martes, 18 de agosto de 2009

Soledad, y alas al amanecer



Puedo precisar el instante mismo en que tuve consciencia de mi muerte. Fue una mañana soleada de primavera, conducía, salía de la tiendas de pinturas de comprar unos lienzos que mi mujer me había encargado. No pensaba en nada. Al menos en nada en particular. Entonces sentí esa percepción lúcida. Ocurrió mientras miraba la puerta del Mercado Central, fue una especie de sensación de tiempo detenido o suspendido en una imagen, la visión de la gente que entraba y salía de mercado de la ciudad vieja mientras yo lo observaba todo. Solo eso.

Pasaba casi cada mañana por aquel paisaje rural, sin detenerme, pero ese día sin saber porqué o impelido por algo inexplicable ralenticé la marcha y me encontré observando con detalle la fotografía en movimiento que se desenvolvía delante de mí: la gente entrando y saliendo del mercado por el gran portalón, la mujer ciega sentada en el muro del parterre de flores a la entrada, la espalda del hombre que se detiene y le compra unos boletos. Todo quedó suspendido, a una lentitud de sueño o de cámara lenta, mientras yo lo observaba extasiado, abriéndome a la muerte.

Entonces comprendí, en ese preciso instante que eso era morirse. La vida seguiría sin mí, pero yo me habría detenido.

Un claxon detrás de mí me conminó a que acelerara, en mi ensoñación había ido ralentizando el vehículo hasta casi detenerlo. Sólo yo tomaba conciencia de ese instante, porque ya me estaba yendo.

Quizás nada de esto hubiese sucedido si yo no hubiese realizado recientemente una visita al hospital para otra prueba más, o si no hubiese visto en la cara de mi médico una expresión de pesadumbre y embarazo. Quién sabe, son los acontecimientos cotidianos concatenados quienes dan finalmente forma a nuestro pensamiento y nos advierte, en cierta forma, de que el fin está cerca.Tampoco era de menospreciar el acontecimiento de que mi amigo Martín, siendo médico pero no de esa especialidad, se empeñase en acompañarme, e insistiera en parecer despreocupado mientras me daba palmaditas en el hombre y me decía que disfrutara pero que fuera pensando en acudir a Houston.

Estaba jodido, lo supe, las piernas me flaqueaban ante una pregunta que no me atrevía a pronunciar pero que revoloteaba sin cesar en mi cerebro: Cuándo.

Y fue justo ahí, en ese momento de clarividencia, de aceptación de la muerte y de renuncia a la vida, en la puerta de entrada del Mercado cuando comprendí que la vida sólo toma sentido cuando mueres.

En la comida no comenté nada sobre la impresión que me produjo la cara mi de amigo. Esa noche tuve un sueño agitado, mi mujer me dijo que había estado sonriendo y moviéndome toda la noche. Me levanté con la sensación plácida de haber estado caminando por un sendero de tierra en un paraje desconocido. Aún podía oír el murmullo de las hojas moviéndose a mi paso. No reconocí el camino pero supe que iba en dirección a Clairevoyance.

Esa semana tomé la decisión de no demorar más mi partida. Me despedí de mis hijos esa misma noche, toqué una partitura en el piano, el concierto número 3 de Rachmaninov y cuando todos dormían oí por enésima vez en ese día la Pasión de San Mateo. Mi mujer permanecía a mi lado, sin hablar, aterrada ante la idea de perderme, señalándome con su silencio la constatación de mi gravedad.

Antes de continuar este relato debo contar porqué debía ir con premura a Clairevoyance. Debo declarar que no me considero peor ni mejor que nadie, pero es justo que mencione que soy un hombre apacible que se ha sabido labrar, sin ayuda de nadie sino por propios méritos una cátedra de musicología en el conservatorio de mi ciudad. Llevo una vida tranquila. He compuesto tres piezas para piano que han sido alabadas por algunos críticos entendidos, llevo dos años trabajando en una “opera para amantes destruidos” que sé ahora, que no acabaré nunca. Como artista, me permito ciertos placeres ocultos que guardo con celo y recato puesto que son incompatibles con mi vida de casado en la pequeña ciudad donde vivo.

Para darles cabida, aprovecho algunas salidas y conciertos al exterior que me permiten viajar y dar rienda suelto a mi apetito voraz por jóvenes efebos.

