junto a ella. Quien sabe lo que piensan los suicidas antes de lanzarse al vuelo. Seguramente no quería seguir pensando más, y un impulso de rabia y desesperación la lanzó al vacío.
La miro desde mi altura y le sonrío, le pregunto qué tal está y la pregunta orbita unos segundo en el mar de las estupideces. No se me ocurre otra cosa. Antes de venir he vuelto a mirar los informes. La madre de Ángel tiene cuarenta y dos años, dos menos que yo. Cuesta apreciarlo, en su media sonrisa se observa el deterioro de los dientes, sucios y picados. Tiene la piel blanca y amarillenta, seguramente de tanto medicamento para el dolor. De su pelo, hace tiempo que se borró el color artificial por lo que luce unas raíces blancas y grises. No obstante, alguna vez debió ser guapa y atractiva. Su mirada es intensa cuando me mira. Me pregunto cuándo perdió la esperanza. Tiene la mano derecha enyesada hasta más arriba del codo y sujeta a un cabestrillo de la cama, por encima de su cabeza. Esa postura la hace ladearse un poco, del camisón blanco de hospital le cuelga un pecho blanco y redondo que nadie cubre. El médico entra y una enfermera nos indica a Ángel y a mí que esperemos fuera.
- ¿cómo te encuentras? –le digo al muchacho.
- Bien- me dice alargando la “e” y me sonríe. Tiene un hilillo de voz apenas audible. Es un chico excesivamente tímido y sensible. Sin embargo, me preocupa que no se haya derrumbado ni una sola vez en toda la semana.
- ¿Fuiste al gimnasio hoy? Le pregunto por hablar de algo.
- Sí, acabo de venir, me pegué tres horas.
- Bien, bueno tampoco te pases, que acabas de empezar- le digo sonriendo- vamos a la sala de espera mientras la atienden.
- Ah .. hice el diario que me dijiste- dice mostrándome una hoja a cuadros doblada en ocho.
- Gracias- le digo.
Ángel tiene dieciséis años. Puede pasar por cualquier chico de su edad, gorra estilo americano, pullover demasiado ancho, pantalones vaqueros descoloridos y playeras de marca. No acabó la educación secundaria, no lee un solo libro y no sabe en qué día vivimos. No lleva reloj y no sale apenas de casa. Juega a la play, mira la tele y come cuando hay que comer en la nevera.
Nos sentamos en un extremo de la sala de espera. Hay un hombre que mira la tele sin prestarnos mucha atención. Me acerco a la máquina expendedora y le pregunto a Ángel si quiere algo. Saco una coca-cola para él y una botella de agua para mí.
- ¿Tu padre ha venido hoy?- le digo.
- No. Todavía no. – responde sin mirarme a los ojos.
- Cuéntame algo- le digo.
Ángel me mira a los ojos, incrédulo, sin saber que puedo yo querer saber de él.
- No sé –responde.
- Cualquier cosa- le digo- Lo que quiera, como por ejemplo, qué desayunaste hoy.
El chico levanta la vista al cielo como si intentase recordar algo muy lejano en el tiempo.
- un Donet.
- ¿un Donet? ¿y no tomaste leche?
- No había leche en mi casa, cuando bajé me compré el Donet.
- Vale. Bueno, oye ¿Tu padre sigue sin aparecer por tu casa?
- Sí
- Vale. Oye, Ángel- le digo, intentando que no se quiebre mi voz, sabes que estoy aquí para ayudarte. ¿Lo sabes no?
El muchacho asiente y me sonríe.
- sabes que tu madre tiene problemas y que vamos a intentar ayudarla, pero no quiero que pienses que lo hizo por ti ¿vale?
Ángel asiente de nuevo, bajo su gorra de béisbol blanco
- Lo sé. Lo hizo por mi padre.

