lunes, 31 de agosto de 2009

Tú no te ibas



- Enciende la tres, date prisa.- dice la voz nerviosa detrás del hilo telefónico.

- Pero de qué…

- La tele… la tres..- dijo la voz seguida de una estruendosa risa- Venga deprisa pon la tres.

Estaba adormilada en mi sofá, había tenido un día especialmente agitado, una noche muy corta y me había quedado sopa en el sofá. Alcancé el mando de la tele de la mesa de salón incorporarme a la vez …

- no me jodas…- no podía dar crédito a lo que estaba viendo en la televisión.

- Sí..si…- más risas nerviosas…- yo tampoco me lo podía creer.

Y es que una manada de periodistas perseguía, micrófono y cámara en mano al flamante y recién elegido Consejero de Educación del Gobierno autonómico Pedro Jimeno, nuestro Pedro.

- Era previsible…- le dije sin poder apartar la vista del aparato.

- Capullo…hijo de la gran- susurró con un deje de rabia antigua en su voz.

- Es el perfecto político…

El periodista, voz en off, elogiaba los méritos del consejero y de su rápida ascensión al poder, mientras nuestro Pedro sonreía a la cámara encantado de haberse conocido. El periodista, haciendo una retrospectiva del nuevo consejero, desgranaba el oscurantismo que había rodeado la fulminante destitución del anterior a causa de unos presuntos pagos de comisiones ilegales. Si alguien había destapado todo aquello, pensé de inmediato, fue el mismísimo Pedro, pues a nadie más que a él, siguiente en las listas del partido, beneficiaba aquello. En esta hipótesis parecían aludir sin entrar en mayores la l crónica del periodista.

Laura estaba de acuerdo conmigo, si alguien podía haber tramado todo eso, ése era Pedro Jimeno. Y si por algo lo decíamos era porque teníamos una más que justificada ventaja sobre el periodista: Conocíamos perfectamente al Consejero. Yo había estado casada con él diez años y mi amiga había sido su amante durante diez meses.

Aún hoy me pregunto cómo pude casarme con el ser más egoísta que se puede encontrar en la faz de la tierra y sólo puedo encontrar una respuesta sensata: era joven y estúpida. Porque Pedro, y a esta conclusión llegué pocos meses después de casados, era dos hombres; el magnífico comunicador, encantador de serpientes, diplomático y atento cara al exterior y otro, el auténtico, el ególatra desalmado, materialista e incapaz de ningún sentimiento más allá de su propia persona.

Pero esto sólo los podías saber si convives o estas muy cerca de él, y si, una vez fuera de sus redes, (se resisten, siempre se resisten a soltar la presa que siente como una posesión suya) aún te quedan fuerzas para analizar y comprobar que cada movimiento suyo no ha sido más que un entramado de estrategias, mentiras y artimañas para conseguir su único objetivo: ensalzar su ego vanidoso y trepar hasta las más altas cuotas de poder.

Triste pero cierto, sobre todo cuando lo vives en tus carnes. Par estos seres, ansiosos por llenar a toda costa su gran vacío existencial por medio materiales, la conquista emocional es solo una meta más, que se acaba y pierde interés, con la obtención de la pieza misma. En cambio, si la oportunidad se cruce en su camino es muy probable que su próxima batalla sea la política, donde siempre hay un escalón más que ascender para un trepa profesional como él.

Por esta razón, a ninguna de las dos nos extrañaba verlo allí, sonriente delante de las cámaras, victorioso una vez más. Se me revolvía las tripas, cómo podía haberme casado con aquél espécimen. Bueno, sí lo sabía, estaba, enamorada y ciega, él en cambio fue tan sólo detrás del dinero de mis padres y de la posición que le sirvió de balanza para llegar a los círculos de poder a los que tanto aspiraba.

Todo esto no lo vi, claro está, hasta mucho tiempo después cuando descubrí con pesar quién era el Pedro real, ése que se levantaba cada mañana malhumorado, el que descalificaba cada uno de mis actos, el que celaba de todos mis amigos, el que controlaba cada movimiento que hacía y demandaba placer sin tener en cuenta el mío.

Algunos de ustedes se preguntarán por qué tardé tanto en separarme, pero la respuesta la encontrarán en un par de líneas hacia atrás. Sencillamente no quería, desde el primer año, cuando supe que el nunca cambiaría, le pedí la separación, pero él no estaba dispuesto a abandonar el chalet ni el nivel de vida que llevaba gracias a mi familia. Intentó reconquistarme por todos los medios, era su modus operandi.

Recaí en distintos periodos, volvía a creer de nuevo en sus palabras, pensaba que en esta aquella ocasión, era sincero, pero debí saber que la sinceridad no se encontraba entre sus pocos atributos. De nuevo pedí el divorcio, pero tan solo esta vez fue sincero, no pensaba dejarme, yo, a mi pesar, era una buena baza donde apoyarse para lograr sus objetivos.

Entonces lo dejé por imposible, hice como pude mi vida, la casa era lo suficientemente grande para no vernos si queríamos, el comenzó, rechazado por mí y aún conmigo, a tener su amantes. Una de ellas se convirtió poco después en mi mejor amiga.

Fue Pedro, jefe de personal en aquella época de la Consejería, quien me llamó al instituto para decírmelo

- Va a ir a trabajar contigo una amiga mía, no te atrevas a decirle nada malo mío- fue áspero saludo. Así era él cuando nadie lo escuchaba y se dirigía a mí.

- ¿Conmigo donde? – pregunté extrañada.

- En tu departamento, es la profesora sustituta de lengua.

Nada más colgar pensé en qué querría obtener Pedro de ella. Cuando la vi lo supe de inmediato, era joven, alegre, inteligente, Pedro ya rondaba los cincuenta, una mujer así alimentaría su ego y exaltaría su vanidad, probablemente de capa caída.

Desde aquél día empecé a sentir una terrible pena por mi compañera de seminario. La veía en el despacho entre clases y clase, sin apenas mirarme, y cuando lo hacía era con una voz vacilante y gesto atolondrado. Podía haberla advertido, pero quien aprende en piel ajena. Me dije, no voy a meterme, qué cada uno se las componga, que aprenda por ella misma. No es mi amiga, voy a parecer la ex despechada. Al carajo.

Y eso hice, mirar para otro lado, dejarla que se las compusiera sola. Ambas sabíamos quien era cada cual y, en el fondo, evitábamos encontrarnos. Sin embargo no podía evitar tropezarme con ella cada día y verla en cada ocasión más apagada, más empequeñecida y triste.

