martes, 4 de agosto de 2009

Si tu me miras



El señor Albert vive muy cerca del Boulevard Maleherbes. Se trasladó allí justo después del accidente. Es un hombre educado y poco hablador. Eso siempre según la opinión de sus vecinos a quien saluda respetuosamente cuando se los encuentra en el ascensor. Por lo demás, es un hombre de hábitos y rutinas fijas. Por ejemplo, no sale nunca de la casa antes de las nueve. Le llevan la compra a casa cada tres días y nunca se le ha visto en compañía de nadie, ni masculina ni femenina.
Algunos piensan que esto se debe a causa de su excesiva timidez, otros comentan en sus viviendas, cuando el zumbido del ascensor se eleva por encima del televisor, que es debido al problema de su pierna. En realidad, nadie sabe con certeza quien es Albert Vian ni porqué arrastra esa evidente cojera. Pero, pese a todo, la mayoría de vecindario lo encuentra un hombre sumamente correcto. De rostro afilado y cuerpo menudo no es, sin embargo, nada desagradable a la vista. Posee un porte distinguido y una profunda y serena mirada, por lo que algunas vecinas lo encuentran realmente encantador.
En realidad, Albert es un tipo taciturno y solitario. Su leve cojera, producto de un accidente laboral en los astilleros franceses DCNS, le dejó una pensión vitalicia con la que pudo trasladarse a vivir a Paris. A parte de su hermano, que vive en el sur de Francia, no tiene amigos ni ningún pariente. Le gusta ir al cine y cenar fuera de casa cada día. Además ha adquirido la costumbre de asistir a la última sesión de Peep-show en el Paradiso situado en el populoso barrio de Pigalle.
En Madrid una mujer se baja del metro Gran Vía, mira el reloj, entra en un bar de la calle Valverde y pide una caña, tiene los ojos triste. Un hombre se apresura a darle fuego. No le sonríe. Solo piensa que quisiera no ser joven ni bonita. Lleva un abrigo raído de piel y unos tacones rojos. Bebe despacio la cerveza, fuma dos cigarrillos y sale con paso decido hacia la calle del desengaño. Saluda al portero, deja su abrigo en la antesala de la cabina y saluda a la pareja que sale desnuda de la pecera. La habitación acristalada huele a sudor y a sexo. La muchacha saca de su bolso un perfume e impregna la habitación que llama pecera. Cuando la primera ventanilla se abre, la mujer se incorpora sonriendo y comienza a bailar.
Albert, como cada noche, desciende en el metro Blanche, acude a un Restaurante en la calle Víctor Massé, atraviesa con dificultad el torbellino de gentes que se arremolinan como él por la acera y se dirige, a paso oscilante, al Paradiso. Si no fuera por esa leve cojera Albert sería uno más de tantos hombres anónimos que entran a ver, sin ser visto, el espectáculo erótico en el barrio parisino.
Dentro de la habitación circular, de paredes cubiertas de espejos la mujer baila desnuda. Fascinado por la visión Albert se olvida a veces de que debe seguir echando monedas para que el espectáculo continúe. Mientras la mujer sonríe y se contorsionaba acariciándose como si estuviese sola, y que a veces, parece que lo mira.
Un día lluvioso de febrero emprende una estrategia para poder hablar a la mujer que baila. Cuando sabe, porque no oye ninguna moneda caer, que están solos, introduce por la hendidura de su cabina un papel doblado en cuatro. La muchacha lo mira, detiene un instante la danza, como abstraída pero continúa.
La mujer llega de madrugada a la casa, se descaza en el portal y sube las escaleras con los tacones rojos en la mano. Antes de acostarse se da una ducha caliente porque no soporta el olor del látex. Se sienta en el sofá desnuda, va al bolsillo del abrigo y junto con el tabaco sale unos caramelos y varios papeles doblados en cuatro.