viernes, 12 de junio de 2009

Deseos en la nostalgia




Volví al lugar donde nací dos años después de la muerte de mi madre. Algunas cuestiones relativas a un reparto de una exigua herencia entre hermanos me hicieron regresar a donde un día salí para no volver. Arrastrada por un sentimiento de nostalgia me dejé llevar cada tarde por las calles de mi antigua ciudad, deteniéndome en algunos portales e intentando recordar si era así como los recordaba en mi memoria o si éstos habían cambiado sin que yo me hubiese apercibido. En este juego de la imaginación que realicé durante el tiempo que permanecí en la ciudad, no me di cuenta de que realizaba siempre el mismo recorrido, hasta el día que encontré a Marina.
Habían pasado veinte años, pero ella seguía conservando el mismo rostro, la misma mirada inteligente color aguamarina que me enamoró, sin saberlo en aquellos años de instituto. Tropezamos casi frente a frente en un cruce de calles. De pronto, tuve la sensación de haber sido cogida en alguna falta que desconocía; tan solo duró un instante, porque ella acortó la distancia saludándome efusivamente, y preguntándome con verdadera alegría qué hacía por allí.
Sin saber por qué motivo mentí, apresurándome a responder que iba a casa de mi tía, que vivía solo a dos calles más abajo. Entonces advertí que la pregunta se refería, como era lógico, a mi vuelta por la ciudad. Ese desliz de mi subconsciente me delató. Fue entonces cuando reparé en que había hecho aquél camino aguardando solo la esperanza de verla. Mientras hablábamos, me iba deslizando por un sentimiento ya olvidado, despertándome a un estremecimiento adormecido y lejano.
Nos citamos para vernos de nuevo al día siguiente, no sé qué sucedió en ese intervalo de horas que estuve sin verla, no recuerdo nada destacable. Pareciera que el tiempo se había detenido del primer encuentro al último, superponiéndose ambos encuentros en uno solo. Entonces la vi aparecer sonriente y más hermosa si cabe. Tenemos que probarlo, me dijo cogiéndome del brazo y obligándome a caminar a su lado. No te entiendo, le dije sin comprender. Acabo de venir del médico de cabecera y me lo ha dicho, es la única manera. Pero probar el qué, le dije. Entonces me miró de aquella forma que no guardaba duda alguna. Un deseo ardiente recorrió mi espalda. Sus manos suaves apresaron las mías con energías, pensé que guardaban la misma suavidad como las recordaba. Sonreí nerviosa, sin querer creérmelo, sin delatar demasiado mi regocijo. Pero quién es tu médico de cabecera, pregunté sin salir de mi asombro.
Mi traumatólogo, respondió. No sé, todo aquello era muy extraño, pero Marina estaba tan entusiasta y divertida que acepte su absurda explicación de la manera más natural.
Yo era la más sorprendida, nunca imaginé que ella albergase algún atisbo de duda. Sabía que no había estudiado medicina como quería, que se había casado nada más salir del instituto y que tenía dos hijas. Por otro lado, era más que probable que igualmente ella supiera de los derroteros de mi vida; es decir, que seguía soltera, que me había ido, que había acabado los estudios, y que no tenía hijos.
Sin saber bien cómo, nos encontramos en una playa solitaria bajo un sol cálido de media tarde y, entre risas e insinuaciones comenzamos la prueba. Fue en el agua donde nos besamos descubriéndonos en un abrazo de agua. Cada caricia, cara roce de su cuerpo con el mío era un latido de olas mecidas por un mar en calma. Ella es quien me gira, quien me agarra, le digo que si no soy yo la que debería enseñarle a ella, y nos reímos, en un deseo creciente y dormido que se mueve en un vaivén al ritmo de ondulaciones azules.
Entonces me despierto, sola, lejos de la ciudad de infancia y adquiero la certeza consciente de que todo ha sido un sueño y poco a poco voy tomando conciencia de lo enigmático del sueño, por lo que paso el resto del día en una ensoñación vaga y placentera.
Fue un año después cuando volví a ver a Marina en una de mis idas a la isla. El un encuentro, por supuesto, no fue como en mi sueño, pero si nos alegramos de vernos y así nos lo dijimos. Sin embargo, sucedió lo inevitable, a pesar de conocernos y estimarnos tanto, después de tantos años, apenas sabíamos de qué hablar. Iba acompañada de sus hijas que debían tener la misma edad que cuando éramos compañeras de instituto. Ninguna de las niñas había heredado su belleza, mi amiga sin embargo, guardaba la misma apariencia que en mis recuerdos.
De pronto sentí algo que nunca hasta entonces había sentido y que me alejaría de ella para siempre, por esa extraña consideración que debemos a los que un día amamos y, por eso mismo, evitamos hacer sufrir con nuestra presencia. Porque lo que ví en sus ojos de aguamarina fue un deseo absorbente de ser yo, de estar en mi lugar. Sentí, como mi amiga, con la que pasé aquellas largas noches en vela estudiando, siendo ella siempre la que más aguantaba despierta en la noche, porque yo solo quería dormir arrimada a su cuerpo, mi amiga de adolescencia, la más inteligente de las dos, la que me explicaba y hacía que entendiese los problemas de matemáticas sin dificultad, la que debía llegar a ser un día médico, estaba frente a mí, mirándome; y mientras, nos hacíamos preguntas que ninguna de las dos oíamos, tuve la certeza de que en su cabeza se desenvolvía en hipótesis, divagando, transmutándose en mi, queriendo por un instante ser yo. Vi tristeza y desconsuelo en su mirada, y recordé que ella pertenecía a una familia tan mermada en recursos que la cena siempre era arroz blanco. Y recordé el sabor de aquel arroz blanco y frío para cenar, que a mi me resultaba delicioso, porque era compartido con ella. Y supe que ella no pudo nunca salir de la isla y realizar sus sueños de ser un día médico. Todo eso lo pensé, turbada, incómoda de que mi sola presencia le hiciera daño. Las niñas protestaban, tuvimos que despedirnos con un hasta luego apresurado, aliviadas, a fin de cuentas, sin embargo noté cierta nostalgia en su mirada.