Un día estando de guardia en el pasillo oí un tumulto en una clase. Pensé que los alumnos habían aprovechado alguna salida del profesor para organizar la fiesta, cuando entré unos alumnos gritaban y jugaban al fondo del aula, mientras otros tantos, rodeaban la mesa del profesor. Un silencio sospechoso se hizo cuando entré. Cuando miré hacia lo que rodeaban los alumnos vi a Laura, en la silla del profesor cubriéndose la cara con las manos y llorando.

Ordené que se sentasen, les mandé la primera tarea que se me ocurrió y me llevé a rastras a una Laura desfallecida y llorosa al despacho.

- no puedo más, no puedo más…- dijo derrumbándose en la mesa repleta de libros de textos y cuadernos.

- ¿Pero qué te pasa mujer?- Le pregunté, temiendo la respuesta.

- Pedro, su ex…- dijo mirándome para saber mi reacción. Mi gesto fue lo suficientemente elocuente y desató en ella un torrente de lágrimas y unas enormes ganas de confesarse- no sé qué hacer… le he dicho ya tres veces que lo dejamos, pero no quiere….

Qué podía hacer, estaba delante de mí misma hacía ya algunos años. Todo lo que le dijera ya lo había intentado yo antes. Aún así insistí para animarla.

- ¿Pero has hablado con él?- le dije.

- No hago otra cosa durante días. Al principio cuando le dije que se fuera de mi apartamento, que necesitaba espacio cogió la maleta y se fue- conocía la escena, melodrama, gesto humillado y vuelta a casa al oscurecer como si no hubiese pasado nada.- pero volvió a la noche.. como si nada hubiese pasado.

- ¿Pero te has ido a vivir con él?- dije sin poder creérmelo. Yo había tardado diez años en conseguir que se fuera de mi casa.

- Bueno, él conmigo.- respondió- yo no sabia cómo era…

- Bueno mujer, yo tampoco sabía nada cuando lo conocí- le dije, dispuesta a solidarizarme con ella, contar mi versión. Pero ella quería hablar, contar todo aquello que le parecía imposible de vivir y que estaba, sin embargo, viviendo.

- Cuando vuelve lo hace como si nada pasase, más zalamero y encantador que nunca, preguntándome si no lo quiero, pero luego vuelve de nuevo a ser el de siempre.

- Ya..ya.. qué me vas a contar a mí- respondí.

- No sé qué hacer, estoy agobiada, ya no duermo… no me concentro en las clases, todo me va mal, y él controlándome cada paso, llamándome a todas horas….-Ya no la escuchaba, me sentía en parte culpable. Mi reacción no se hizo esperar.

Entonces hablé con la jefa de estudios, Laura no podía dar clase ese día, yo cubriría alguna de sus horas. Le pedí que se fuera, que se relajara, le entregué las llaves de mi casa, le dije que hiciera unos largos en la piscina y que nos veríamos al mediodía.

En mi cabeza rondaba un plan. Cuando llegué encontré a una Laura más relajada, con los ojos aún hinchados por el llanto tendida en la tumbona del jardín. Le conté mi estrategia, le pareció arriesgado, casi increíble, pero perfecto.

Fui la encargada, la que tenía los nervios más de acero, de llamar a Pedro Jimeno, en ningún momento lo dejé hablar. .

- Oye Pedro, cariño, siento decirte esto por teléfono, no sé como hacerlo, pero ha surgido sin más y prefiero decírtelo yo antes de que te enteres por otros, ya sabes como es la gente… Laura y yo nos hemos enamorado. Parece increíble, ¿verdad? Pero nos amamos, surgió así, sin más, espero que lo entiendas, va a vivir conmigo unos días hasta que tu cojas tus cosas, ella no ha tenido el valor de decírtelo, pero ya sabes como son estas cosas, pasan sin más

domingo, 30 de agosto de 2009

Las mujeres manos patas quieren a la mujeres patas jamón serrano




- ¿Como son las mujeres pata jamón serrano?- pregunta la mujer pata jamón serrano.
- Tienen los pies pequeños y los muslos en forma de jamón serrano, y tan grandes que dan ganas de comérselo.
- ¿y qué más? - Pregunta ansiosa
- Son humanitarias…
- Ah ¿Pero no son todos los humanos humanitarios?-
- No… aunque debieran. También son calmas y serenas. No sólo te quieren a ti , y esto chifa a manos patas, sino que necesitan el equilibrio y la serenidad para vivir, aún en medio de la guerra que son las mujeres manos patas. Por eso, todo lo que tocan lo transforman en armonía, siendo capaces de transformar una cabaña en un palacio.
- Eso es verdad.
- Suelen ser as únicas que apaciguan a la fiera de las mujeres manos patas y de ordenar el caos que genera alrededor, por lo que son el complemento perfecto.
- Ah…eso sí.
- Y las deja ir y venir a su antojo …son sabias las mujeres patas jamón serrano. Su presencia es como el sonido lejano del las hojas del árbol y del chapoteo ligero en la piscina del jardín.
- Ah… - dice la mujer pata jamón serrano con un gesto de placer sobre la tumbona.
- Son hedonistas
- ¿y eso qué es?
- Mujeres filósofas que saben disfrutar de las pequeñas y sencillas cosas que la vida le ofrece sin buscar más…
La mujer patas jamón serrano ríe maliciosa y ha comenzado a bailar al son de una melodía.

- Cuando bailan desnudas a contraluz en el mediodía siestero son todas las mujeres del mundo anunciando el amor…
- Sí…- rie entrecerrando los ojos.
- A veces, las mujeres manos patas la miran con inusitado asombro preguntándose cuál habrá podido ser la causa porque, en medio de una reunión o cuando nadie se lo espera, comentan a viva voz “Soy feliz, hoy me siento feliz”. De hecho esta es la frase más común de las mujeres patas jamón serrano, soliendo contagiar a quienes están con ella de esa felicidad placentera.

jueves, 27 de agosto de 2009

Codo de pajillera



El hombre divisó a través de los cristales del parabrisa a su madre esperándole en el porche. La mujer atareada en el jardín había oído el ruido del coche. Se lavó las manos de tierra y raíces en el fregadero y corrió hacía la entrada.

- Mírala ahí, como si nada- dijo el hombre a la mujer que lo acompañaba. La mujer que se había ido sumiendo durante el trayecto en un ligero letargo abrió los ojos.

