Cuatro caminos. Madrid.
En el Carrefour me detengo a observar a la cajera. Su belleza sobresale como un diamante sobre el resto. Su piel es morena, sus labios perfilados del color de la uva o del higo, el pelo azabache cayéndole sobre los hombros. Sus rasgos amerindios me hacen pensar en una diosa azteca, sobre todo su gesto adusto, sereno. No mira a nadie, concentrada en su trabajo, impasible al mundo y a mis ojos arrobados. Pasa los artículos, uno tras otro, tras un leve clic que sólo la hace más digna, sumergida como está en la tarea monótona.
Mira que mujer tan hermosa, le digo, a M. Su mirada indecisa me hace dudar. De pronto, me doy cuenta, sus manos, su pecho raso. Es un hombre. Sin embargo, esto no reduce su belleza sino aumenta su misterio y su tragedia.
En la calle Reina Victoria hay un vagabundo que vive en el portal de unas oficinas. Debajo del letrero de “se alquila” tiene él su casa, su barco, su nave. Allí permanece cada día bajo el sol, bajo el frío. No pide, como si todo lo que tuviese en esos cuatro cartones le valiesen. Tan sólo permanece allí, sentado, de una forma tan distinguida como he visto a pocos estar sentados. Desde su barco nos mira, impasible, sin mirarnos, como si nada le afectase ya, como si los raros fuésemos nosotros.
En ese pequeño cubículo tiene su cama, su carro de la compra repleto de bolsas, sus estantes de cartones. Miro a este hombre de gorro de ala, de barba blanca y negra de escritor ruso que peina cuidadosamente con un peine pequeño y marrón, lo miro al pasar como una ladrona que roba instantes, absorbida por los pensamientos que no oigo de este hombre de ojos negros intensísimos, que mira sin ver y hace de su vida un escaparate que nos muestra.
Si pudiera, si me atreviera hablaría con la cajera azteca del Carrefour o con el vagabundo de la calle Reina Victoria.
Pero no me atrevo, y ellos permanecen en silencio, cómo sólo lo saben hacer las estatuas y las fieras.
Cada día paso su lado, entro en el supermercado, y apenas puedo levantar la vista de sus manos ágiles como águilas. Sólo los miro, no digo nada. Nunca esperé a que los dioses se detuvieran a hablar con una simple mortal.
En el Carrefour me detengo a observar a la cajera. Su belleza sobresale como un diamante sobre el resto. Su piel es morena, sus labios perfilados del color de la uva o del higo, el pelo azabache cayéndole sobre los hombros. Sus rasgos amerindios me hacen pensar en una diosa azteca, sobre todo su gesto adusto, sereno. No mira a nadie, concentrada en su trabajo, impasible al mundo y a mis ojos arrobados. Pasa los artículos, uno tras otro, tras un leve clic que sólo la hace más digna, sumergida como está en la tarea monótona.
Mira que mujer tan hermosa, le digo, a M. Su mirada indecisa me hace dudar. De pronto, me doy cuenta, sus manos, su pecho raso. Es un hombre. Sin embargo, esto no reduce su belleza sino aumenta su misterio y su tragedia.
En la calle Reina Victoria hay un vagabundo que vive en el portal de unas oficinas. Debajo del letrero de “se alquila” tiene él su casa, su barco, su nave. Allí permanece cada día bajo el sol, bajo el frío. No pide, como si todo lo que tuviese en esos cuatro cartones le valiesen. Tan sólo permanece allí, sentado, de una forma tan distinguida como he visto a pocos estar sentados. Desde su barco nos mira, impasible, sin mirarnos, como si nada le afectase ya, como si los raros fuésemos nosotros.
En ese pequeño cubículo tiene su cama, su carro de la compra repleto de bolsas, sus estantes de cartones. Miro a este hombre de gorro de ala, de barba blanca y negra de escritor ruso que peina cuidadosamente con un peine pequeño y marrón, lo miro al pasar como una ladrona que roba instantes, absorbida por los pensamientos que no oigo de este hombre de ojos negros intensísimos, que mira sin ver y hace de su vida un escaparate que nos muestra.
Si pudiera, si me atreviera hablaría con la cajera azteca del Carrefour o con el vagabundo de la calle Reina Victoria.
Pero no me atrevo, y ellos permanecen en silencio, cómo sólo lo saben hacer las estatuas y las fieras.
Cada día paso su lado, entro en el supermercado, y apenas puedo levantar la vista de sus manos ágiles como águilas. Sólo los miro, no digo nada. Nunca esperé a que los dioses se detuvieran a hablar con una simple mortal.
15 comentarios:
pues deberias empezar a creer diferente. ;)
Muack!
Feliz 2010!
Mujer, ¡que yo hablo contigo! :-P. Deberías atreverte un día, esas personas, casi todas las personas, tienen tras de sí una vida que sorprende. Besotes.
Son mortales, y no te puedes imaginar cuanto te dirían, porque cada uno, vagabundo, cajera o cartero, llevan una historia dentro.
Un relato muy bonito. Un beso guapa
Inténtalo, imagina que si hablan y te cuentan una historia...
Besicos
Se asustarían al principio ¿no crees? Pero tendrían mucho que contarte después, quizás él más que ella.
Muy bueno, mucho.
besazo
Yo hacía lo mismo antes, me quedaba mirando a la gente, imaginando qué historia tendrían detrás... pero ahora vamos demasiado rápido, (yo por lo menos) por la vida y el resto también. Caminan a paso ligero para no perderse aquello que vayan buscando... me gustó este post...
besinos¡¡
Tú les ves, pero cuántos hay que que ni les miran.
Precioso relato¡¡
La belleza y el misterio son verdaderas deidades en este mundo. Solo unos pocos pueden verlo, pero quienes tienen la fortuna, jamás olvidan
Ambos necesitan una excusa para decir lo que quieren decir.Proporciónasela.
(Los dioses también necesitan mimos)
Cuando yo he seguido mi impulso de hablar con personas como las que describes, me he llevado la agradable sorpresa de encontrarme con gente tan interesante que compensa el esfuerzo de vencer la timidez (mía)... besitos
La humildad y elegancia de los pequeños gestos. La vida nos habla desde estos detalles y nos cuenta cosas de esas personas que desconocemos; pero forman parte de nuestro paisaje, a veces cotidiano.
Te felicito por la delicadeza de este texto, que tiene la habilidad de conmover. Como otros muchos que escribes.
Espero tener la suerte de seguir leyéndote en este 2010.
Mis mejores deseos.
Un abrazo.)
hola, navegando por internet he dado con tu blog, he de reconocer que me gusta como escribes y lo que escribes.Chicharrera
Me ha pasado algo parecido hace poco a lo que te paso con la cajera, también en madrid. No sé porque tenemos tanto miedo a hablar con desconocidos/as.También me habría gustado mucho charlar con esa persona, que me llamó tanto la atención.
En esta vida todos somos simples mortales, aunque no está de más adquirir el máximo de sabiduría para la próxima :)
Un saludo cordial.
Ayahuasca.
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