miércoles, 10 de junio de 2009

Un muerto encierras

La mujer tendida en la cama sonríe al descubrir el espanto de la muerte en los ojos de la enfermera. Cierra de nuevo los ojos e intenta inútilmente captar el sueño interrumpido por la rutina metódica de la enfermera. Siente sus manos frías ejercitando el mismo ritual de cada mañana: toma de temperatura, tensión, inyección intravenosa, una píldora roja y otra blanca. Minúsculas. Luego sus pasos en el pasillo resuenan con claridad en el cuarto y ya no puede volver más a él.

La mujer oye suspirar a la anciana que comparte su cuarto de hospital. Siente un sordo desprecio por ella. La oye quejarse por la noche, débilmente, y su respiración sonora le impide dormir. La desprecia de una manera terminal, porque, al contrario que ella, parece estar contenta de estar allí, rodeada de atenciones, de horarios prefijados, esperando la muerte, bien acicalada.

La anciana, por su parte, cuando piensa que la joven duerme, habla a las visitas de ella: Pero la joven no duerme, solo cierra los ojos y escucha atenta. A veces, capta algunas palabras que entiende. Pobrecita, tan sola. Es extranjera, la oye decir a las visitas.

El médico ha venido a la misma hora de siempre y la ha hecho firmar un documento que no entiende,a la joven extranjera. La noche anterior ha tenido tantas convulsiones que tuvieron que llamar a dos enfermeras para que sostuviesen la cama. Por lo que, supone que es la autorización para que intervengan.

A media mañana una auxiliar entra en al cuarto y le rasura el pubis. Mientras lo hace, pronuncia palabras incomprensibles para la joven que permanece en silencio y parece estar a una distancia insondable en el espacio.

Nadie sabe cómo llegó hasta allí extranjera, quizá en busca de un sueño o huyendo de algo, quien sabe, quizá, de ella misma. Apenas habla, en un duermevela de somníferos solo tiene pensamientos vagos, inconexos, a causa de la fiebre. Piensa que el horizonte azul que ve tras los cristales parece el mar. Cuando la enfermera dice “fertig” sabe que ha acabado su trabajo. Entonces, le pide que la incorpore a la cama por medio de gestos, para poder ver la cristalera a su izquierda. Observa con ojos apagados los campos verdes y piensa que nunca ha visto tanta variedad de ese color. Puede contar hasta doce clases de verde. Verde pastel, verde tierra, verde fuerte, verde desgracia, verde desamparo, verde monótono, verde cárcel, verde rutina y verde muerte. Cierra los ojos e imagina los colores de su tierra: azul. Un azul mar invade su mente, recorre con los ojos cerrados un océano insondable y, como si fuese un pájaro, sobrevuela la tierra de un rojo ocre, pero poco a poco el ocre se va conviertiendo en rojizo fuerte cuando planea sobre la tierra quemada y negra.

La joven enferma solo hace esto. A veces, escribe algo en un cuaderno gastado. Atrapa el bolígrafo de la mesa de noche y escribe: Alemania es un gran hospital. Limpieza, frialdad, asepsia. La protección no es un acto amoroso sino preventivo. Tengo miedo, un miedo blanco de hospital, A lo mejor, no salgo de esta. Si pudiera despistar por un momento la vigilancia, pero aquí, todo está bajo control. Quiero salir de aquí, no quiero morir así siento cada día que encierro un muerto en mi pecho,mi alma cangrenada.