- Es una mujer fuerte- dijo el taxista en un español que Henry comprendió

- ¿La conoce Ud? Preguntó Henry al taxista que no había pronunciado una palabra durante la media hora del trayecto. Pero el hombre no respondió sino que se dirigió su madre en un inglés con fuerte acento.

- - Buenas, doña- le gritó el conductor- ¿Cómo anda?

- Mejor que nunca y ahora más con mi hijo y mi nuera aquí – gritó la mujer como si estuviera a una distancia considerable mientras bajaba los peldaños.

La mujer, una anciana de aspecto frágil y de ojos vivarachos, abrazó al hijo y a la nuera de igual forma. La pareja seguida de la madre entró en la casa. Henry identifico el olor de su madre, Un olor a sol y a invernadero, a café caliente, y a cosas guardadas en el ropero durante mucho tiempo.

- ¿Por qué vives tan lejos mamá? – preguntó el hombre.

- Ah… yo pensé que eras tú el que vivía lejos….- dijo sin dejar de abrazarlo.

- Han desaparecido nuestras maletas.

- Vaya…ya te llamarán.

Tenía sed, pero no encuentró cervezas, solo agua y zumo maracuyá. Henry pensó que su madre probablemente había olvidado su llegada. Estaba cansado había salido directamente de la oficina, recogido a su mujer y almorzado un bocadillo antes de coger el vuelo. Claudia subió a darse un baño. Henry miraba a su madre que le cuenta una historia que no escucha de indígenas y de un mapache y un gato perdido. Se detiene sobre todo en sus manos, envejecidas, plagadas de manchas marrones, de venas casi transparente.

- ¿Y los niños?

- En un campamento de verano…

- Ah…me hubiera gustado verlos….bueno- dijo la madre como si hubiese hablado y oído suficiente- Date una ducha tú también si quieres, voy a acabar de plantar unos bulbos que dejé a medio plantar en el jardín.

Henry sube al cuarto. Su mujer, envuelta en una toalla sale del baño.

- No va a querer, lo sé- dice mientras se desabrocha el cinturón y se deshace de los pantalones.

- Bueno, al menos lo intentas. En el ropero hay ropa de hombre y una camisa de tu madre que te puedes poner…

- Siempre ha hecho lo que ha querido… dice.- mirando a través de la ventana. La sombra va cubriendo el desierto pronto llegará hasta “Codo de palillera”, que coño significará ese nombre.

- A mi me gusta como es.

Pero Henry no la oye ya porque ya se ha metido en la ducha, mientras el agua fría le cae piensa que sólo ante su madre no sabe qué decir. Como si ella lo supiera todo o como si no le interesara nada. Siempre tuvo en sensación incómoda ante ella. Después de la cena es un buen momento, piensa.

- Anda hija, ponme una copa de vino a mí antes de que venga el aburrido de mi hijo.

Claudia ríe, piensa que su suegra está algo loca pero la respeta porque es la única persona a la que su marido teme. Es fácil entablar confidencias con ella, siempre le pregunta cuando están a solas cómo le va a su marido como si todas las respuestas que pudiera decirle él no tuviesen la misma validez que cuando ella responde.

- Bueno estresado, como siempre, pero bien, preocupado por ti.

- Bah… vaya idiotez… debe ser que se aburre. Échate un amante, o acabarás divorciándote de él en menos que canta un gallo.

Las mujeres ríen y preparan la cena al estilo italiano, tomates al pesto y un pastel de atún y camarones que sabe que es el preferido de su hijo. La madre le pregunta por algunas conocidos, por los niños, se ríe especialmente con las anécdotas de éstos. Henry piensa que ha llegado el mejor momento.

Alguien toca a la toca a la puerta.

- Anda hoy es el día de la canasta- dice la madre abriendo los ojos y riéndose.

En la puerta aparece una pareja de ancianas indígenas portando lo que parece un pastel cubierto con una servilletas de cuadros rojos y verdes. Las mujeres saludan en español y abrazan a los invitados. Henry se siente incómodo. La madre les habla en un español fluido y les convida a sentarse.

- No sabíamos que tenía visita ... –dice Henry

- Se me había olvidado… les he enseñado a jugar a la canasta y no veas qué divertido, pero mejor, así seremos más. Te apuntas¿ no?.

El teléfono suena, es del aeropuerto, sus maletas estarán de vuelta en un día. Bueno, algo es algo. Se sirve una copa de whisky, al menos queda algo de whisky de la última vez. Ojea alguno de los libros de la estantería. Sin embargo, no deja de estar atento a la escena de las mujeres. Luego llegó una pareja de americanos a la reunión. Se saludan. Henry se acaba el whisky

- Bueno, voy a descansar que estoy reventado. Sabes que los juegos no son lo mío, mañana hablamos.

- Yo me quedo un poco más – dijo Claudia.

Henry desde el cuarto oye a los de abajo. Hay momentos de absoluto silencio y momentos de cháchara festiva. A veces, alguien levanta la voz, señal de una buena jugada. Le cuesta conciliar el sueño, se siente un niño enfadado sin saber bien por qué. Cuando su mujer llega lo encuentra aún despierto.

- Que fiestas que se monta tu madre - sonrié, tiene la voz tomada.

Henry, con la luz apagada comienza a contarle a su mujer que lo más seguro es que su madre lo hubiese preparado todo para no hablar del tema, es más astuta que tú y que yo juntos, le dice. Pero su mujer no le hace mucho caso, el vino y el whisky le han hecho efecto y está a punto de dormirse.

Se despierta sobresaltado. No oye nada. Sin embargo tiene la sensación de que ha dormido demasiado .Baja hasta la cocina y encuentra todo limpio y reluciente, huele a café recién hecho. Se sirve una taza y va hasta el jardín. Su madre está allí arrancando las malas hierbas.

- buenos días

- Buenos días, tu mujer fue al pueblo… ven, tómate aquí el café conmigo.

- Mamá…- ¿ Qué significa “Codo de pajillera”

La madre lo mira. Su hijo parece a veces tan triste, tan serio. A quién habrá salido se pregunta muchas veces, a cuál de sus amantes…

- No lo sé. La verdad. Se lo pregunté una vez a mis amigas mejicanas y se rieron tanto que decidí no cambiarle el nombre a la finca.

- Claudia y yo queremos que te vayas con nosotros, no puedes vivir sola en este desierto.