El hombre que cojea introduce cada día un papel con el mismo ruego. Ese día, la muchacha ya sea porque está el local vacío o porque se aburre de fingir y de tocarse, mira a un lado y otro como si alguien la espiase y escribe una nota que introduce por la misma hendidura. No entiendo lo qué dices, le responde.
Albert vuelve a su casa canturreando, aunque las temperaturas son gélidas no siente frío. Imagina toda suerte de encuentros con la desconocida. Al día siguiente se compra en la librería de su barrio un diccionario francés-español y un cuaderno de notas. También pide un libro para aprender español fácilmente.
Cuando llega al Paradise ya tiene la nota escrita. Se acomoda en el asiento de cuero, introduce la moneda y espera a que la cortina metálica se abra. Cuando se encuentran solos, desliza suavemente el papel doblado en cuatro. Conoce un lugar encantador en el 19 de la Rue Clauzel. La espera allí a media noche.
La mujer ha visto como se desliza el papel, lo mira con disimulo. Una vez las ventanas metálicas se cierran, lo coge del suelo. Lo lee sin comprender y continúa bailando impúdica. Otras cabinas se abren, baila frenéticamente al ritmo de la música, como si estuviese ausente de su cuerpo y de todo los que la miran. Ella solo se ve a sí misma en el espejo.
Albert la espera inútilmente en la Rue Clauzel, la espera durante horas. Es más de la media noche cuando el camarero le llama un taxi para que le lleve a su departamento borracho.
Después de eso deambula cada noche como un perro abandonado en un estado de agitación perpetua. Ya solo tiene una obsesión verla fuera de esa pecera, por ese le escribe de nuevo. Por qué nos ha ido, le dice en el papel que desliza debajo de la cabina.
Esa noche la mujer parece sonreírle sólo a él. Se acerca a la ventana, Albert casi puede tocar su cuerpo que brilla bajo las luces de neón. Pero pronto ella comienza a bailar para otros, es sábado y hay una gran concurrencia, puede oír los gemidos de los hombres en las otras cabinas. Puede sentir el olor ácido del esperma diluyéndose.
La mujer se ríe. Albert pega su rostro en el cristal negro, no puede dejar de mirarla. Cuando la mira siente que ha estado esperando mucho tiempo. Las ventanas se abren y se cierran con un sonido metálico. Los hombres entran gimen y se van. Oye la risa de la mujer detrás de la cabina. Siente un escalofrío. Finalmente, ya sea porque la mujer se aburre o siente lástima de él, le escribe lanzando miradas esquivas a las demás ventanillas. Los hombres llegan de nuevo, oye el sonido de las monedas introduciéndose. La mujer se apresura a pasarle el papel doblado en cuatro por la hendidura.
Albert lo recoge en la oscuridad y lo lee: No hay ninguna calle en Madrid con ese nombre.

6 comentarios:

María dijo...

¡Qué buenoooooo!

Anca Balaj dijo...

Me gustan mucho los personajes y ambientes que creas. Este Albert tiene mucha sustancia, igual que la chica.

TARA dijo...

Lo cierto es que la magia que encierra esa cabina capaz de unir durante unos instantes dos vidas tan lejanas y de mundos diferentes, en un instante en el que todo es posible. Me ha gustado mucho Ico

Unknown dijo...

muy muy bueno! me encantó...

Isabel dijo...

Me ha encantado el relato, pero no lo entiendo muy bien. ¿son dos almas gemelas que viven muy lejos y no llegarán a conocerse? ¿Es una fantasia de Albert, de la chica, o de ambos?. ¿soy muy torpe?. Un beso guapa

Ico dijo...

Hola Isabel, es un cuento fantástico la interpretación se la tendrá que encontrar cada uno. La que propones sobre la cabina un espacio mágico de encuentro de dos espacios en el mismo tiempo es válida, la imposibilidad de dos almas gemelas que no pueden encontrarse por la distancia tamibién es muy romántica, todas vales... eso es lo bueno, cada cual elige la suya...