Pero no puede continuar escribiendo. La mujer, agotada, deja caer el bolígrafo, y se duerme.

Cuando despierta llueve. La lluvia repiquetea en los cristales con fuerza. La anciana ha desaparecido. No hay rastro de sus enseres personales. Todas las cosas guardan el mismo silencio que los sueños. Se siente mejor, como si pesara menos, por eso se agarra a los barrotes fríos de la cama y se incorpora. Sus pies rozan el suelo. Hay una decisión en su rostro, camina despacio hasta el armario, se deshace de la bata blanca, se enfunda un pullover, un pantalón y unas playeras. Ve todos sus actos como si actuase a cámara lenta. Recoge sus gafas, su cuaderno, la cartera. Camina hasta la puerta y la abre con cuidado.

No hay nadie en los pasillos, comienza a andar despacio. El corredor blanco se alarga interminablemente. No sabe bien donde esta la salida., pero al final ve un ascensor y una flecha que indica exit. El zumbido del ascensor llegando la aterroriza. La puerta se abre, aprieta fuerte la cartera contra el pecho. Dentro un hombre de bata blanca sostiene una camilla. No la mira. Como si no existiera. Tiene que entrar de lado porque en medio del ascensor está la camilla. Debajo de las sábanas hay un cuerpo. Por las formas, parece una mujer. No respira. El hombre se hurga la nariz y continúa descendiendo, pero ella se detiene en el hall.

La joven extranjera sale del ascensor y contempla a los que entran y no reparan en ella. Siente ya el aire fresco a través de las puertas giratorias. Camina despacio, invisible a la gente que se apresura a cobijarse de la lluvia. Aspira el olor a tierra mojada y camina bajo la lluvia sin detenerse a mirar el edificio blanco, como si la guiase una idea fija. Sabe que el camino a casa está cada vez más cerca.

La mujer de la limpieza arrastra los pies pesadamente. Abre la habitación vacía y se ocupa de guardar los enseres en una bolsa de plástico Abre el armario y deposita toda la ropa en la bolsa. Luego se dirige a la mesilla y recoge las cosas: Un diccionario español-alemán, unas gafas, una cartera, y un cuaderno blanco. Cuando coloca la bolsa negra en el carrito se cae del cuaderno una hoja suelta que planea un instante en el aire hasta llegar al suelo. La mujer haciendo un esfuerzo enorme por agacharse, la recoge. Antes de devolverla a su sitio le echa un vistazo. Pasea una mirada rápida por la hoja, pero no entiende nada. Se alza de hombres y emprende la marcha.



jueves, 4 de junio de 2009

Desnudo integral


Mi madre tuvo diez hijos. Mi padre volvía a casa una o dos veces al año después de una larga travesía por altamar. Por lo que no era de extrañar llegar y encontrarse con un hijo o hija nueva. Ser marinero es uno de los trabajos más duro de la tierra. A veces la zafra del atún era buena y a veces no tan buena, por lo que, la economía familiar dependía de los vaivenes costeros, de la no existencia de problemas con los armadores, o simplemente, de que no sucediera ninguna avería en la destartalada flota pesquera de Lanzarote. Hoy, por cierto, ya prácticamente desaparecida. No éramos pobres pero sí había épocas de dificultad económica y de muchos fiados a la tienda hasta la vuelta de mi padre.

Por todo esto, era lógico que en más de una ocasión, los reyes magos no fueran excesivamente generosos. Recuerdo, con especial insistencia uno que me dejaría marcada para siempre. Yo, como casi todas las niñas de esa edad quería, por aquél entonces, una bicicleta, el problema vino cuando mi hermano, apenas un año mayor, también la quiso.

Ese seis de enero hubo en casa presupuesto para una sola bicicleta. Mi madre, que debió verme la cara de desconsuelo que puse se apresuró a decir, no sin mucho convencimiento, que era para los dos. Pero, la realidad fue, que mi hermano no se bajó en todo el día de la bicicleta para cedérmela, y menos aún en toda la semana. Mientras, yo tuve que consolarme con algún “juego reunido” o alguna muñeca a las que, por cierto, nunca les hice mucho caso.