La madre que lleva un sombrero que usan los campesinos mejicanos ladea la cara para mirarlo.

- Gracias cariño- pero estoy bien aquí, me gusta la soledad y tampoco estoy sola- dice mientras se limpia las manos en el delantal naranja lleno de tierra.- Hay un sombrero detrás de la puerta de la cocina. Póntelo quiero enseñarte una cosa.

Henry duda un instante. Luego descuelga el sombrero de detrás de la pared. Con aquellos pantalones, demasiados pequeños para él, con aquella camisa de su madre se ve aún más ridículo

- En los Ángeles me moriría…Hay demasiada gente… Demasiado ruido - comienzan a caminar dejando atrás la casa. - Aquí soy feliz. La vejez no es una enfermedad es sólo el principio de un estado florido…si lo has cultivado el huerto durante toda tu vida, ahora las ves florecer.

Un estado florido. Su madre, debe estar chocheando. Henry piensa que una americana loca y vieja como aquella debe ser conocida realmente por todo el pueblo.

- Mama, no te entiendo.

- Siéntate aquí.- el sitio que escoge su madre es un lugar cualquiera en medio de la nada. Su madre señala una piedra llana que está en el suelo. Ella prefiere sentarse al estilo de los indígenas.

- Escucha- le dice su madre.

Henry aguza el oído pero no oye nada. Si el viento que azota y hace rodar las ulagas por la tierra puede ser considerado algo. El paisaje es desolador, una polvareda amarilla recubre incluso las piedras. El calor comienza a subir desde la tierra.

- No oigo nada.

- Pues eso…Mira esto ahora- su madre coge su mano y deposita en ella un puñado de tierra.

- ¿ Ves este puñado de tierra? Si le añades agua y un poco de estiércol puede nacer cualquier planta...

Henry permanece así, con la mano abierta contemplando la arena. Mira al horizonte. Siempre le ha gustado el horizonte del desierto con esa línea borrosa y temblorosa en medio de la tierra como si se derritiera bajo el cielo.

Claudia llegó tocando el claxon de la vieja furgoneta de su madre, cargada de artesanía de Tijuana, de comida y la maleta del aeropuerto.


Un gritó agudo despertó a Henry en la hora de la siesta. Bajó las escaleras de tres en tres sin saber qué pasaba.

- Henry, Henry….¿dónde te habías metido?

Henry está de píe sin comprender nada. Su madre acaricia a un gato arisco que lo mira desafiante. Su mujer en el bajo de la escalera sonríe al verlo de aquél modo.

- ¿A que no sabes qué nombre le ha puesto tu madre al gato?

- Eres un arisco, un desconfiado…un aburrido, pero cuánto te quiero- le dice su madre al gato.

Henry prepara un vaso de café fuerte. Son casi las seis. Del jardín llega un aroma a flores dulzón y agradable. El gato ronronea satisfecho sobre el vestido de su madre.

- Henry, gato malo- le dice una y otra vez su madre al gato, mientras pasea por el lomo la pequeña mano cuarteada, cubierta aún de el polvo y tierra.

miércoles, 26 de agosto de 2009

El síndrome de Mari Pili



Lo que no se nombra no existe. Por eso, ese constante afán de nombrar del ser humano incapaz de comprender lo que no nombra. Aunque a veces, peligrosamente, nombrar es simplemente reducir, dividir al mínimo, poner etiquetas, clasificar. Ahora resulta que la histórica desigualdad social que sufren las mujeres se explica con dos palabras “síndrome de Mari Pili”.
Pensé que era una broma, pero no, no era el día de los inocentes. Además tampoco tenía cara de guasa el serio locutor del Tele canarias. Lo decía así: Las mujeres que, a pesar de estar suficientemente bien preparadas y tener aptitudes más que de sobra para prosperar y progresar laboralmente en sus puestos de trabajo, y no lo hacen es porque sufren del síndrome de Mari Pili. Toma ya.
Este síndrome, añade circunspecto el locutor (aunque adivino que en su fuero interno debe debatirse entre contenerse la risa o hablar con el editor para que cambien las noticias, que ya está bien de tanta chorrada veraniega para un espacio tan importante) es ni más ni menos que el miedo que tienen las mujeres a no ser queridas y que las convierte por lo tanto, en sumisas y víctimas de desaprensivos que se aprovechan de esta situación.
Me enfurezco y mando a callar a mis sobrinas, que no tienen culpa de nada, (tal vez cuando crezcan ambas tendrán estos síntomas) para poder oír cómo una psicóloga, que más parece una actriz de segunda confirma dicho síndrome.

Busco información con ardor de estomago en Internet y encuentro lo siguiente” La profesora García establece que las Maripilis son aquellas mujeres que buscan agradar a todo el mundo, lo que les lleva a convertirse en grandes sumisas. Padecen un gran sentimiento de culpabilidad y rechazan el poder, la ambición y el éxito. En cambio, los Manolos son hombres carismáticos que faltan al respeto, prepotentes y autoritarios, tienen poco trato humano y no saben implicarse”

A ver, a ver, que yo me entere entonces, que las desigualdades sociales entre hombres y mujeres no es la culpa ya del larvado machismo histórico y social, ni del techo de cristal que se pone a toda profesional por el solo hecho de ser mujer, ni de la estructura jerárquica y machista de las empresas, ni l de a doble carga que sufre la mujer por el hecho de serlo. Nada de esto. La culpa es del dichoso síndrome que sufrimos algunas.Vamos que la culpa es nuestra. Sólo nuestra. Apesadumbradas, sumisas, tristes mujeres rogando ser queridas a un despótico Manolo.

Pero quien.. quién me pone la pata encima para qué no me levante…

martes, 25 de agosto de 2009

Mal de escuela


El azar, como casi todo en la vida, hizo que cayese en mis manos un delicioso librito que me ha levantado más de una sonrisa en su breve lectura. " Mal de escuela" de Daniel Pennac, donde nos narra en lo que no es ni una novela ni un ensayo, sólo sencillas reflexiones de un profesor, en qué consiste y cómo se convierte uno en ”un mal alumno” . Y de esto sabe mucho porque, como el mismo autor reconoce, él mismo lo fue durante mucho tiempo.