Sin embargo, estos pilares en los que había construido mi vida se derrumbaron cuando conocí a Edgar. Fue hace ya diez años de esto, cuando mi mujer y mis hijos veraneábamos en la Riviera Mexicana. Nuestros hijos hicieron pronto amistad con dos niños de su edad, hijos de una encantadora francesa y su marido, Edgar. Nuestras encuentros se hicieron cada vez más frecuentes, acabando en cuestión de horas, compartiendo restaurants, excursiones y demás salidas.

Evidentemente, Eduard y yo forzábamos esos encuentros. Desde el primer instante supe que me había enamorado de una forma cruel y sinsentido y que en él había obrado el mismo desvarío. Durante unas horas todo mi pensamiento se centró en poder saber si él llegaría a manifestar lo que sentía.

Una tarde, al tercer día de conocernos, mientras nuestras familias se bañaban en la piscina, dimos rienda suelta a nuestra pasión en la habitación del hotel. No puedo expresar con palabras cómo fue el encuentro, sólo puedo decir que no se pareció en nada a ninguno de los que había tenido anteriormente. ¿Cómo explicar la fusión de dos almas gemelas que de pronto se encuentran? ¿Cómo definir la pasión, la ternura, la alegría del encuentro y la tristeza de la pronta partida?

Ambos nos volvimos igualmente locos, pero cuerdos, tanto más cuerdos y serenos en disimular nuestra pasión cuanto más loco y desgarrado era nuestro amor. Las vacaciones llegaron a su fin, recuerdo la última noche con especial dolor pues sabíamos sin decirlo que nuestro destino estaba trazado, que ninguno de los dos dejaríamos a nuestras familias.

Nos impusimos, sabiendo que era la opción menos dolorosa, no vernos, no llamarnos, tan solo algún correo para saber de nuestras vidas, ni hablar de amor ni de nada de lo que había pasado en esos días. Cumplimos nuestro trato, nuestros correos se limitaron una vez por semana, a una vez al mes, pues cada vez era más dolorosos descubrir que no había cabida para el olvido y que nuestras palabras eran solo el malpaís abrupto y ardiente bajo el que corría un volcán silencioso.

La última noche, en la borrachera que fabrica el amor que se sabe perdido, me habló de nuestro próximo encuentro en Clairevoyance. Algún día, me dijo, nos encontraríamos allí, en una casa apartada junto a un lago, me había dibujado el sendero, los montes que debía de atravesar, el río.

En mis sueños había adivinado ese sitio. El aire fresco rozaba mis mejillas, una leve brisa corría entre los álamos: La tarde violeta caía y en el horizonte el azul del cielo se teñía de un rosa deslucido.

10 comentarios:

Carina Felice, Photography dijo...

no lo puedo creer. Casi lloro.
wow.

te abrazo fuerte!
Namaste/\

Anca Balaj dijo...

Me resulta tan triste que las personas hagan eso con sus vidas, que hagan siempre lo que deben y dejen de lado lo que quieren y aman. ¿Cómo no va a enfermar con semejante forma de vivir?

alejandra dijo...

Dulce, cruel, real...

mjromero dijo...

Y los sueños y la vida confluyen ante la presencia de la muerte, como si realmente fuera una nueva vida, es curioso.

dintel dijo...

Estoy con aminuscula.

Pena Mexicana dijo...

Me ha gustado mucho Ico. No sé nada de técnica literaria pero el personaje me ha encantado. Me recuerda mucho a un primo mío del que escribí en mi blog, con lo cual, para mí al menos trasciende de la obra escrita y cobra vida. No siempre consigo sentir eso frente a un texto. Gracias :)

Tantaria dijo...

Qué pena tener que renunciar a lo que verdaderamente deseamos por lo que los demás esperan de nosotros...

pepe pereza dijo...

Vuelvo a quitarme el sombrero, y sé que tendré que quitármelo unas cuantas veces más.
abrazo.

Anónimo dijo...

Un elegante culebrón.

muchacha en la ventana dijo...

El darse cuenta, como es la muerte, que todo gira mientras tu te has detenido en un punto y no formas parte del ir y venir.

Ico la gente hace esas cosas.Me encanta tu relato. Los griegos decían de las relaciones entre hombre y mujer, que para tener descendencia había que casarse con una mujer y tener hijos.Pero que para conocer el amor verdadero, eso solo se lo podría dar un hombre. Es la explicación que se da para la homosexualidad en la antigua grecia.

Me ha recordado eso.saludossss