Este recuerdo infantil me viene a la memoria al pensar en mi voto en las elecciones europeas. Me considero feminista, republicana y socialista. Sin embargo, ando lejos de la socialdemocracia europea. Pero desde hace ya mucho tiempo siempre me he decantado por el voto útil, es decir un voto que compensara y que no hiciera ganar a la derecha. Esto ha supuesto unas ventajas en derechos sociales a nivel general, pero también, indudablemente me ha supuesto un coste a nivel particular.

Me explico, en provecho del bien público, nunca he dejado de lado otras reivindicaciones igualmente necesarias. Pero,este domingo, finaliza mi voto útil. Ya dejo de cederle la bicicleta a mi hermano mayor (aunque, mamá - estado, me convenza de que es para los dos).

Hoy sé, con la sabiduría del paso de los años, que ya es hora de que yo tenga también mi propia bicicleta, Considero necesario que la mujer se instale en el poder público y partícipe en igualdad efectiva, convirtiendo en realidad lo que las leyes le dan tan solo en la teoría.

Por ello, mi voto será para un partido formado por hombres y mujeres donde el eje prioritario sea la demanda de igualdad real en esta sociedad nuestra. Porque no es cierto que la igualdad ha llegado a su tope (les remito a una historia real “Ecos de sociedad” en relatos por encargo), sino que esta desigualdad es cada vez más sutil y torticera,

Sino ¿ Cómo se entiende que siendo las mujeres las que aventajan en formación académica hoy en día, existan tan pocos cargos de poder a cargo de la mujer, y que a pesar de esto, sigamos necesitando mostrar doblemente nuestra valía.?

Y ¿Cómo es posible que en esta Europa nuestra, haya aún una diferencia salarial de un 15% entre hombres y mujeres?.

Y ¿Cómo es posible que aún la iglesia siga empeñada en opinar sobre el uso que hagamos a nuestro cuerpo…?

O ¿Cómo se entiende que se normalice la prostitución que oculta a las mafias y al comercio con las mujeres?

…tantas preguntas por responder y tanto por hacer….

Basta ya de ceder la bicicleta, basta de ceder nuestros derechos ante otras prioridades, antes que la igualdad efectiva,

Por eso, esta vez, la bicicleta es también mía, no es una bicicleta de carreras, el camino es largo y escarpado; pero es de un color violeta luminoso y me lleva.