No es un libro bien escrito, carece de estilo, y no desarrolla los conceptos con profundidad, pero ¿A quién le importa? Tiene el valor de salir de la experiencia y del corazón de un profesor que amaba su profesión, que ejerció durante más de veinte años en los barrios marginales de Paris. Y, que además, se atreve hacerlo desde la óptica del mal estudiante, el zoquete, el niño que no comprende. Ese niño incomprendido, martirio de profesores que fue él mismo y que llegó a convertirse, gracias a la acción de algunos pacientes y sabios profesores que creyeron en él en el hombre que hoy es .

Sonrío durante su lectura porque la identificación produce placer y te ayuda a exculpar la culpa de una loza que pocas veces se supera: el ser un mal alumno. Y recuerdo que yo misma fui una mala estudiante, yo también era de ésas niñas completamente abstraídas y en mi mundo a las que “bastaba entrar en el aula para salir de ella”. También yo, como el autor, y sonrío, no comprendía jamás las matemáticas, y cuyo libro solo lo abría para ocultar, debajo de él, las novelas que leía a escondidas.

Refrescante libro, para leer unos días antes de empezar las clases, para recordarnos que también los malos alumnos pueden ser salvables si existen profesores implicados y así lo dice:”basta un solo profesor- ¡uno solo! Para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás.” Porque hace falta para este oficio compromiso y entrega y así lo dice: “la presencia de mis alumnos depende estrechamente de la mía, de mi presencia en la clase entera y en cada individuo en particular”.

Estos profesores, que comparten con sus alumnos no solo su saber sino también el propio deseo de saber, son los que salvarán de sí mismo a los malos alumnos y, a mi memoria viene el recuerdo de un magnifico profesor de literatura que me hizo amar la poesía de Juan Ramón Jiménez o la Celestina.

El libro finaliza con una curiosa e interesante tesis: el gran defecto de los profesores es no saber situarse en la ignorancia de sus alumnos, y en la incapacidad para comprender a estos zoquetes, porque ellos mismos fueron buenos alumnos, al menos en la materia que enseñan.


domingo, 23 de agosto de 2009

Producto nacional



Mi madre me pidió que le bajase de Internet una serie española que, según ella, era buenísima y cuya principal protagonista, una jueza de instrucción trabajaba muy bien. Como mi madre es capaz de tragarse todas las novelas de mediodía sin un digestivo, “saber vivir” y “sálvame” sin rechistar, en realidad no le hice mucho caso, pero se la bajé. Una vez grabada y para comprobar que se veía bien en el vídeo la visioné unos minutos. No pude dejar de verla, y tuve que reconocer que me enganchó desde el principio.

La serie tiene todo los ingredientes para atrapar como las mejores novelas policíacas de Larson. Jueces corruptos, trama política, asesinato y una sutil y nada artificiosa relaciones interpersonales que aderezan una historia bien contada, con unos diálogos acertados que capítulo tras capítulos (son trece en esta primera entrega) va urdiendo una conspiración trepidante a través de una serie de sucesos bien concatenados donde nada es lo que parece. La trama, el incendio de una discoteca y la muerte de seis jóvenes es investigada por una jueza implacable, Blanca Portillo, una de las mejores actrices del panorama español, realizando, tal como decía mi madre, un trabajo fenomenal.

Los actores no desmerecen sino que engrandecen la serie con una excelente Blanca Portillo, un José Coronado convincente ya, una Goya Toledo, (dios mío cómo se evidencia su terrible anorexia) más que correcta…

En fin, un producto nacional que nada tiene que envidiar a las mejores series americanas, y donde en cada temporada se resolverá un nuevo caso. Y que, a buen seguro, si continúa tal como ha sido primera entrega, nos atrapará como las mejores películas de suspense.

Para quien quiera pasar un rato agradable y entretenido se la recomiendo, que todo en la vida no van a ser libros, se puede bajar por Internet completa. En septiembre, al parecer comienza la segunda temporada. La estaré esperando

viernes, 21 de agosto de 2009

El galope líquido



Ana Expósito abrió los ojos en mitad de la noche. Había soñado que una salamandra le hablaba al oído y se había despertado empapada en sudor. Oyó los animales removerse nerviosos en el cercado. Hacía días que el calor era insoportable, pero aquella noche parecía que la tierra ardía. Se levantó a tientas sintiendo la tierra caliente bajo los pies y encendió un candil. Olfateó el aire como una animal al acecho, podía oler el maizal muerto en la pradera, el augurio de un estío reseco, estéril, como ella misma. Las cabras la miraron en la oscuridad mientras llenaba una tanqueta de agua. En la espesura de la noche entre zarzas y piedras emprendió el camino hasta Santa Catalina. Tenía que llegar antes de que amaneciera.
El padre Andrés no vio a la mujer arrebolada en un pañuelo negro que se acercaba como un ánima. Ave María, dijo desde la puerta trasera de la iglesia. Sin Pecado concebida, respondió el cura sacudiéndose el polvo de la levita. Qué te trae tan de mañana por aquí.
Barruntos.
Dolores se levantó con el estruendo y vio espanto en los ojos de su marido. Qué fue, dijo. Pero Juan permaneció mudo. De nuevo un sonido sordo como un trueno multiplicado por diez acalló todos los ruidos. La tierra se había movido. En la calle la gente andaba de un lado para otro preguntándose qué había sido, la armada, los moros, nadie acertaba. Salían de las casas temiendo que se les viniese abajo y acudían en busca de refugio a la ermita. Los cabras que habían estado balando todo la noche, los perros ladrando, son acallados por otro nuevo estruendo.
Del cielo empieza a caer un polvo fino, ceniciento que cubre los cuerpos y la cara de la gente. Los niños asustados por los fragores lloran. El cielo parece que quema, se derrite y se desfleca en cenizas.
Es la Caldera del cuervo, gritó Juan, señalando a lo alto de la colina. Por la boca de la montaña comienza a salir piedras de fuego, ceniza y lapilli. Todos miran a la ladera por donde comienza a discurrir como la miel derretida la lava ardiendo. El padre Andrés pide calma y oficia una misa. Permanecen así, ateridos e implorantes toda la noche a cubierta en la ermita. Afuera la lluvía gris continúa.
De Mazo, Testeina y demás pueblo del derredor llegan campesinos con el rostro negro, las ropas sucias y cenizas, entrando de rodillas, asustándose los unos de los otros, convertidos de pronto, en demonios negros de ojos encendidos.
En la plaza los campesinos parcos en palabras, empiezan a hablar como si las voces pudieran aplacar los estruendos que se suceden. Un pastor llegado de Mazo relata, en medio de la concurrencia, como acudiendo a refugiarse de los temblores de la tierra en una cueva donde guarda el ganado, se le apareció su difunta mujer en una de las grietas que se abrió en la gruta. Y cómo con miranda furibunda, hablando en una extraña lengua de galimatías, le había maldecido.
Algunos hombres jóvenes, que habían salido en retén hasta Caldera del Cuervo, llegan contando con grandes aspavientos como el fuego salía de la montaña y como en un galope líquido discurría imparable montaña a través.
Los primeros que empezaron a caer fueron los animales, asfixiados por el sulfato que desprendía el suelo. Los olores del campo, de millo, del pescado tendido al sol, ya han desaparecido bajo el olor penetrante de fuego quemado y azufre.
Un mensajero cabalgó hasta la villa para entregarle al regidor una misiva del Padre Andrés donde le cuenta los hechos y que las cosechas de granos están perdidas. Durante la tarde se abren dos bocas más de fuego en las montañas contiguas. El pueblo está cercado.
El mensajero vuelve al día siguiente con una respuesta explícita. Había que salvaguardar el grano de Santa Catalina, guardar la mayor cantidad de grano en el granero para ser exportado a otras islas. Nadie debía salir de Santa Catalina.
El padre leyó las órdenes en medio de la plaza en una oscuridad terrorífica. Los campesinos que han visto las cosechas muertas y quemadas, y como se morían los animales por el camino, estallan en sollozos. Algunos emprenden la huída.
El Padre Andrés encontró a Ana Expósito en su cueva, rodeada de las cabras majando el trigo. Tú viste lo que iba a pasar, le dijo. La mujer de ojos de fuego no lo mira. La que sólo habla lo que es preciso asiente.
Qué será de nosotros.
Fuego y luego piedra será. Nada de lo que conocemos aquí permanecerá. Santa Catalina y demás pueblos quedarán sumergidos bajo el manto del galope líquido. Hay que emprender la huída.
El Padre Andrés escribió la última carta al regidor anunciándole que, ante el peligro inminente y creciente miedo de los campesinos, algunos habían iniciado ya la partida. Emprendieron la marcha ese mismo al día.

