martes, 2 de junio de 2009

Dos por semana



Los dedos tropezaron con la superficie dura, recogiéndose un instante sobre sí mismos, para, acto seguido, apresar la pequeña cajita de plástico. La dueña de los dedos miró al objeto con extrañeza. En su interior un anillo reluce ajeno a su sorpresa. Como un rayo el cerebro de la mujer se despierta de su letargo y empieza a funcionar rápidamente, qué se le ha pasado, qué fecha es hoy, qué acontecimiento se le ha olvidado. Tardó apenas diez segundos en despejar las dudas, una laguna negra comienza a abrírsele en el pecho. Con cuidado, como si quemase introduce de nuevo la cajita en la chaqueta de su marido y la cuelga en el ropero. Consigue calmarse, es sólo un regalo porque sí, sin necesidad de aniversarios o de que sea un día señalado.
Entonces decide que esa noche hará una cena especial para cuando él venga Mientras se viste piensa en el menú, baraja varias ideas, un tournedo rossini, piensa. Pero quizá es demasiado fuerte para la cena. Bueno, ya tendrá tiempo de bajarlo. Siempre hace caso a sus primeros pensamientos. Tendrá que acompañarlo con un buen vino. Una alegría inusitada le invade en el ascensor mientras se deleita en los pequeños detalles, una somera ensalada de endivias al roquefort no estaría mal. Para postres, mejor algún queso francés.
El marido asoma la cabeza por la cocina y husmea sorprendido, se detiene en las velas del comedor y encuentra a la mujer acicalándose en el baño. Qué celebramos hoy pregunta. La mujer sonrie como la gioconda y se deja besar en los labios. Nada o todo, responde, te importa que lo hagamos en el salón, hoy es la final de la copa, dice el marido extrañado. La mujer asiente con un ápice de decepción en los labios. Quizá no, piensa, quizá aquél no fuera el día apropiado.
La mujer mira expectante al hombre frente al televisor devorando el solomillo. Suspira. Cierra los ojos y se lleva a la boca un bocado de su plato. Exquisito, se dice. A la segunda copa comienzan las dudas. Quizá aquél anillo no es para ella, en realidad, su marido, en veinte años de matrimonio, nunca le ha regalado nada.
Al día siguiente, espera con una cena más frugal pero no exenta de esperanza, que él le ofrezca el anillo. Sin embargo, esto no llega. Al despertar, descubre que se ha puesto la chaqueta. Hoy se acordará, se dice, es tan despistado. Decide, entonces, comprar mariscos para la cena, que aviva los instintos.
Pero esa noche tampoco recibe nada. Ya en la cama no duerme, con los ojos cerrados está acechando y anhelante, esperando a que su marido duerma. Una vez siente la respiración profunda del hombre invadir el cuarto se levanta. En la oscuridad palpa el bolsillo de la chaqueta. La cajita con el anillo ha desaparecido. Vuelve a la cama imaginando toda suerte de hipótesis, a cuál más descabellada, y a cada pensamiento la laguna negra se convierte en un mar donde se ahoga. Un dolor agudo en el pecho que le impide respirar no la deja conciliar el sueño.
Por la mañana, con los ojos hinchados por el llanto, le dice al marido que se va al médico. Siente que se ahoga. En la sala de visitas de paredes azul pastel, ojea algunas revistas. Se detiene en un artículo que muestra diez claves para saber si tu marido te engaña. Certifica que nueve de las diez son afirmativos en su caso.
El médico le ausculta el pecho y le pregunta si ha tenido algún disgusto. La mujer relata que llevaba una vida casi monacal y que cuida a su madre enferma. El especialista le anuncia que ha padecido una crisis de ansiedad. Le receta unos tranquilizantes y un vuelco en su rutina, debe cambiar radicalmente de hábitos, tiene que salir, divertirse, irse de compras o al gimnasio, pero tiene que dejar de preocuparse tanto. Cuando sale de la consulta se pregunta por qué ha mentido de aquella forma tan descabellada al médico si parece un buen hombre.
Cuando llega a la casa, comprueba por Internet que hay gastos exorbitantes en la cuenta de su marido de tiendas y restaurantes y, que evidentemente, no habían sido gastados con ella. La décima clave se cumple
Llora en el sofá durante toda la tarde. Luego acude a la farmacia a comprar los tranquilizantes. De vuelta a la casa se apunta en un gimnasio del barrio. El marido encuentra esa noche sobre la mesa, frente al televisor, un bocadillo para la cena. La mujer desde el dormitorio le dice que tiene jaqueca y se va a acostar. Las pastillas la introducen en un sueño profundo y sereno. Por la mañana se levanta con la boca pastosa y el rostro relajado. Desayuna, se enfunda su chandal nuevo y se encamina al gimnasio.
El entrenador le dirige los primeros movimientos que ella acata sumisa. La mujer pregunta toda suerte de detalles sobre cada uno de ellos, hablar es su manera de espantar el pensamiento. El muchacho, un joven musculoso le sonríe mientras coge sus brazos y piernas para indicarle mejor la posición.
Cuando sale llueve a cántaros. Se detiene en el alfeizar y contempla como la gente apresura el paso. Una voz le dice que si quiere la acerca a su casa. El monitor a su espalda le sonríe. En el coche piensa que no le importaría quedarse allí mucho tiempo, aspirando el olor de gel del joven y su voz suave que le habla. Deja caer su cabeza en el reposa-cabeza del coche, el desgaste del ejercicio físico le ha dejado en un estado desmadejado y dulce. El monitor alaba su buena constitución. La mujer sonrie pensando que podía ser su hijo, pero, instintivamente su mano se eleva en un gestó confiado y cae sobre el muslo del muchacho. Hay un silencio intenso. De pronto la voz del joven se convirte en espesa y opaca como el vino y le pregunta si quiere venir a su casa.
Llegan a la casa en silencio, por el pasillo se deshacen de la ropa como si les quemase el cuerpo. La mujer lo besa hambrienta y él se deja hacer por la mujer sedienta que le cabalga hasta saciarse en un acto salvaje y profundo. Luego, se deja caer en el sofá, satisfecha y plena. Eres una fiera, le dice el joven alegre de haber mantenido aguantado hasta el final. La mujer lo mira agradecida, con una sonrisa desmadejada. Si quieres podemos vernos siempre, después del gimnasio, le dice el joven, entusiasmado. La mujer asiente, aún acalorada, vengo dos veces por semana, dice por toda respuesta.