Para saber más: Iniciativa feminista

martes, 2 de junio de 2009

Dos por semana



Los dedos tropezaron con la superficie dura, recogiéndose un instante sobre sí mismos, para, acto seguido, apresar la pequeña cajita de plástico. La dueña de los dedos miró al objeto con extrañeza. En su interior un anillo reluce ajeno a su sorpresa. Como un rayo el cerebro de la mujer se despierta de su letargo y empieza a funcionar rápidamente, qué se le ha pasado, qué fecha es hoy, qué acontecimiento se le ha olvidado. Tardó apenas diez segundos en despejar las dudas, una laguna negra comienza a abrírsele en el pecho. Con cuidado, como si quemase introduce de nuevo la cajita en la chaqueta de su marido y la cuelga en el ropero. Consigue calmarse, es sólo un regalo porque sí, sin necesidad de aniversarios o de que sea un día señalado.
Entonces decide que esa noche hará una cena especial para cuando él venga Mientras se viste piensa en el menú, baraja varias ideas, un tournedo rossini, piensa. Pero quizá es demasiado fuerte para la cena. Bueno, ya tendrá tiempo de bajarlo. Siempre hace caso a sus primeros pensamientos. Tendrá que acompañarlo con un buen vino. Una alegría inusitada le invade en el ascensor mientras se deleita en los pequeños detalles, una somera ensalada de endivias al roquefort no estaría mal. Para postres, mejor algún queso francés.
El marido asoma la cabeza por la cocina y husmea sorprendido, se detiene en las velas del comedor y encuentra a la mujer acicalándose en el baño. Qué celebramos hoy pregunta. La mujer sonrie como la gioconda y se deja besar en los labios. Nada o todo, responde, te importa que lo hagamos en el salón, hoy es la final de la copa, dice el marido extrañado. La mujer asiente con un ápice de decepción en los labios. Quizá no, piensa, quizá aquél no fuera el día apropiado.
La mujer mira expectante al hombre frente al televisor devorando el solomillo. Suspira. Cierra los ojos y se lleva a la boca un bocado de su plato. Exquisito, se dice. A la segunda copa comienzan las dudas. Quizá aquél anillo no es para ella, en realidad, su marido, en veinte años de matrimonio, nunca le ha regalado nada.
Al día siguiente, espera con una cena más frugal pero no exenta de esperanza, que él le ofrezca el anillo. Sin embargo, esto no llega. Al despertar, descubre que se ha puesto la chaqueta. Hoy se acordará, se dice, es tan despistado. Decide, entonces, comprar mariscos para la cena, que aviva los instintos.
Pero esa noche tampoco recibe nada. Ya en la cama no duerme, con los ojos cerrados está acechando y anhelante, esperando a que su marido duerma. Una vez siente la respiración profunda del hombre invadir el cuarto se levanta. En la oscuridad palpa el bolsillo de la chaqueta. La cajita con el anillo ha desaparecido. Vuelve a la cama imaginando toda suerte de hipótesis, a cuál más descabellada, y a cada pensamiento la laguna negra se convierte en un mar donde se ahoga. Un dolor agudo en el pecho que le impide respirar no la deja conciliar el sueño.
Por la mañana, con los ojos hinchados por el llanto, le dice al marido que se va al médico. Siente que se ahoga. En la sala de visitas de paredes azul pastel, ojea algunas revistas. Se detiene en un artículo que muestra diez claves para saber si tu marido te engaña. Certifica que nueve de las diez son afirmativos en su caso.
El médico le ausculta el pecho y le pregunta si ha tenido algún disgusto. La mujer relata que llevaba una vida casi monacal y que cuida a su madre enferma. El especialista le anuncia que ha padecido una crisis de ansiedad. Le receta unos tranquilizantes y un vuelco en su rutina, debe cambiar radicalmente de hábitos, tiene que salir, divertirse, irse de compras o al gimnasio, pero tiene que dejar de preocuparse tanto. Cuando sale de la consulta se pregunta por qué ha mentido de aquella forma tan descabellada al médico si parece un buen hombre.
Cuando llega a la casa, comprueba por Internet que hay gastos exorbitantes en la cuenta de su marido de tiendas y restaurantes y, que evidentemente, no habían sido gastados con ella. La décima clave se cumple
Llora en el sofá durante toda la tarde. Luego acude a la farmacia a comprar los tranquilizantes. De vuelta a la casa se apunta en un gimnasio del barrio. El marido encuentra esa noche sobre la mesa, frente al televisor, un bocadillo para la cena. La mujer desde el dormitorio le dice que tiene jaqueca y se va a acostar. Las pastillas la introducen en un sueño profundo y sereno. Por la mañana se levanta con la boca pastosa y el rostro relajado. Desayuna, se enfunda su chandal nuevo y se encamina al gimnasio.
El entrenador le dirige los primeros movimientos que ella acata sumisa. La mujer pregunta toda suerte de detalles sobre cada uno de ellos, hablar es su manera de espantar el pensamiento. El muchacho, un joven musculoso le sonríe mientras coge sus brazos y piernas para indicarle mejor la posición.
Cuando sale llueve a cántaros. Se detiene en el alfeizar y contempla como la gente apresura el paso. Una voz le dice que si quiere la acerca a su casa. El monitor a su espalda le sonríe. En el coche piensa que no le importaría quedarse allí mucho tiempo, aspirando el olor de gel del joven y su voz suave que le habla. Deja caer su cabeza en el reposa-cabeza del coche, el desgaste del ejercicio físico le ha dejado en un estado desmadejado y dulce. El monitor alaba su buena constitución. La mujer sonrie pensando que podía ser su hijo, pero, instintivamente su mano se eleva en un gestó confiado y cae sobre el muslo del muchacho. Hay un silencio intenso. De pronto la voz del joven se convirte en espesa y opaca como el vino y le pregunta si quiere venir a su casa.
Llegan a la casa en silencio, por el pasillo se deshacen de la ropa como si les quemase el cuerpo. La mujer lo besa hambrienta y él se deja hacer por la mujer sedienta que le cabalga hasta saciarse en un acto salvaje y profundo. Luego, se deja caer en el sofá, satisfecha y plena. Eres una fiera, le dice el joven alegre de haber mantenido aguantado hasta el final. La mujer lo mira agradecida, con una sonrisa desmadejada. Si quieres podemos vernos siempre, después del gimnasio, le dice el joven, entusiasmado. La mujer asiente, aún acalorada, vengo dos veces por semana, dice por toda respuesta.