(El uno de septiembre de 1730 se iniciaron una serie de explosiones que sepultaría a una cuarta parte de la superficie de la isla de Lanzarote, y algunos pueblos habitados como Santa Catalina, Mazo Timanfaya, Los Rodeos, Mancha Blanca, Jarretas, Tingafa, Mozaga, Iguaden desaparecerán sepultado.
El volcán continuó explosionando y derramando lava hasta 1736. Hoy en día bajo las montañas del Fuego reposan estos pueblos perdidos)

martes, 18 de agosto de 2009

Soledad, y alas al amanecer



Puedo precisar el instante mismo en que tuve consciencia de mi muerte. Fue una mañana soleada de primavera, conducía, salía de la tiendas de pinturas de comprar unos lienzos que mi mujer me había encargado. No pensaba en nada. Al menos en nada en particular. Entonces sentí esa percepción lúcida. Ocurrió mientras miraba la puerta del Mercado Central, fue una especie de sensación de tiempo detenido o suspendido en una imagen, la visión de la gente que entraba y salía de mercado de la ciudad vieja mientras yo lo observaba todo. Solo eso.

Pasaba casi cada mañana por aquel paisaje rural, sin detenerme, pero ese día sin saber porqué o impelido por algo inexplicable ralenticé la marcha y me encontré observando con detalle la fotografía en movimiento que se desenvolvía delante de mí: la gente entrando y saliendo del mercado por el gran portalón, la mujer ciega sentada en el muro del parterre de flores a la entrada, la espalda del hombre que se detiene y le compra unos boletos. Todo quedó suspendido, a una lentitud de sueño o de cámara lenta, mientras yo lo observaba extasiado, abriéndome a la muerte.

Entonces comprendí, en ese preciso instante que eso era morirse. La vida seguiría sin mí, pero yo me habría detenido.

Un claxon detrás de mí me conminó a que acelerara, en mi ensoñación había ido ralentizando el vehículo hasta casi detenerlo. Sólo yo tomaba conciencia de ese instante, porque ya me estaba yendo.

Quizás nada de esto hubiese sucedido si yo no hubiese realizado recientemente una visita al hospital para otra prueba más, o si no hubiese visto en la cara de mi médico una expresión de pesadumbre y embarazo. Quién sabe, son los acontecimientos cotidianos concatenados quienes dan finalmente forma a nuestro pensamiento y nos advierte, en cierta forma, de que el fin está cerca.Tampoco era de menospreciar el acontecimiento de que mi amigo Martín, siendo médico pero no de esa especialidad, se empeñase en acompañarme, e insistiera en parecer despreocupado mientras me daba palmaditas en el hombre y me decía que disfrutara pero que fuera pensando en acudir a Houston.

Estaba jodido, lo supe, las piernas me flaqueaban ante una pregunta que no me atrevía a pronunciar pero que revoloteaba sin cesar en mi cerebro: Cuándo.

Y fue justo ahí, en ese momento de clarividencia, de aceptación de la muerte y de renuncia a la vida, en la puerta de entrada del Mercado cuando comprendí que la vida sólo toma sentido cuando mueres.

En la comida no comenté nada sobre la impresión que me produjo la cara mi de amigo. Esa noche tuve un sueño agitado, mi mujer me dijo que había estado sonriendo y moviéndome toda la noche. Me levanté con la sensación plácida de haber estado caminando por un sendero de tierra en un paraje desconocido. Aún podía oír el murmullo de las hojas moviéndose a mi paso. No reconocí el camino pero supe que iba en dirección a Clairevoyance.

Esa semana tomé la decisión de no demorar más mi partida. Me despedí de mis hijos esa misma noche, toqué una partitura en el piano, el concierto número 3 de Rachmaninov y cuando todos dormían oí por enésima vez en ese día la Pasión de San Mateo. Mi mujer permanecía a mi lado, sin hablar, aterrada ante la idea de perderme, señalándome con su silencio la constatación de mi gravedad.

Antes de continuar este relato debo contar porqué debía ir con premura a Clairevoyance. Debo declarar que no me considero peor ni mejor que nadie, pero es justo que mencione que soy un hombre apacible que se ha sabido labrar, sin ayuda de nadie sino por propios méritos una cátedra de musicología en el conservatorio de mi ciudad. Llevo una vida tranquila. He compuesto tres piezas para piano que han sido alabadas por algunos críticos entendidos, llevo dos años trabajando en una “opera para amantes destruidos” que sé ahora, que no acabaré nunca. Como artista, me permito ciertos placeres ocultos que guardo con celo y recato puesto que son incompatibles con mi vida de casado en la pequeña ciudad donde vivo.