10 comentarios:

MITOCONDRIA dijo...

¿Qué te pasa con los anillos?...
A este relato lo salva tu magnifica descripción.

Nefer dijo...

Ja,ja!. A veces de las "desgracias" surgen las oportunidades. Genial la forma de describirlo, besos.

Anónimo dijo...

Bueno, ya te contaré el por qué de dos veces a la semana, simpática tu historia pero solo una cosita,conociéndome tendrías que haberle dado más sexo al sexo coño jajajaj...ya no cabalgo sobre los hombres,prefiero jugar,indagar...

Mil gracias

Aliss

sempiterna dijo...

Jeje,estoy con el primer comentario, he pensado lo mismo. Anillos dos veces por semana... mmm. Besos.

sempiterna dijo...

Ahhh, y gracias por el premio!! Sorprendida y honrada. Jeje. A ver si publico algo.

Tantaria dijo...

Con estas expectativas, yo iría todos los días al gimnasio...¡mañana y tarde!

Isabel dijo...

Pues nada, ¡ a ponerse en forma!. Un beso guapa

Miguel Baquero dijo...

Pues muy bien hecho... quiero decir, el cuento y todo lo demás

CHECHE dijo...

!!Buen post!,llego desde el blog "cosas de ciudad", no sé curiosidad, y no me arrepiento me gusta lo que veo y leo, un beso.

Ico dijo...

Bienvenida Cheche... y a todos los demás.. ahora falta que me dejen títulos para seguir inventando historias en el tablón de anuncio..justo arriba a la derecha.. ( no se olviden guardar una vez lo registren.. aparece en unos minutos) gracias a todos