domingo, 18 de enero de 2009

MUJERES


Su marido no entendía cómo podía levantarse el lunes de tan buen humor. Para él, esos momentos de llamada del despertador, eran los más duros del día. Para Yara, sin embargo, eran los más enérgicos y gratos. Cualquier cosa podía pasar, solía decirse a sí misma. En ocasiones, estaba ya despierta imaginando cómo sería el día, e inevitablemente aparecía ella, en la oficina, mirándola desde lejos, de aquella forma que la turbaba, que la obligaba a bajar la vista. Se revolvió en la cama, desde hacía un tiempo, había adquirido la costumbre de analizar minuciosamente cada gesto, cada palabra, cada beso que le daba, eran estos iguales a los que le daba a las demás compañeras. Quizá, pero podría también asegurar que no. ¿No pasaba casi todo el tiempo con ella, no había rozado demasiado sus labios a la comisura de los suyos la última vez que la saludó?. Se estaba volviendo loca. Se levantó bruscamente, deteniendo sus pensamientos, el despertador sonaría en un instante.
Cada día realizaba el mismo recorrido para llegar a la oficina a las ocho, tomar el metro línea uno hasta Plaza de Castilla y luego el autobús a Mirasierra. Nada más atravesar el complejo sentía como se le aceleraba el corazón y los pies se le convertían en gelatina. Saludó a algunos compañeros de la sección de compras que encontró por el caminó y se detuvo en la cuarta planta. Como era habitual, nadie había llegado todavía. Desde los ventanales que daban a la carretera de Colmenar hacía un día triste y apagado. Ocupó su asiento y metió su clave de acceso. Las compañeras comenzaron a llegar en tropel. Saludó a cada una de ellas e intercambio algunos buenos días y las preguntas habituales sobre el fin de semana. Se apuntó en una nota: llamar a la madre de Miguel.
Entonces sintió su presencia, un rubor encendido le subió por la espalda hacia el cuello, erizándole el cabello de la nuca. Se giró y allí estaba. ¿Qué tal el fin de semana?, luego nos vemos, quedamos para comer ¿no?. Cuando quiso responderle, sin saber bien por dónde empezar ya se había marchado. Miró a su alrededor, como si hubiese cometido una fechoría. A veces pensaba que era tan evidente su expresión que todos lo sabían. Una llamada entrante la alejó de esos pensamientos. Volvió hacer varias llamadas a clientes. Antes del desayuno se encontró hablando con Miguel e inventado una excusa para no comer con él. Este mes te vas a forrar con las horas extras, le dijo. Ya. Bueno, no te olvides de llamar a mi madre que cumple hoy y quedar para el sábado. Sí, lo tengo apuntado. Te quiero, chao. Después de cortar se sintió mal. No le gustaba mentir. Siempre había detestado la mentira. Todo aquello era una locura, quería a su marido, era un buen hombre que la adoraba. Sin embargo, no podía clasificar lo que le sucedía con Marta. Qué estupidez. Nunca, nunca sucedería nada. Le horrorizaba sólo el pensarlo. Sabía que jamás le engañaría. Se prometió que aquella era la última vez que lo hacía. Se levantó para ir al servicio evitando pasar por su mesa. Se miró al espejo, se maquilló las ojeras que últimamente habían pasado a formar parte de su decorado. Sin embargo, tenía un brillo especial en los ojos. Cuando cerró la puerta del baño oyó que alguien entraba, y luego sonó el movil. Lo reconoció, era el movil de Marta. Dudo un instante, pero permaneció quieta, sin atreverse siquiera a respirar. Ella había respondido, Sí, claro, no te preocupes, pasaré luego por ellos. Hoy no voy a comer, no puedo de verdad, ya me gustaría, me quedaré por aquí en la oficina, hay mucho trabajo. No te preocupes, tomaré algo en la cantina. No, de verdad, no hace falta. Nos vemos en la cena. Te quiero.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

somos seres complejos y inconformista, la necesidad de escapar de la rutina, renovar sentimientos

Anónimo dijo...

Cuando crees que lo tienes todo, llega algo o alguien que te zarandea y mueve los cimientos de tus estructuras...somos seres complejos...afortunadamente.