Para darles cabida, aprovecho algunas salidas y conciertos al exterior que me permiten viajar y dar rienda suelto a mi apetito voraz por jóvenes efebos.

Sin embargo, estos pilares en los que había construido mi vida se derrumbaron cuando conocí a Edgar. Fue hace ya diez años de esto, cuando mi mujer y mis hijos veraneábamos en la Riviera Mexicana. Nuestros hijos hicieron pronto amistad con dos niños de su edad, hijos de una encantadora francesa y su marido, Edgar. Nuestras encuentros se hicieron cada vez más frecuentes, acabando en cuestión de horas, compartiendo restaurants, excursiones y demás salidas.

Evidentemente, Eduard y yo forzábamos esos encuentros. Desde el primer instante supe que me había enamorado de una forma cruel y sinsentido y que en él había obrado el mismo desvarío. Durante unas horas todo mi pensamiento se centró en poder saber si él llegaría a manifestar lo que sentía.

Una tarde, al tercer día de conocernos, mientras nuestras familias se bañaban en la piscina, dimos rienda suelta a nuestra pasión en la habitación del hotel. No puedo expresar con palabras cómo fue el encuentro, sólo puedo decir que no se pareció en nada a ninguno de los que había tenido anteriormente. ¿Cómo explicar la fusión de dos almas gemelas que de pronto se encuentran? ¿Cómo definir la pasión, la ternura, la alegría del encuentro y la tristeza de la pronta partida?

Ambos nos volvimos igualmente locos, pero cuerdos, tanto más cuerdos y serenos en disimular nuestra pasión cuanto más loco y desgarrado era nuestro amor. Las vacaciones llegaron a su fin, recuerdo la última noche con especial dolor pues sabíamos sin decirlo que nuestro destino estaba trazado, que ninguno de los dos dejaríamos a nuestras familias.

Nos impusimos, sabiendo que era la opción menos dolorosa, no vernos, no llamarnos, tan solo algún correo para saber de nuestras vidas, ni hablar de amor ni de nada de lo que había pasado en esos días. Cumplimos nuestro trato, nuestros correos se limitaron una vez por semana, a una vez al mes, pues cada vez era más dolorosos descubrir que no había cabida para el olvido y que nuestras palabras eran solo el malpaís abrupto y ardiente bajo el que corría un volcán silencioso.

La última noche, en la borrachera que fabrica el amor que se sabe perdido, me habló de nuestro próximo encuentro en Clairevoyance. Algún día, me dijo, nos encontraríamos allí, en una casa apartada junto a un lago, me había dibujado el sendero, los montes que debía de atravesar, el río.

En mis sueños había adivinado ese sitio. El aire fresco rozaba mis mejillas, una leve brisa corría entre los álamos: La tarde violeta caía y en el horizonte el azul del cielo se teñía de un rosa deslucido.

sábado, 15 de agosto de 2009

La pesadilla



Ayer tuve una horrible pesadilla. Era mi primer día de clase. Los alumnos me ponían a prueba, eran terriblemente indisciplinados y no hacían caso a lo que les decía. Un adolescente me dio un pellizco donde la espalda acaba su sagrado nombre. Me volví indignada, reía. Le llamé la atención y le dije que fuera a buscar un parte, se negó y se rió aún más. Toda la clase reía con él. Pedí algún voluntario para que fuera a buscar un parte indisciplinario a dirección. Nadie quiso ir. Todos reían y yo tuve que salir angustiada, ante una clase que se me desbordaba, a buscar un parte. Anuncié que había además un parte general para toda la clase.
Sé que los sueños son sueños y que sólo anuncian mi miedo a enfrentarme de nuevo a una clase desconocida, en un centro desconocido, a compañeros desconocidos. Que todo se debe a que ayer recibí el mensaje de la Consejería de Educación anunciándome mi nuevo destino. Que mi amiga Lola me dijo que el instituto “había niños traviesos” usando un eufemismo para indicarme que iba a tener un año movidito. Que me quedan dos semanas para volver y que tengo miedo, un miedo que reconozco y me paraliza.
Lola también me dijo que me iba pasar el libro de Jose antonio Marina sobre la disciplina. Pero yo sé bien que la disciplina es respeto y que de eso no anda nadie sobrado y que las primeras semanas será un “tour de force” entre ellos y yo.
Quien piense que esta profesión es un “chollo” que apunte las horas de angustia y miedo a partir de ya. Empieza la cuenta atrás.

jueves, 13 de agosto de 2009

El delirio de Eva


El verano del 93, recién acabados mis estudios, recibí una petición extraña por parte de mi madre. Debía encargarme de traer de vuelta a la isla a la hija descarriada de mi vecina. Según mi madre me contó, mientras tapaba con una mano el auricular del teléfono, le debíamos ese favor. La cuestión era la siguiente yo debía convencer a la chica, estudiante como yo en la gran ciudad, no sólo de que volviese a casa sino que debía traérmela expresamente en el avión conmigo. Le pregunté, como es obvio, qué problema le impedía coger el avión por sí misma. Mi madre, tapando cada vez más el auricular con la mano para hacer una campana insonora a los oídos de mi padre, al que imaginé sentado en su sofá delante del televisor, susurró algunas evasivas referente a los sentimientos de las mujeres perdidas y demás cuestiones que no entendería, dejándome más confuso que al principio.

Con la dirección de Eva en el bolsillo acudí entre curioso y aprensivo a la casa donde vivía. Mientras atravesaba la ciudad en metro pensé en aquél verano que me enamoré de ella y que pasé en la azotea esperando verla aparecer en bikini y tenderse al sol a leer. Mi enamoramiento duro poco, justo cuando descubrí, que en cuestiones amorosas, ella prefería a las chicas.

Era curioso, pensaba mientras descendía la calle Leganitos, que en aquellos cinco años de carrera nunca hubiéramos coincidido, salvo una sola ocasión en el aeropuerto de vuelta a casa, en unas Navidades especialmente frías. Recuerdo que sumamos nuestras monedas y compartimos un café en la cafetería del aeropuerto mientras esperábamos la hora de embarcar. Después de preguntarnos por nuestros estudios y la familia se enfrascó de nuevo en su libro sin ninguna consideración hacia mí. Siempre había sido una chica extraña, hablaba poco y leía mucho. Cuando nos llamaron a embarcar ninguno de los dos hizo intento por cambiarse de asiento y hacer el vuelo en compañía. Tampoco yo se lo propuse, con ella siempre tenía la sensación de estar de más, y para qué negarlo, aún le guardaba rencor por aquel verano.

