viernes, 12 de junio de 2009

Deseos en la nostalgia




Volví al lugar donde nací dos años después de la muerte de mi madre. Algunas cuestiones relativas a un reparto de una exigua herencia entre hermanos me hicieron regresar a donde un día salí para no volver. Arrastrada por un sentimiento de nostalgia me dejé llevar cada tarde por las calles de mi antigua ciudad, deteniéndome en algunos portales e intentando recordar si era así como los recordaba en mi memoria o si éstos habían cambiado sin que yo me hubiese apercibido. En este juego de la imaginación que realicé durante el tiempo que permanecí en la ciudad, no me di cuenta de que realizaba siempre el mismo recorrido, hasta el día que encontré a Marina.
Habían pasado veinte años, pero ella seguía conservando el mismo rostro, la misma mirada inteligente color aguamarina que me enamoró, sin saberlo en aquellos años de instituto. Tropezamos casi frente a frente en un cruce de calles. De pronto, tuve la sensación de haber sido cogida en alguna falta que desconocía; tan solo duró un instante, porque ella acortó la distancia saludándome efusivamente, y preguntándome con verdadera alegría qué hacía por allí.
Sin saber por qué motivo mentí, apresurándome a responder que iba a casa de mi tía, que vivía solo a dos calles más abajo. Entonces advertí que la pregunta se refería, como era lógico, a mi vuelta por la ciudad. Ese desliz de mi subconsciente me delató. Fue entonces cuando reparé en que había hecho aquél camino aguardando solo la esperanza de verla. Mientras hablábamos, me iba deslizando por un sentimiento ya olvidado, despertándome a un estremecimiento adormecido y lejano.
Nos citamos para vernos de nuevo al día siguiente, no sé qué sucedió en ese intervalo de horas que estuve sin verla, no recuerdo nada destacable. Pareciera que el tiempo se había detenido del primer encuentro al último, superponiéndose ambos encuentros en uno solo. Entonces la vi aparecer sonriente y más hermosa si cabe. Tenemos que probarlo, me dijo cogiéndome del brazo y obligándome a caminar a su lado. No te entiendo, le dije sin comprender. Acabo de venir del médico de cabecera y me lo ha dicho, es la única manera. Pero probar el qué, le dije. Entonces me miró de aquella forma que no guardaba duda alguna. Un deseo ardiente recorrió mi espalda. Sus manos suaves apresaron las mías con energías, pensé que guardaban la misma suavidad como las recordaba. Sonreí nerviosa, sin querer creérmelo, sin delatar demasiado mi regocijo. Pero quién es tu médico de cabecera, pregunté sin salir de mi asombro.
Mi traumatólogo, respondió. No sé, todo aquello era muy extraño, pero Marina estaba tan entusiasta y divertida que acepte su absurda explicación de la manera más natural.
Yo era la más sorprendida, nunca imaginé que ella albergase algún atisbo de duda. Sabía que no había estudiado medicina como quería, que se había casado nada más salir del instituto y que tenía dos hijas. Por otro lado, era más que probable que igualmente ella supiera de los derroteros de mi vida; es decir, que seguía soltera, que me había ido, que había acabado los estudios, y que no tenía hijos.
Sin saber bien cómo, nos encontramos en una playa solitaria bajo un sol cálido de media tarde y, entre risas e insinuaciones comenzamos la prueba. Fue en el agua donde nos besamos descubriéndonos en un abrazo de agua. Cada caricia, cara roce de su cuerpo con el mío era un latido de olas mecidas por un mar en calma. Ella es quien me gira, quien me agarra, le digo que si no soy yo la que debería enseñarle a ella, y nos reímos, en un deseo creciente y dormido que se mueve en un vaivén al ritmo de ondulaciones azules.
Entonces me despierto, sola, lejos de la ciudad de infancia y adquiero la certeza consciente de que todo ha sido un sueño y poco a poco voy tomando conciencia de lo enigmático del sueño, por lo que paso el resto del día en una ensoñación vaga y placentera.
Fue un año después cuando volví a ver a Marina en una de mis idas a la isla. El un encuentro, por supuesto, no fue como en mi sueño, pero si nos alegramos de vernos y así nos lo dijimos. Sin embargo, sucedió lo inevitable, a pesar de conocernos y estimarnos tanto, después de tantos años, apenas sabíamos de qué hablar. Iba acompañada de sus hijas que debían tener la misma edad que cuando éramos compañeras de instituto. Ninguna de las niñas había heredado su belleza, mi amiga sin embargo, guardaba la misma apariencia que en mis recuerdos.
De pronto sentí algo que nunca hasta entonces había sentido y que me alejaría de ella para siempre, por esa extraña consideración que debemos a los que un día amamos y, por eso mismo, evitamos hacer sufrir con nuestra presencia. Porque lo que ví en sus ojos de aguamarina fue un deseo absorbente de ser yo, de estar en mi lugar. Sentí, como mi amiga, con la que pasé aquellas largas noches en vela estudiando, siendo ella siempre la que más aguantaba despierta en la noche, porque yo solo quería dormir arrimada a su cuerpo, mi amiga de adolescencia, la más inteligente de las dos, la que me explicaba y hacía que entendiese los problemas de matemáticas sin dificultad, la que debía llegar a ser un día médico, estaba frente a mí, mirándome; y mientras, nos hacíamos preguntas que ninguna de las dos oíamos, tuve la certeza de que en su cabeza se desenvolvía en hipótesis, divagando, transmutándose en mi, queriendo por un instante ser yo. Vi tristeza y desconsuelo en su mirada, y recordé que ella pertenecía a una familia tan mermada en recursos que la cena siempre era arroz blanco. Y recordé el sabor de aquel arroz blanco y frío para cenar, que a mi me resultaba delicioso, porque era compartido con ella. Y supe que ella no pudo nunca salir de la isla y realizar sus sueños de ser un día médico. Todo eso lo pensé, turbada, incómoda de que mi sola presencia le hiciera daño. Las niñas protestaban, tuvimos que despedirnos con un hasta luego apresurado, aliviadas, a fin de cuentas, sin embargo noté cierta nostalgia en su mirada.

5 comentarios:

Jesus Dominguez dijo...

Un texto muy sensible.

Un saludo

Jesús Domínguez

alejandra dijo...

Creo que casi todos hemos estado alguna vez en ambos lados. Bonito como siempre, como sólo tu sabes.

dintel dijo...

Me ha hecho gracia esa etiqueta de "relatos por encargo".

Isabel dijo...

Bueno, pero lo bien que te lo has pasado en el sueño ¿que?. Un relato muy bonito y muy tierno. Un beso

MITOCONDRIA dijo...

Sentimientos embalsamados son aquellos los primeros,que lindo poder recordarlo o soñarlo con frescura a pesar del tiempo.