Toqué dos veces más el telefonillo del edificio. Una voz, somnolienta y casi inaudible me contestó con el acento cantarino de la isla. Subí las escaleras de dos en dos y llegué a la puerta abierta del cuarto piso.

El maullido de un gato fue el único recibimiento que tuve. Atravesé el pasillo apartando ropa, libros desparramados por el suelo, periódicos viejos y montañas de papeles. El gato se enredaba en mis pies.

Eva estaba en el salón, tendida en el sofá, borracha o semidormida. Miré la mesa junto a ella, no puedo descifrar todo lo que contenía. Si la hubiese encontrado en otro estado le hubiese preguntado cuándo fue la fiesta. Pero me impresionó verla, estaba terriblemente delgada, su ojos cerrados parecían que se hundían en su rostro y en su boca había un rictus amargo. Me miró un instante como si no me viera y volvió a cerrar los ojos. Aparté la gata gris del único sofá libre que quedaba y la invité a comer, con un gesto de la mano y sin levantarse del sofá donde se hallaba semidormida me señaló unas botellas decerveza y una lata de berberechos vacía. Entonces le hablé de su madre, de la preocupación de toda la familia, de porqué estaba allí, del curso acabado, y de la necesidad de volver a la isla.

- No puedo irme, estoy esperando a alguien. –me dijo en un tono débil.

- ¿A quién?- pregunté

- A mi amiga.

Tenía los ojos enrojecidos, la mirada enfebrecida, pensé que quizá estaba enferma, por lo que me dispuse en un acto de valentía, a ordenar el salón. Vacié los ceniceros, limpié la mesa, busqué en los armarios vacíos de la cocina. Llene tres bolsas de basura. No sabía qué hacer, y creo que esa era mi manera de decirlo. En uno de mis paseos con la escoba me preguntó qué día era, miércoles le respondí, cuánto tiempo llevas aquí encerrada, le dije. Si hoy es miércoles me respondió, hace veinte días. Lo decía sin emoción, sin esperanzas, como si eso fuese tan natural como la vida misma.

Bajé a tirar la basura y a comprar comida, cerré la puerta con llave. Nada más bajar llamé a mi madre para contarle lo sucedido. En el fondo quería que me eximiese de aquél cargo, no estaba preparado para eso. Mi madre me dio donde más le duele a un hombre, me habló de valentía, de que ya era hora de que espabilara y que de esa forma aprendería, en definitiva no iba a volver con las manos vacías.

En Madrid ya comenzaba a hacer un calor irrespirable, crucé la gran vía y compré un poco de comida en un sucio restaurante chino. Cuando regresé Eva seguía en la misma posición, pero ahora parecía dormida agarrada al aparato negro de teléfono. Comí un plato de arroz, observándola dormir, sin soltar ni un momento el teléfono.

Acabé de ordenar la casa. Fui recogiendo hojas por el suelo que dejé en una estantería. Llegó la noche, no quería dejarla sola en aquél estado, coloqué los libros en la estanterías, ordené sus papeles. No pude evitar leer algunos fragmentos de lo que parecía una especie de diario caótico. En una letra minúscula y apenas inteligible leí: he llorado todas las lágrimas posibles. Hoy mi madre me ha llamado y casi me pongo a llorar de nuevo. Ha estado más tranquila que de costumbre, debe notar por mi voz que estoy destrozada. Si al menos hubiésemos fabricado un vínculo de madre e hija, podría decirle que Helen me ha dejado. Podría llorar en su pecho como cuando pequeña si es que alguna vez lo hice. En otra hoja arrugada y manchada de café leí:

He acabado por decir te quiero a las sillas ,a las flores muertas, a la mesa rota, a las fotos, a la noche cerrada, a tus camisas, a tu cachito de cama. Te espero, no salgo, apenas para comprar cerveza, algo de comer y tabaco. Solo hago esto, Escribo, fumo, bebo y espero. Una llamada tuya. Por la noche oigo pasos por la escalera, Siento la puerta abrirse, pero no eres tú.

Dejé de leer, nunca nadie había sentido eso por mí, pensé, nunca nadie ha sentido ese amor desgarrado de Eva. La miré, respiraba con dificultad, en un sueño agitado. La desperté y le serví algo de comer, aproveché para en tono de broma, preguntarle qué había sido de aquella chica estudiosa, ejemplo constante de mi madre y cómo le había ido durante el curso.

- Hace meses que dejé la universidad – me dijo.

No lo sabía. Por la mañana me despedí de de ella y volví en unas horas con mis cosas. Llamé de nuevo a mi madre diciéndole que lo más probable era que Eva había perdido el juicio. No me hizo caso. Dormí unos días en el sofá, esperando, junto a Eva, como si de aquella llamara dependiera su vida.

Una mañana me desperté sudando, había soñado algo horrible, cuando abrí los ojos vi a Eva desnuda frente a la ventana.

- Me he levantado y he mirado a través de la ventana y he visto a un monstruo-me dijo, sin dejar de mirar por la ventana.-Un monstruo tan inmenso que es imposible abordarlo todo con la vista. Él me mira y yo lo miro a él.

Miré hacia la ventana. No vi nada, salvo otras ventanas en el edificio de enfrente.

- No hay nadie afuera- le dije indeciso.

- Está afuera, lo sé. Si quiere puede destruirme de un zarpazo.

La abracé. sentí su cuerpo temblando, diminuto.

- Nadie lo ve porque están ciegos pero yo lo veo y me acecha.

Pasé una semana más con ella, sin obtener ningún cambio. Eva esperaba, solo esperaba, y pronto empecé yo a esperar con ella. Por la noche se levantaba sin motivo, creyendo oír la puerta. A veces lloraba dormida. Una mañana cuando volvía de hacer unas compras oí su lamento desgarrado desde el primer piso, ninguna puerta se abrió, subí las escaleras corriendo, la abracé, pero sabía que su dolor era imbatible. Días después llegó su madre, no sé qué pasó después, si la ingresaron en un hospital o la obligaron a volver a la fuerza. Yo volví a la isla esa misma noche.